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Winston no contestó, de modo que McCaleb intervino.

– No estamos preguntando sobre Bosch, estamos preguntando sobre Gunn.

– Bueno, eso es todo lo que sé. ¿Puedo irme a casa? Ha sido un día muy largo.

– Todos lo son, ¿no? -dijo Winston-. Gracias, sargento.

McCaleb y Winston se alejaron del mostrador y bajaron las escaleras que conducían a la calle.

– ¿Qué te parece? -preguntó Winston.

– Creo que dice la verdad, pero ¿sabes qué?, mejor miremos un rato el aparcamiento de empleados.

– ¿Porqué?

– Dame ese capricho. A ver qué coche tiene el sargento.

– Me estás haciendo perder el tiempo, Terry.

De todas formas se metieron en el Cherokee de McCaleb y dieron la vuelta a la manzana hasta que llegaron a la entrada del aparcamiento para empleados de la comisaría de Hollywood. McCaleb aparcó a cincuenta metros, delante de una boca de incendios. Ajustó el retrovisor para poder ver los coches que salían del aparcamiento. Se sentaron y esperaron un par de minutos hasta que Winston habló.

– Si somos lo que conducimos, ¿tú qué eres?

McCaleb sonrió.

– Supongo que soy el último superviviente de una raza o algo así.

McCaleb la miró y luego miró por el retrovisor.

– Sí, ¿y qué me dices de esta capa de polvo? ¿En qué…?

– Aquí viene. Creo que es él.

McCaleb vio un coche que salía y doblaba hacia donde estaban ellos.

– Viene hacia aquí.

Ninguno de los dos se movió. El coche se acercó y se detuvo a su lado. McCaleb miró disimuladamente y se encontró con los ojos de Zucker. El policía bajó la ventanilla del pasajero. McCaleb no tuvo más remedio que bajar la suya.

– Está aparcado delante de una boca de incendios, detective. Que no le pongan una multa.

McCaleb asintió. Zucker lo saludó con dos dedos y se alejó. McCaleb se fijó en que conducía un Crown Victoria con parachoques y ruedas de serie. Era un coche patrulla de segunda mano, de los que se compraban en una subasta por cuatrocientos dólares más ochenta y nueve con noventa y cinco por la pintura.

– ¿No parecemos un par de gilipollas? -dijo Winston.

– Sí.

– Entonces, ¿cuál es tu teoría sobre ese coche?

– O es un hombre honrado o lleva el cacharro porque no quiere que lo vean con el Porsche. -Hizo una pausa-, O con el Zeta Tres. -Se volvió hacia ella y sonrió.

– Muy gracioso, Terry. ¿Y ahora qué? No tengo todo el día. Y se supone que tengo que encontrarme con tus colegas del FBI esta mañana.

– No me abandones. ¡Y no son mis colegas!

Arrancó el Cherokee y se alejó del bordillo.

– ¿De verdad te parece que este coche está sucio? -preguntó.

36

La oficina de correos de Wilcox era un edificio de la época de la Segunda Guerra Mundial, con techos muy altos y murales con escenas bucólicas de hermandad y buenas obras en la parte superior de las paredes. Al entrar, McCaleb se fijó en los murales, pero no por su valor artístico o su mérito filosófico. Contó tres pequeñas cámaras instaladas encima de las zonas públicas de la oficina. Se las señaló a Winston. Tenían una oportunidad.

Esperaron en la cola y cuando les llegó el turno, Winston mostró su placa y preguntó por el oficial de seguridad de guardia. Los dirigieron a una puerta situada junto a una fila de máquinas expendedoras y esperaron casi cinco minutos antes de que la puerta se abriera. Un hombre negro de baja estatura los miró.

– ¿Señor Lucas? -preguntó Winston.

– El mismo -dijo con una sonrisa.

Winston mostró la placa otra vez y presentó a McCaleb sólo por su nombre. De camino, McCaleb le había dicho que lo de llamarlo «asociado» no estaba funcionando.

– Estamos trabajando en la investigación de un homicidio, señor Lucas, y una de las pruebas importantes es un giro postal que se hizo desde aquí y probablemente se recibió aquí el veintidós de diciembre.

– ¿El veintidós? Eso es justo en el mogollón de Navidad.

