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Esperó hasta que supo por el sonido que el papel había quedado reducido a nada. Apagó la trituradora y se limitó a mirar el agua que corría por el fregadero.

Lentamente, levantó la vista y miró a través de la ventana de la cocina hacia el paso de Cahuenga. Las luces de Hollywood brillaban, reflejo de las estrellas de todas las galaxias. Pensó en toda la maldad que había ahí fuera. Una ciudad con más cosas malas que buenas. Un lugar donde la tierra podría levantarse bajo tus pies y tragarte hacia la oscuridad. Una ciudad de luz perdida. Su ciudad. La ciudad de la segunda oportunidad.

Bosch asintió y se dobló. Cerró los ojos, puso las manos bajo el agua y se las llevó a la cara. El agua estaba fría, vigorizante, como pensaba que debería ser todo bautismo, el inicio de una segunda oportunidad.

48

Todavía olía a pólvora quemada. McCaleb estaba de pie en el camarote principal y miró en torno a sí. Había guantes de goma y otros desperdicios esparcidos por el suelo. Había polvo negro para tomar huellas dactilares por todas partes, encima de cada objeto. La puerta de la sala había desaparecido y lo mismo había ocurrido con la jamba, arrancada de la pared. En el pasillo habían quitado un panel entero. McCaleb se acercó y miró el suelo donde el hermano pequeño de Tafero había muerto a consecuencia de las balas que él había disparado. La sangre se había secado y mancharía de modo permanente los listones del suelo. Siempre estaría allí para recordárselo.

Al mirar la sangre, recordó los disparos que había efectuado; las imágenes de su mente se movían a velocidad mucho más lenta que la real. Pensó en lo que Bosch le había dicho en la terraza, lo de dejar que el hermano pequeño lo siguiera. Reflexionó sobre su propia culpabilidad. ¿Acaso su culpa era menor que la de Bosch? Ambos habían puesto las cosas en movimiento. Por cada acción hay una reacción equivalente. No te metes en la oscuridad sin que la oscuridad se meta en ti.

– Hacemos lo que tenemos que hacer -dijo.

Subió al salón y miró al aparcamiento a través de la puerta de cristal. Los periodistas seguían allí, en sus furgonetas. Se había colado en el barco sin que lo vieran. Había aparcado su Cherokee en el otro extremo del puerto deportivo y había tomado prestada una lancha de alguien para llegar hasta el Following Sea. Luego había trepado a bordo y se había introducido sin ser visto.

Se fijó en que las furgonetas tenían las torres de microondas preparadas y que cada uno de los equipos estaban listos para el informe de las once. Los ángulos de las cámaras estaban dispuestos de manera que el Following Sea apareciera una vez más en todas las tomas. McCaleb sonrió y abrió el móvil. Pulsó un número de marcado rápido y contestó Buddy Lockridge.

– Buddy, soy yo. Escucha, estoy en el barco y me voy a casa. Quiero que me hagas un favor.

– ¿Vas a irte esta noche? ¿Estás seguro?

– Sí, esto es lo que quiero que hagas. Cuando oigas que enciendo el Pentas, vienes y me desatas. Hazlo deprisa. Yo haré el resto.

– ¿Quieres que te acompañe?

– No, estaré bien. Coge un Express el viernes. Tenemos salida el sábado por la mañana.

– Vale, Terror. He oído en la radio que el mar está en calma esta noche y que no hay niebla. Pero ten cuidado.

McCaleb cerró el teléfono y fue a la puerta del salón. La mayoría de los periodistas y sus equipos estaban ensimismados y no miraban al barco, porque ya se habían asegurado de que estaba vacío. McCaleb abrió la puerta corredera y salió, volvió a cerrarla y subió rápidamente al puente de mando. Descorrió la cortina de plástico que cerraba el puente y se metió. Se aseguró de que los dos aceleradores estaban en punto muerto, conectó el estárter y metió la llave de contacto.

