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Incluso desde el otro lado de la estancia podía ver el brillo pícaro en los ojos de la joven, que reflejaban el mismo color esmeralda del vestido.

Maldición, lady Emily estaba radiante. Espectacular. Conseguía que todo lo que la rodeaba adquiriera un anodino tono gris. Cerró los puños con fuerza y apretó los labios en un inútil esfuerzo por contener el abrumador deseo de hundir los dedos entre sus brillantes cabellos y deslizar la boca por aquella suave garganta… por aquella piel sedosa que él sabía que olía de manera deliciosa. Clavó la vista en la garganta desnuda de la joven y al instante su mente conjuró una imagen de un collar de esmeraldas adornando aquella piel marfileña. Sí… un collar de esmeraldas y… nada más. Salvo las manos y la boca de Logan.

La mirada del americano regresó a los exuberantes labios de Emily, que en ese momento esbozaban una amplia sonrisa. Esa sonrisa que ofrecía de buen grado a los demás, pero que jamás se había dignado a brindarle a él. Como si quisiera demostrar que estaba en lo cierto, la sonrisa de la joven se desvaneció en cuanto sus miradas se encontraron.

Maldita sea, ya era suficientemente malo haberse quedado mirándola, pero que lo pillara haciéndolo lo irritaba sobremanera. Cualquier rastro de picardía abandonó los ojos de lady Emily, y en su lugar apareció una expresión de desolación absoluta que él no había visto antes. Aquella mirada desolada le dejó aturdido y le llegó al corazón de una manera totalmente inesperada. Emily siempre había sido una joven alegre y vivaz. Incluso cuando le fulminaba con la mirada. Fuera lo que fuese lo que había provocado esa mirada sombría, debía de haber sucedido hacía poco tiempo, pues él no había detectado aquellas señales de infelicidad por la tarde. ¿Qué le habría sucedido para que sintiera tal tristeza?

Se vio inundado por una oleada de preocupación y, antes de que pudiera pensárselo dos veces, se dirigió directamente hacia ella. Deseando, necesitando, por razones que no podía comprender, ofrecerle algún tipo de consuelo o de ayuda.

Sin embargo, en el mismo instante en que él comenzó a moverse, ella parpadeó y su expresión se aclaró. Logan se detuvo y durante varios largos segundos se quedaron mirando fijamente el uno al otro. Luego, antes de que él pudiera desviar la vista, ella volvió a prestar atención a sus amigas sin ni siquiera parpadear para reconocer su presencia.

Una extraña sensación a la que no podía dar nombre atravesó a Logan. Sin duda no era dolor. A Logan no le importaba si ella reconocía su presencia o no. Y, desde luego, tampoco podían ser celos. ¿Qué importaba que ella le sonriera a todos menos a él? Claramente, aquello era el fastidio que sentía por que lo hubiera pillado mirándola. Y por qué se hubiera comportado como un tonto al imaginar que ella agradecería su ayuda por lo que fuera que la estuviese preocupando. Si es que realmente había algo que le preocupara. Lo más probable era que el desasosiego de lady Emily se debiera a alguna crisis, como haber perdido un pendiente o que se le hubiera manchado el vestido.

Bien, Logan no tenía por qué preocuparse de que lo pillara mirándola de nuevo. No tenía intención de volver a mirarla durante el resto de la noche, así que cogió una copa de champán -que no tenía ningún deseo de tomar -de la bandeja que un lacayo le tendía y centró su atención en el resto de la gente. Observó que no era el único hombre que miraba a lady Emily. Un joven rubio que estaba parado cerca de las puertas que conducían a la terraza la miraba como si estuviera imaginando qué prenda quería quitarle primero.

Logan arqueó las cejas mientras intentaba recordar el nombre del hombre. Le recordaba algo desagradable… algo que tenía un sabor espantoso. Ah, sí, ahora lo recordaba. Aceite de ricino [1]. El nombre de aquel bastardo que se comía con los ojos a lady Emily era lord Kaster. Logan tuvo el repentino deseo de estrellar el puño contra los globos oculares de aquel cretino. Y de meter su perfectamente peinada cabeza rubia en la ponchera. Justo entonces, otro hombre reclamó la atención de Kaster y el muy bastardo tuvo que hacer un evidente esfuerzo para apartar la mirada de la joven.

