– Dejaremos esto para el forense -dijo Winston-. ¿Has grabado todo lo posible, Barn?
– Sí-contestó el invisible cámara.
– Muy bien, retrocede y enfoca estas ligaduras.
La cámara siguió la cuerda desde la cabeza hasta los pies. Ésta formaba un nudo corredizo alrededor del cuello. Luego seguía por la columna vertebral y había sido enrollada repetidas veces alrededor de los tobillos, tirando de ellos con tanta tensión que la víctima tenía los talones en las nalgas.
Las muñecas estaban atadas con otro trozo de cuerda enrollado seis veces y luego asegurado con un nudo. Las ligaduras habían causado profundas marcas en la piel de muñecas y tobillos, lo cual indicaba que la víctima se había resistido durante un buen rato antes de sucumbir.
Una vez completada la grabación del cadáver, Winston pidió al invisible cámara que hiciera un inventario en vídeo de las distintas estancias del apartamento.
La cámara se alejó del cuerpo y enfocó el resto del salón comedor. La casa parecía amueblada en una tienda de muebles usados. No había ninguna uniformidad, los muebles eran de estilos completamente diferentes. Las escasas reproducciones de pinturas enmarcadas de las paredes parecían sacadas de una habitación de un hotel Howard Johnson de diez años atrás: todo en naranja y tonos pastel. Al fondo de la sala había una vitrina de porcelanas sin porcelana. Había algún que otro libro en los estantes, pero la mayoría estaban vacíos. Encima de la vitrina, McCaleb vio algo que le resultó curioso. Se trataba de una lechuza de cincuenta centímetros de alto que parecía pintada a mano. McCaleb había visto muchas parecidas antes, sobre todo en el puerto de Avalon y en el de Cabrillo. En la mayoría de los casos, las lechuzas o los búhos estaban hechos de plástico hueco y situados en lo alto de los mástiles o en los puentes de los barcos a motor, en un intento, por lo general infructuoso, de mantener alejados de los barcos a las gaviotas y otras aves. La teoría se basaba en que al ver a la lechuza como un depredador las otras aves no se acercarían, y por tanto no ensuciarían las embarcaciones con sus deposiciones.
McCaleb también había visto que las usaban en el exterior de edificios públicos en los que las palomas eran un incordio. Pero lo que le interesaba de la lechuza de plástico era que nunca había visto ninguna como elemento decorativo en el interior de una casa. Sabía que la gente coleccionaba todo tipo de cosas, lechuzas incluidas, pero hasta el momento no había visto en el apartamento ninguna más, sólo la situada encima de la vitrina. Abrió con rapidez la carpeta y encontró el informe de identificación de la víctima. Según ese informe, el oficio de la víctima era pintar casas. McCaleb cerró la carpeta y consideró por un momento la posibilidad de que la víctima se hubiera traído la lechuza de un trabajo o la hubiera sacado de una estructura mientras la preparaba para pintaría.
v. Rebobinó la cinta y miró de nuevo el momento en que el cámara hacía un barrido desde el cadáver hasta la vitrina encima de la cual se hallaba la lechuza. A McCaleb le pareció que el cámara había realizado un giro de ciento ochenta grados, lo cual significaba que la lechuza había estado directamente enfrente de la víctima, espectadora privilegiada de la escena de asesinato.
Aunque existían otras posibilidades, el instinto de McCaleb le decía que la lechuza de plástico era, de algún modo, parte de la escena del crimen. Cogió la libreta y convirtió la lechuza en la sexta entrada de su lista.
El resto de la videograbación de la escena del crimen revistió escaso interés para McCaleb. Documentaba las otras habitaciones del apartamento de la víctima: el dormitorio, el baño y la cocina. No vio ninguna otra lechuza ni tomó más notas. Al llegar al final de la cinta, la rebobinó y volvió a verla en su totalidad una vez más. Nada nuevo captó su atención. Extrajo la cinta y la guardó de nuevo en la funda de cartulina. Luego devolvió la televisión al salón, donde la aseguró en el armazón.
