– Ahora mismo -dijo Lucas.
Sin embargo, procedió a buscar en la caja de cintas vírgenes y sacó cuatro de ellas. Entonces despegó las etiquetas de un rollo y las pegó en las cintas. Se sacó un bolígrafo de detrás de la oreja y escribió la fecha y algún tipo de código en las etiquetas. Finalmente, empezó a sacar las cintas de los equipos y a sustituirlas por las nuevas.
– Ahora, ¿cómo quieren hacer esto? Estas cintas son propiedad de correos. No van a salir de estas instalaciones. Puedo instalar una tele con vídeo incorporado en este escritorio.
– ¿Está seguro de que no podemos llevárnoslas durante un día? -dijo Winston-. Podríamos devolvérselas a las…
– No sin una orden judicial. Es lo que me ha dicho el señor Preechnar y es lo que voy a hacer.
– Supongo que no nos queda elección -dijo Winston, mirando a McCaleb y negando con la cabeza por la frustración.
Mientras Lucas iba a buscar la tele, McCaleb y Winston decidieron que él se quedaría viendo la cinta mientras Winston iba a la oficina para asistir a una reunión a las once con Twilley y Friedman. Dijo que no mencionaría la nueva investigación de McCaleb ni la posibilidad de que su anterior interés en Harry Bosch fuera un error. Ella devolvería las copias del expediente y la cinta de vídeo.
– Ya sé que no crees en las coincidencias, pero es lo único que tienes por el momento, Terry. Si descubres algo en la cinta se lo llevaré al capitán y mandaremos al cuerno a Twilley y Friedman. Pero hasta que lo tengas… Yo sigo en la picota y necesito algo más que una coincidencia para mirar a otro sitio que no sea Bosch.
– ¿Qué hay de la llamada a Tafero?
– ¿Qué llamada?
– De algún modo supo que Gunn estaba en el calabozo y él fue a pagarle la fianza para que lo pudieran matar esa noche y cargárselo a Bosch.
– No sé nada de la llamada… Si no fue Zucker, probablemente fue algún otro de la comisaría con el que tiene un acuerdo. Y el resto de lo que has dicho es simple especulación si no hay ningún hecho que lo respalde.
– Creo que…
– Basta, Terry. No quiero oírlo hasta que tengas algo que lo sustente. Me voy a trabajar.
Como si le hubieran dado pie, Lucas entró empujando un carrito con una televisión pequeña encima.
– Prepararé esto -dijo.
– Señor Lucas, tengo una cita -dijo Winston-. Mi colega va a mirar las cintas. Gracias por su cooperación.
– Me alegro de resultar útil, señora.
Winston miró a McCaleb.
– Llámame.
– ¿Quieres que te acerque a tu coche?
– No, iré caminando.
McCaleb asintió.
– Buena suerte -dijo ella.
McCaleb asintió de nuevo. Ella ya le había dicho lo mismo en una ocasión en un caso que no había resultado demasiado feliz.
37
Langwiser y Kretzler explicaron a Bosch que iban a seguir adelante con el plan de concluir la fase de la acusación al final del día.
– Lo tenemos -dijo Kretzler, sonriendo y disfrutando de la descarga de adrenalina que acompañaba a la decisión de apretar el gatillo-. Hoy tendremos a Hericks y Crowe. Tenemos todo lo que necesitamos.
– Salvo el móvil -dijo Bosch.
– El móvil no va a ser importante cuando el crimen es tan obviamente el trabajo de un psicópata -dijo Langwiser-. Estos jurados no van a retirarse a su sala al final del día y decir: «Sí, pero ¿cuál es el móvil?» Van a decir que este tío es un hijo de puta y… -Bajó la voz hasta un susurro cuando el juez entró en la sala por la puerta situada detrás del estrado- vamos a sacarlo de la circulación.
El juez llamó al jurado y al cabo de unos minutos los fiscales estaban llamando a sus últimos testigos del juicio.