Al girar la llave, el motor de arranque empezó a quejarse ruidosamente. Mirando hacia atrás por la cortina de plástico vio que todos los periodistas se habían vuelto hacia el barco. Los motores giraron por fin y McCaleb empujó la palanca del acelerador, revolucionando los motores para un arranque rápido. Miró hacia atrás y vio que Buddy venía por el muelle hacia la popa del barco. Un par de periodistas corrían por la pasarela hacia el muelle que tenían detrás.

Buddy soltó rápidamente los dos cabos de la cornamusa y los lanzó al puente de mando. Sin perder un segundo fue hacia el muelle lateral para alcanzar el cabo de proa. McCaleb lo perdió de vista, pero entonces lo oyó gritar.

– ¡Listo!

McCaleb quitó el punto muerto y sacó el barco de su atraque. Al girar hacia el carril principal miró hacia atrás y vio a Buddy de pie en el muelle lateral y a los periodistas detrás de él.

Una vez que estuvo lejos de las cámaras, descorrió las cortinas y las sacó. Soplaba aire frío en el puente de mando. McCaleb avistó las luces intermitentes de las boyas y puso el barco en su camino. Miró hacia adelante, más allá de las boyas, hacia la oscuridad. No vio nada. Conectó el Raytheon y vio ante él lo que sus ojos no podían distinguir. La isla estaba allí, en la pantalla del radar.

Diez minutos más tarde, después de que hubo traspasado la línea del puerto, McCaleb sacó el teléfono de la chaqueta y llamó a su casa. Sabía que era demasiado tarde y que se arriesgaba a despertar a los niños. Graciela respondió con una nota de urgencia en su susurro.

– Perdona, soy yo.

– Terry, ¿estás bien?

– Ahora sí. Voy hacia casa.

– ¿Estás cruzando de noche?

McCaleb pensó un momento en la pregunta.

– No me pasará nada. Puedo ver en la oscuridad.

Graciela no dijo nada. Tenía una habilidad especial para saber cuándo su marido estaba diciendo algo y hablando de otra cosa distinta.

– Enciende la luz de la terraza -dijo él-. La buscaré cuando esté cerca.

Cerró el teléfono y aceleró los motores. La proa empezó a levantarse y luego se niveló. McCaleb pasó la última boya, veinte metros a su izquierda. Estaba en camino. Una luna creciente estaba en lo alto del cielo y proyectaba una estela resplandeciente de plata líquida para que él la siguiera hasta su hogar. Se aferró con fuerza al timón y pensó en el momento en que había pensado que realmente iba a morir. Recordó corno la imagen de su hija había acudido a reconfortarle. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. Pronto la brisa marina las secó en su rostro.

Agradecimientos

El autor quiere mencionar con gratitud la ayuda de muchas personas durante la redacción de este libro. Entre ellas John Houghton, Jerry Hooten, Cameron Riddell, Dawson Carr, Terrill Lankford, Linda Connelly, Mary Lavelle y Susan Connelly.

Por las palabras de apoyo y la inspiración justo cuando las necesitaba, doy las gracias a Sarah Crichton, Philip Spitzer, Scott Eyman, Ed Thomas, Steve Stilwell, Josh Meyer, John Sacret Young y Kathy Lingg.

El autor está en deuda con Jane Davis por su excelente gestión de www.michaelconnelly.com. A Gerald Petievich y Robert Crais les debo mi agradecimiento por su excelente consejo profesional estúpidamente desaprovechado -al menos hasta el momento- por el autor.

Este libro, como los que lo precedieron, no existirían de forma publicable sin los excelentes esfuerzos de su editor, Michael Pietsch, y correctora de pruebas, Betty Power, así como de todo el equipo de Little, Brown and Company.

Y todo este trabajo se habría malogrado de no haber sido por los esfuerzos de muchos libreros que pusieron las historias en manos de los lectores. Gracias.

Por último, mi especial agradecimiento a Raymond Chandler por inspirarme el título de esta novela. Al describir en 1950 el tiempo y el lugar desde el que pintó sus primeros relatos criminales, Chandler escribió: «Las calles estaban oscuras con algo más que la noche.»

A veces todavía lo están.

michael connelly Los Ángeles

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