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Mientras daba cuenta de una hamburguesa en el Cherokee inclinado sobre el envase, su móvil sonó. Dejó la hamburguesa en la caja, se limpió las manos con una servilleta y abrió el móvil.

– Eres un genio.

Era Jaye Winston.

– ¿Qué?

– Multaron el Mercedes de Tafero. Un cuatrocientos treinta CLK negro. Estaba en la zona de quince minutos, justo delante de la oficina de correos. La multa se la pusieron a las ocho y diecinueve del día veintidós. Todavía no la ha abonado. Tiene hasta hoy a las cinco, si no le requerirán el pago.

McCaleb se quedó reflexionando en silencio. Sentía que las sinapsis nerviosas se disparaban como una cadena de fichas de dominó por su columna vertebral. La multa suponía un cambio radical. No probaba absolutamente nada, pero le decía que estaba en el buen camino. Y en ocasiones saber que estabas en el buen camino era mejor que tener la prueba.

Sus pensamientos saltaron a su visita al despacho de Tafero y las fotografías que había visto.

– Eh, Jaye, ¿has podido ver algo del caso de Bosch con su antiguo teniente?

– No tuve que ir a buscarlo. Twilley y Friedman ya tenían un archivo sobre eso hoy. El teniente Harvey Pounds. Alguien lo mató unas cuatro semanas después del altercado con Bosch acerca de Gunn. Bosch era un posible sospechoso por el resentimiento, pero aparentemente lo consideraron inocente, al menos el Departamento de Policía de Los Ángeles. El caso está abierto, pero inactivo. El FBI se lo miró de lejos y también ha mantenido el caso abierto. Hoy Twilley me ha dicho que hay gente en el departamento que cree que Bosch fue descartado muy pronto.

– Ah, y supongo que a Twilley le encanta.

– Sí. Ya tenía a Bosch marcado. Cree que lo de Gunn es sólo la punta del iceberg.

McCaleb negó con la cabeza, pero inmediatamente siguió adelante. No podía entretenerse en las debilidades y motivaciones de otros. Tenía mucho en lo que pensar y mucho que planear con la investigación que tenía entre manos.

– Por cierto, ¿tienes una copia de la multa? -preguntó.

– Todavía no. Lo he hecho todo por teléfono, pero la mandarán por fax. La cuestión es que tú y yo sabemos lo que significa, pero dista mucho de ser la prueba de nada.

– Ya lo sé, pero será un buen anzuelo cuando llegue el momento.

– ¿Cuando llegue el momento para qué?

– Para hacer nuestra función. Usaremos a Tafero para llegar a Storey. Ya sabes que es allí adonde apunta.

– ¿Usaremos? Ya lo has planeado todo, ¿verdad, Terry?

– No del todo, pero estoy en ello.

No quería discutir con Winston acerca de su papel en la investigación.

– Oye, se me está enfriando la comida -dijo.

– Bueno, perdona. Sigue comiendo.

– Llámame después. Iré a ver a Bosch más tarde. ¿Sabes algo de Twilley y Friedman?

– Creo que todavía están con él.

– Muy bien. Te llamaré después.

Cerró el teléfono, salió del coche y llevó la caja de la hamburguesa a una papelera. Luego volvió a entrar en el Cherokee y arrancó. En su camino de regreso a la oficina de correos de Wilcox abrió todas las ventanillas para que se fuera el olor a comida grasienta.

39

Annabelle Crowe caminó hasta la tribuna de los testigos, concitando todas las miradas de la sala. Era una mujer despampanante, aunque había cierta torpeza en sus movimientos. Esta combinación la hacía parecer joven y vieja al mismo tiempo e incluso más atractiva. Langwiser se ocuparía del interrogatorio. Esperó a que Crowe se sentara antes de romper el encanto en la sala y subir al estrado.

Bosch apenas se había fijado en la entrada de la última testigo de la fiscalía. Se sentó en la mesa de la acusación con la vista baja, sumido en sus pensamientos de la visita de los dos agentes del FBI. Los había calado rápidamente. Habían olido sangre en el agua y sabía que si lo detenían por el caso Gunn el seguimiento mediático que obtendrían no tendría fin. Esperaba que dieran el paso en cualquier momento.