Los tres primeros testigos eran gente del negocio del cine que habían asistido a la fiesta de la premier en la noche de la muerte de Jody Krementz. Todos declararon que habían visto a David Storey en el estreno y la fiesta que siguió con una mujer que identificaron como la misma que aparecía en las fotos, es decir, Jody Krementz. El cuarto testigo, un guionista llamado Brent Wiggan, testificó que había abandonado la premier unos minutos antes de medianoche y que había esperado al aparca-coches al lado de David Storey y una mujer a la que también identificó como Jody Krementz.
– ¿Cómo está tan seguro de que sólo faltaban unos minutos para la medianoche, señor Wiggan? -preguntó Kretzler-. Al fin y al cabo, era una fiesta. ¿Estaba mirando el reloj?
– Haga las preguntas de una en una, señor Kretzler -prorrumpió el juez.
– Disculpe, señoría. ¿Por qué está tan seguro de que faltaban pocos minutos para medianoche, señor Wiggan?
– Porque efectivamente estaba mirando el reloj -dijo Wiggan-. Mi reloj. Yo escribo por las noches. Soy más productivo entre las doce de la noche y las seis de la mañana. Así que estaba mirando el reloj, porque sabía que tenía que volver a casa antes de medianoche o me retrasaría en mi trabajo.
– ¿Esto también implica que no bebió alcohol durante la fiesta?
– Exactamente. No bebí porque no quería cansarme ni que se resintiera mi creatividad. La gente normalmente no bebe antes de ir a trabajar en un banco o de pilotar un avión; bueno, supongo que la mayoría no lo hace.
Hizo una pausa hasta que remitieron las risitas ahogadas. El juez parecía enfadado, pero no dijo nada. Wiggan, en cambio, estaba disfrutando de su momento. Bosch empezó a sentirse incómodo.
– Yo no bebo antes de trabajar -continuó al fin Wiggan-. Escribir es un arte, pero también es un trabajo, y yo lo trato como tal.
– Así pues, ¿recuerda perfectamente que reconoció a David Storey y su acompañante pocos minutos antes de las doce?
– Absolutamente.
– Y a David Storey ya lo conocía personalmente de antes, ¿es así?
– Así es, desde hace varios años.
– ¿Ha trabajado alguna vez con David Storey en el proyecto de una película?
– No, pero no por no haberlo intentado.
Wiggan sonrió con arrepentimiento. Esta parte del testimonio, incluido el comentario de desaprobación de sí mismo, había sido cuidadosamente planeado por Kretzler con anterioridad. Tenía que limitar el potencial daño al testimonio de Wiggan llevándolo personalmente a los puntos débiles.
– ¿Qué quiere decir con eso, señor Wiggan?
– Oh, diría que en los últimos cinco años he llevado proyectos de películas a David directamente o a gente de su productora seis o siete veces. Nunca me compró ninguno. -Se encogió de hombros en un gesto avergonzado.
– ¿Diría que eso creó un sentimiento de animosidad entre ustedes dos?
– No, en absoluto; al menos no por mi parte. Así es como funcionan las cosas en Hollywood. Uno va lanzando el anzuelo una y otra vez y al final alguien lo muerde. Aunque ayuda ser un poco insensible a las críticas. -Sonrió y miró al jurado.
A Bosch se le estaban poniendo los pelos de punta. Esperaba que Kretzler terminara antes de que el jurado perdiera interés.
– Gracias, eso es todo, señor Wiggan -dijo Kretzler, que al parecer había percibido las mismas vibraciones que Bosch.
El rostro de Wiggan pareció apagarse al darse cuenta de que su momento estaba concluyendo. Pero entonces Fowkkes, que había renunciado a interrogar a los tres testigos anteriores del día, se levantó y subió al estrado.
– Buenos días, señor Wiggan.
– Buenos días.
Wiggan levantó las cejas, desconcertado.
– Sólo unas preguntas. ¿Podría enumerar para el jurado los títulos de las películas cuyos guiones ha escrito y que se han producido?
– Bueno.,., hasta el momento, no se ha hecho nada. Tengo algunas opciones y creo que unos pocos…
– Entiendo. ¿Le sorprendería saber que en los últimos cuatro años ha presentado propuestas al señor Storey en un total de veintinueve ocasiones, todas ellas rechazadas?