Bosch miró a Storey cuando respondió.
– No hay ninguna estrategia. No hay defensa. Rudy Tafero ha sido detenido esta mañana. Se le acusa de asesinato e intento de asesinato. Estoy seguro de que su cliente podrá contárselo todo, letrado. Eso si es que no lo sabe ya.
Fowkkes se levantó abruptamente como si fuera a hacer una protesta.
– Señor, es altamente irregular que venga a la mesa de la defensa y…
– Ha llegado a un acuerdo hace un par de horas. Está tirando de la manta.
De nuevo Bosch no hizo caso de Fowkkes y miró a Storey.
– Así que éste es el trato. Tienen cinco minutos para acercarse a Langwiser y Kretzler y acordar declararse culpable de asesinato en primer grado de Krementz y López.
– Esto es ridículo. Voy a quejarme ante el juez.
Esta vez Bosch miró a Fowkkes.
– Hágalo, pero eso no va a cambiar las cosas. Cinco minutos.
Bosch se alejó, pero fue hacia la mesa del alguacil, enfrente de la tribuna del juez. Las fotos exhibidas en el juicio estaban apiladas en una mesa auxiliar. Bosch las revisó hasta que encontró la ampliación que buscaba. La sacó y se la llevó a la mesa de la defensa. Fowkkes seguía de pie, pero inclinándose para que Storey pudiera susurrarle algo al oído. Bosch dejó el póster que contenía la instantánea de la biblioteca de la casa de Storey sobre la mesa. Señaló con el dedo dos de los libros del estante superior. Los títulos de los lomos eran claramente legibles. Uno se titulaba El arte de la oscuridad y el otro simplemente Bosch.
– Aquí mismo tenemos su conocimiento previo.
Dejó la foto en la mesa de la defensa y empezó a caminar hacia la de la acusación. Pero sólo había dado dos pasos cuando retrocedió y apoyó las palmas de las manos en la mesa de la defensa. Miró directamente a Storey. Habló en una voz que sabía que era lo bastante alta para que McEvoy lo oyera desde la tribuna de la prensa.
– ¿Sabe cuál fue su gran error, David?
– No -dijo Storey con un tono despectivo-. ¿Por qué no me lo cuenta?
Fowkkes agarró de inmediato el brazo de su cliente para silenciarlo.
– Dibujar la escena para Tafero -dijo Bosch-. Lo que él hizo fue ir y poner esos bonitos dibujos que hizo en una caja de seguridad del City National. Sabía que podrían serle útiles y no se equivocó. Los ha usado esta mañana para salvarse de la pena de muerte. ¿Qué va a usar usted?
Bosch detectó un revelador titubeo en los ojos de Storey. En ese momento Bosch supo que todo había terminado, porque Storey sabía que había terminado.
Bosch se enderezó y miró casualmente a su reloj, y luego a Fowkkes.
– Quedan tres minutos, señor Fowkkes. La vida de su cliente está en juego.
Bosch regresó a la mesa de la defensa y se sentó. Kretzler y Langwiser se inclinaron hacia él y le susurraron urgentemente preguntas, pero Bosch no les atendió.
– Veamos lo que ocurre.
En los siguientes cinco minutos no miró ni una sola vez a la mesa de la defensa. Oía palabras ahogadas y susurros, pero no distinguía ninguno de ellos. La sala se llenó de espectadores y miembros de los medios de comunicación.
Ninguna novedad de la mesa de la defensa.
A las nueve en punto, la puerta situada detrás del estrado se abrió y el juez Houghton subió los escalones hasta su lugar. Tomó asiento y miró a las mesas de la acusación y la defensa.
– ¿Señoras y señores, estamos preparados para que entre el jurado?
– Sí, señoría -dijo Kretzler.
– No hubo respuesta alguna de la mesa de la defensa. Houghton miró hacia allá, con una sonrisa de curiosidad en el rostro.
– ¿Señor Fowkkes? ¿Puedo hacer entrar al jurado?
Bosch se reclinó para mirar más allá de Langwiser y Kretzler a la mesa de la defensa. Fowkkes estaba repantigado en la silla, en una postura que no había exhibido en la sala antes. Tenía un codo sobre el brazo de la silla y la mano levantada. Estaba jugueteando con un boli y parecía sumido en sus depresivos pensamientos. Su cliente estaba sentado rígido a su lado, mirando hacia adelante.
– ¿Señor Fowkkes? Estoy esperando una respuesta.