Sintiéndose como un gato enfurecido, Logan volvió a pasear la vista por los invitados. Parecía como si todo Londres hubiera acudido a la fiesta. Jamás dejaba de sorprenderle la multitud de personas que asistía a esas veladas. Para él no eran más que una oportunidad de hacer negocios, no un disfrute social; no le gustaban las multitudes. Esa noche había considerado seriamente quedarse en casa. Todavía le afligían las visitas que había hecho a los hombres heridos en el incendio de El Marinero y la reunión con Velma Whitaker y su hija Lara… Maldita sea, jamás olvidaría el rostro devastado y manchado de lágrimas de la mujer ni el de la niña que lo miró con unos ojos enormes mientras se aferraba a las faldas de su madre y le dijo con voz temblorosa: «Papá nunca volverá a casa.»

Pensaba ocuparse de que no les faltara de nada, pero como él sabía demasiado bien, el dinero no podía reemplazar a las personas ni podía curar los corazones rotos. Ni podía borrar la imagen de esa niña huérfana de su mente. Por ese motivo decidió acudir finalmente a la fiesta; si se hubiera quedado en casa, se habría sentado en un sillón sin hacer otra cosa que recordar algo que quería olvidar. Algo en lo que no le gustaba pensar.

La soledad.

Había estado solo durante años, y ya estaba cansado. Ya no quería estar solo. En especial esa noche.

Esa bulliciosa fiesta abarrotada de gente satisfacía plenamente sus propósitos. Cuantos más invitados, más mujeres entre las que poder elegir.

Clavó la mirada en una hermosa rubia que había cerca de la ponchera. Ah, sí, Celeste Melton, lady Hombly. Una viuda cuyo anciano marido había muerto convenientemente dos años antes tras un breve matrimonio, dejándole a ella el título de condesa y mucho dinero del que disfrutar. La joven, acompañada de su abogado, le había visitado unos meses antes para pedirle consejo financiero. Él le aconsejó que no invirtiera en los fondos que ella había estado considerando y sí en una de sus empresas navieras. La condesa aceptó la sugerencia y además le había dejado bien claro que estaba interesada en algo más que en aquellas inversiones. Aunque Logan no podía negar la belleza de la mujer, de un físico perfecto, ésta no lograba encender ni una chispa de pasión en él, como le ocurría con la mayoría de las mujeres de belleza perfecta.

Esa noche, sin embargo, valdría para sus propósitos. El hecho de que lady Hombly tuviera el cabello rubio pálido y los ojos azul claro -justo lo contrario a «cierta dama en la que se negaba a seguir pensando»-y esto la hiciera todavía más perfecta, no tenía importancia.

Estaba a punto de dirigirse hacia ella cuando le detuvo una voz a su lado.

– Algo, o mejor dicho alguien, parece haber captado tu atención por completo, Jennsen.

Logan se dio la vuelta y se encontró con la mirada especulativa de Daniel Sutton. No podía negar que el conde no le había caído especialmente bien cuando lo había conocido en una fiesta campestre en la casa de campo del mejor amigo de Daniel, y ahora cuñado, Matthew Devenport, lord Langston. Pero durante los últimos diez meses la opinión de Logan sobre Daniel había cambiado y ahora sentía un profundo respeto por quien había llegado a considerar un buen amigo, tal y como había ocurrido con Matthew, algo sorprendente si tenía en cuenta que no sentía demasiado aprecio por los miembros de la aristocracia británica. Los títulos no significaban nada para Logan, ni tampoco las haciendas que llevaban aparejadas. Eran como cadenas que esclavizaban a los hombres de su clase para que se casaran y procrearan a fin de ceder dichas cadenas esclavizantes al pobre e ingenuo varón de la siguiente generación que tendría que cargar con ellas lo quisiera o no.

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[1] Aceite de ricino en inglés se dice «castor oil», que suena de manera parecida a Kaster. (N. de las T.)