Buddy estaba tirado en el sofá leyendo su novela. No dijo ni una palabra, y McCaleb se dio cuenta de que se sentía ofendido porque le había cerrado la puerta del camarote en las narices. Pensó en disculparse, pero lo dejó estar. Buddy era demasiado entrometido con el pasado y el presente de McCaleb. Tal vez el desaire se lo haría saber.
– ¿Qué estás leyendo? -preguntó.
– Un libro -contestó Lockridge sin levantar la mirada.
McCaleb sonrió para sus adentros. Ya estaba seguro de que había ofendido a Buddy.
– Bueno, aquí está la tele por si quieres ver las noticias o algo.
– Las noticias se han acabado.
McCaleb miró su reloj. Era medianoche. Se le había pasado el tiempo volando. Esto era algo habitual en él; en el FBI, cuando estaba ensimismado en un caso, solía trabajar sin parar a comer o sin darse cuenta de que se hacía muy tarde.
Dejó a Buddy enfurruñado y volvió al camarote. Cerró de nuevo la puerta, ruidosamente, y echó la llave.
4
Después de pasar a una página en blanco de la libreta, McCaleb abrió el expediente del asesinato. Abrió las anillas, sacó los documentos y los apiló ordenadamente sobre el escritorio. Era un capricho, pero nunca le había gustado revisar los casos pasando las hojas de un archivador. Le complacía sostener cada uno de los documentos en sus manos. Le gustaba cuadrar las esquinas de toda la pila. Dejó la carpeta a un lado y empezó a leer los informes del caso en orden cronológico. Enseguida estuvo completamente inmerso en la investigación.
A mediodía del lunes, 1 de enero, una llamada anónima a la comisaría de West Hollywood del Departamento del Sheriff del Condado de Los Ángeles había avisado del crimen. El informante, un hombre, comunicó que había un cadáver en el apartamento 2B del complejo Grand Royale, en Sweetzer, cerca de Melrose. El informante colgó sin decir su nombre ni dejar ningún otro mensaje. Puesto que la llamada no se realizó a una línea de emergencias no fue grabada, y el teléfono no contaba con ninguna función para identificar la procedencia de la llamada.
Se envió al apartamento una patrulla de dos ayudantes del sheriff, y éstos encontraron la puerta entreabierta. Al no recibir respuesta a sus llamadas, los agentes entraron en el apartamento, y pronto descubrieron que la información de la persona que había llamado era correcta. Había un hombre muerto en el interior. Los agentes salieron del apartamento y llamaron a una brigada de homicidios. El caso fue asignado a Jaye Winston y Kurt Mintz, con Winston como detective al mando.
El informe identificaba a la víctima como Edward Gunn, un pintor de casas de cuarenta y cuatro años. Había vivido solo en el apartamento de la avenida Sweetzer desde hacía nueve años.
La búsqueda de antecedentes o actividad delictiva conocida determinó que Gunn tenía un historial de condenas por delitos menores que iban desde solicitar servicios de prostitución hasta repetidos arrestos por intoxicación pública o conducir borracho. Lo habían detenido en dos ocasiones por conducir con una elevada tasa de alcoholemia en los tres meses previos a su muerte, la última la noche del 30 de diciembre. El treinta y uno, pagó la fianza y quedó en libertad. Menos de veinticuatro horas después estaba muerto. Los registros también mostraban una detención por un crimen que no resultó en condena. Seis años antes Gunn había sido detenido por el Departamento de Policía de Los Ángeles e interrogado por un homicidio. Más tarde quedó en libertad sin cargos.
De acuerdo con los informes de investigación que Winston y su compañero habían incluido en el expediente de asesinato, no se había robado nada, por lo cual se desconocía el móvil del asesinato. Otros residentes del bloque de ocho apartamentos declararon que no habían oído ruidos ni alboroto procedente del apartamento de Gunn en la noche de fin de año. Si surgió algún sonido del apartamento durante el crimen, éste quedó ahogado por el rumor de una fiesta organizada por un inquilino que vivía justo debajo. La fiesta había durado hasta bien entrada la mañana del 1 de enero. Gunn, según varios asistentes a la velada que habían sido interrogados, no había sido invitado ni había asistido a la fiesta.