Langwiser procedió con rapidez con una serie de preguntas generales a Crowe, estableciendo que era una actriz neófita en cuyo curriculum constaban unos pocos papeles y anuncios, así como una única frase en una película que todavía no se había estrenado. Su historia parecía confirmar las dificultades de tener éxito en Hollywood: una belleza despampanante en una ciudad llena de mujeres hermosas. Todavía vivía gracias al dinero que le enviaban sus padres desde Alburquerque.

Langwiser pasó a la parte importante del testimonio: Annabelle Crowe había tenido una cita con David Storey la noche del 14 de abril del año anterior. Tras una breve descripción de la cena y las bebidas que la pareja tomó en Dan Tana's, en West Hollywood, Langwiser pasó a la última parte de la velada, cuando Annabelle acompañó a Storey a la casa que el director de cine tenía en Mulholland.

Crowe declaró que ella y Storey compartieron una jarra entera de margaritas en la terraza trasera de la casa antes de ir al dormitorio de Storey.

– ¿Y fue usted voluntariamente, señorita Crowe?

– Sí.

– ¿Tuvo relaciones sexuales con el acusado?

– Sí.

– ¿Y fue una relación mutuamente consentida?

– Sí.

– ¿Ocurrió algo inusual durante esa relación sexual con el acusado?

– Sí, empezó a estrangularme.

– Empezó a estrangularla. ¿Cómo ocurrió eso?

– Bueno, supongo que cerré los ojos un momento y sentí que él estaba cambiando de posición. Él estaba encima de mí y yo noté que deslizaba la mano por detrás de la nuca y de algún modo me levantó la cabeza de la almohada. Entonces sentí que deslizaba algo… -Se detuvo y se tapó la boca con la mano, mientras trataba de mantener la compostura.

– Tómese su tiempo, señorita Crowe.

Daba la impresión de que la testigo estaba conteniendo las lágrimas. Al final dejó caer la mano y cogió el vaso de agua. Tomó un sorbo y miró a Langwiser, con una determinación renovada.

– Sentí que deslizaba algo por encima de mi cabeza. Abrí los ojos y lo vi apretando una corbata en torno a mi cuello. -Se detuvo y tomó otro trago de agua.

– ¿Podría describir esa corbata?

– Tenía un dibujo de diamantes azules sobre un campo granate. La recuerdo perfectamente.

– ¿Qué ocurrió cuando el acusado apretó con fuerza la corbata en torno a su cuello?

– ¡Me estaba estrangulando! -replicó Crowe estridentemente, como si la pregunta fuera estúpida y la respuesta obvia-. Me estaba estrangulando. Y no paraba de… moverse dentro de mí… y yo traté de resistirme, pero era demasiado fuerte para mí.

– ¿Dijo él algo en ese momento?

– No paraba de decir «tengo que hacerlo, tengo que hacerlo» y gemía y no dejaba de tener sexo conmigo. Tenía los dientes apretados y yo…

Ella se detuvo de nuevo y esta vez lágrimas sueltas se deslizaron por sus mejillas, una poco después de la otra. Langwiser se acercó a la mesa de la acusación y sacó una caja de pañuelos de papel. La levantó y dijo:

– Señoría, ¿da usted su permiso?

El juez le permitió que se acercara a la testigo con los Kleenex. Langwiser los entregó y luego volvió al estrado. La sala estaba en silencio, salvo por los sonidos del llanto de la testigo. Langwiser rompió el momento.

– Señorita Crowe, ¿necesita un descanso?

– No, estoy bien. Gracias.

– ¿Se desmayó cuando el acusado trató de estrangularla?

– Sí.

– ¿Qué es lo siguiente que recuerda?

– Me desperté en su cama.

– ¿Y él estaba allí?

– No, pero oí que corría agua en la ducha. En el cuarto de baño de al lado del dormitorio.

– ¿Qué hizo usted?

– Me levanté para vestirme. Quería irme antes de que él saliera de la ducha.

– ¿Su ropa estaba donde la había dejado?