Fowkkes finalmente alzó la mirada hacia el juez y muy lentamente se levantó del asiento y se acercó al magistrado.
– Señoría, ¿podemos acercarnos en un aparte un momento?
El juez miró entre curioso e irritado. Había sido rutina del juicio someter todas las peticiones no públicas a las ocho y media para poder argumentarlas en privado sin restar tiempo de sala.
– ¿ No puede tratarse en juicio público, señor Fowkkes?
– No, señoría. No en este momento.
– Muy bien. Suban.
Houghton hizo señas a los letrados para que subieran. Lo hizo con las dos manos, como si estuviera guiando a un camión en marcha atrás.
Los letrados se aproximaron al costado del estrado y se apiñaron en torno al juez. Desde su ángulo, Bosch veía las caras de todos ellos y no necesitaba oír lo que se estaba hablando entre susurros. Fowkkes estaba lívido y después de dichas unas palabras Kretzler y Langwiser parecieron crecer en estatura. Langwiser incluso miró de reojo a Bosch y él leyó el mensaje de la victoria en sus ojos.
Bosch se volvió y miró al acusado. Esperó y David Storey giró lentamente la cabeza y sus miradas conectaron una última vez. Bosch no sonrió. No parpadeó. No hizo otra cosa que sostener la mirada. Al final, fue Storey quien desvió la vista y la fijó en las manos que tenía en su regazo. Bosch sintió una sensación vibrante en su cuero cabelludo. La había sentido antes, en ocasiones en que había atisbado el rostro normalmente oculto de un monstruo.
El aparte se rompió y los dos fiscales regresaron rápidamente a Ja mesa, con la excitación claramente visible en su andar y sus rostros. En cambio, J. Reason Fowkkes caminó lentamente hasta la mesa de la defensa. Langwiser agarró a Bosch por el hombro mientras se sentaba.
– Ha aceptado -susurró con excitación-. Krementz y López. ¿Cuando fuiste allí dijiste sentencias consecutivas o concurrentes?
– No dije nada.
– Vale. Hemos acordado en concurrentes, pero vamos a concretarlo a puerta cerrada. Necesitamos acusar formalmente a Storey de lo de López. ¿Quieres entrar y hacer la detención?
– Como quieras.
Bosch sabía que era sólo una formalidad legal, porque Storey ya estaba bajo custodia.
– Te lo mereces, Harry. Queremos que estés presente.
– Bien.
El juez golpeó una vez con el mazo y atrajo la atención de la sala. Todos los periodistas se habían inclinado hacia adelante en la tribuna de prensa. Sabían que algo importante iba a ocurrir.
– Haremos una pausa hasta las diez en punto -anunció el juez-. Ahora veré a las partes en privado.
Houghton se levantó y rápidamente bajó los tres escalones hasta la puerta trasera antes de que el ayudante tuviera tiempo de decir.
– En pie.
46
McCaleb permaneció alejado del Following Sea incluso después de que el último detective y técnico forense hubieron terminado su trabajo en el barco. Desde primera hora de la tarde hasta que anocheció, el barco se mantuvo vigilado por periodistas y equipos de televisión. Los disparos producidos a bordo sumados a la detención de Tafero y la inesperada declaración de culpabilidad de David Storey habían convertido el barco en la imagen central de unos acontecimientos que se habían desarrollado con rapidez durante el día. Todos los canales locales y nacionales grababan sus reportajes en el puerto, con el Following Sea y su cinta policial amarilla extendida por la puerta del salón sirviendo de telón de fondo.
McCaleb se escondió durante la mayor parte de la tarde en el barco de Buddy Lockridge, permaneciendo bajo cubierta y poniéndose uno de los sombreros de pescador de Buddy si asomaba la cabeza por la escotilla para ver lo que sucedía fuera. Los dos habían vuelto a hablarse. Poco después de que los agentes del sheriff se fueran, y llegando al puerto antes que los medios de comunicación, McCaleb había buscado a Buddy y se había disculpado por haber pensado que su socio en las excursiones de pesca había filtrado la investigación. Buddy se disculpó a su vez por haber utilizado el Following Sea -y el camarote de McCaleb- como punto de encuentro con masajistas eróticas. McCaleb acordó decirle a Graciela que se había equivocado en que la filtración hubiera surgido de Buddy y también aceptó no mencionar a las masajistas. Buddy había explicado que no quería que Graciela lo tuviera en peor concepto del que probablemente ya lo tenía.