– Eso es, señor.

Winston miró a McCaleb.

– Hemos visto las cámaras en las paredes, señor Lucas -dijo ella-. Estamos interesados en saber si tiene una cinta de vídeo del veintidós.

– Cinta de vídeo -dijo Lucas, como si no supiera de qué estaban hablando.

– Usted es el agente de seguridad, ¿no? -dijo Winston con impaciencia.

– Sí, soy el agente de seguridad. Me encargo de las cámaras.

– ¿Puede mostrarnos su sistema de vigilancia, señor Lucas? -preguntó McCaleb en un tono más amable.

– Sí, claro. En cuanto me traigan una autorización se lo mostraré todo.

– ¿Y dónde y cuándo conseguiremos la autorización? -preguntó Winston.

– En Regional, en el centro.

– ¿Hay alguna persona concreta con la que podamos hablar? Estamos investigando un homicidio. El tiempo es esencial.

– Tendrían que hablar con el señor Preechnar, es inspector postal.

– ¿Le importa que vayamos a su despacho y llamemos al señor Preechnar juntos? -preguntó McCaleb-. Nos ahorraría mucho tiempo y el señor Preechnar podría hablar directamente con usted.

Lucas se lo pensó un momento y decidió que era una buena idea. Asintió.

– Veamos qué se puede hacer.

Lucas abrió la puerta y los condujo a través de un laberinto de inmensas cestas de correo hasta un cuchitril de oficina con dos escritorios apretados. En uno de los escritorios había un monitor de vídeo con la pantalla dividida en cuatro partes con diferentes tomas de la zona pública de la oficina de correos. McCaleb se dio cuenta de que había una cámara que no había visto durante su inspección previa.

Lucas pasó el dedo por una lista de números de teléfono enganchada en la mesa e hizo la llamada. Cuando se puso en contacto con su supervisor, le explicó la situación y le pasó el teléfono a Winston. Ella repitió su explicación y devolvió el teléfono a Lucas. Éste miró a McCaleb e hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Tenían la aprobación.

– Muy bien -dijo Lucas después de colgar-. Veamos qué tenemos aquí.

Sacó un aro con llaves que llevaba colgado del cinturón. Fue hasta el otro lado del despacho y abrió un armario que estaba lleno de videograbadoras y cuatro estantes con cintas de vídeo marcadas con los números del uno al treinta y uno en cada estante. En el suelo había dos cajas con cintas de vídeo vírgenes.

McCaleb vio todo eso y de repente se dio cuenta de que era 22 de enero; había transcurrido exactamente un mes desde la fecha del giro postal.

– Señor Lucas, pare las máquinas -dijo.

– No puedo hacer eso. Las máquinas no pueden parar. Si está abierto, las cintas han de grabar.

– No lo entiende. El día que queremos es el veintidós de diciembre. Estamos grabando encima del día que queremos mirar.

– Calma, detective McCallan. Tengo que explicarle cómo funciona esto.

McCaleb no se molestó en corregir el error con su apellido. No había tiempo.

– Entonces, dése prisa, por favor.

McCaleb miró su reloj. Eran las ocho y cuarenta y ocho. La oficina de correos llevaba cuarenta y ocho minutos abierta y eso suponía que cuarenta y ocho minutos de la cinta del 22 de diciembre habían sido borrados al grabarse encima lo del día.

Lucas empezó a explicar el procedimiento de grabación. Había una videograbadora para cada una de las cuatro cámaras y se ponía una cinta en cada uno de ellos al empezar el día. Se grababan treinta fotogramas por minuto, lo cual permitía que una cinta sirviera para todo el día. La cinta de un día en concreto se guardaba durante un mes y se reutilizaba si no era reservada antes por una investigación del servicio de inspección postal.

– Tenemos un montón de artistas del timo y todo lo que usted quiera. Ya sabe lo que es Hollywood. Acabamos con un montón de cintas reservadas. Los inspectores vienen y se las llevan o se las enviamos nosotros.

– Lo entendemos, señor Lucas -dijo Winston con una nota de urgencia en la voz al tiempo que aparentemente llegaba a la misma conclusión que McCaleb-. Puede parar las máquinas y reemplazar las cintas. Estamos grabando encima de lo que puede ser una prueba muy valiosa.