Выбрать главу

– No hace falta -lo cortó el Conde.

– Bueno, yo trabajaba allí y Alexis iba a estudiar a la biblioteca, pues quedaba cerca del Pre donde estaba matriculado. Y el caso es que él sabía quién era yo y, por supuesto, me admiraba. El pobre, no se atrevía a hablarme, porque se habían dicho tantas cosas de mí… pero, ésas sí usted debe saberlas, ¿no? Hasta que un día se atrevió, y me confesó que había leído dos de mis obras y que había estado en un ensayo deElectra Garrigó, y que era la emoción más fuerte que había sentido en su vida… Aquel pobre niño me adoraba, y no hay artista que se resista a la adoración de un joven aprendiz. Bueno, nos hicimos amigos.

– Una sola pregunta más, por ahora -dijo el Conde mientras miraba su reloj. Aquella última historia le parecía la más extraordinaria de todas las oídas y leídas y quiso imaginar qué podía haber sentido aquel hombre aplaudido y mimado por los críticos en el silencio anónimo de una biblioteca municipal, donde sus expectativas se reducían al robo de algún libro apetecible. No, no era tan fácil-. ¿Alexis tenía problemas con alguien? ¿O tenía una relación estable con alguien?

Alberto Marqués no sonrió ni parpadeó esta vez. Sólo movió los larguísimos dedos con los que cubría el extremo del brazo de su sillón.

– Lo que se dice problemas, pues no lo sé. El fue un muchacho tierno, por decirlo de alguna forma. Necesitaba paz y cariño, y en su casa lo trataban como un leproso, se avergonzaban de él, y eso lo convirtió en un tipo reconcentrado, que veía un fantasma en cada sombra. Además, sabía que nunca llegaría a ser un artista, y eso era lo que había soñado ser toda su vida, pero asumió con valor su falta de talento, y eso sí que no sabe hacerlo todo el mundo, ¿verdad?

El Conde pensó: Verdad. Y se preguntó: ¿Eso será conmigo? No, no puede ser, él no me conoce y yo sí tengo talento. Mierda de talento.

– En su trabajo en el Fondo de Bienes Culturales la gente lo quería, sobre todo los artistas, pues siempre los defendía de las auras inmundas de la burocracia, esas sanguijuelas del talento. Y, bueno, creo que sí, que ahora mantenía relaciones bastante estables con un pintor, un tal Salvador K, al que yo no conozco personalmente. ¿Está satisfecho? ¿Quiere ir otra vez al baño? -y ahora sí sonrió.

El Conde se puso de pie: había encontrado un terrible adversario verbal, pensó, y extendió su mano para recibir los huesos descarnados y mal articulados del famoso Alberto Marqués. Era la mano de una rana.

– No quiero ir al baño, pero no estoy satisfecho. Además, me debe el final de la historia de los travestís.

– Ah, claro, príncipe -dijo el Marqués, sin poder contenerse, y agregó-: Perdón, pero es que tengo afición a los títulos nobiliarios, ¿sabe? Pues cuando quiera, señor policía Conde, pero mire: para obligarlo a volver le voy a prestar el libro que escribió el Recio sobre los travestís. Está dedicado a mí, ¿sabe?… Verá de cuánta locura es capaz el ser humano -y sonrió, montándose sobre una cadena de hipidos y parpadeos incontrolables.

El Conde observó la portada del libro: de una crisálida brotaba una mariposa con rostro de persona, grotescamente dividido: ojos de mujer y boca de hombre, pelo femenino y mentón masculino. Se titulabaEl rostro y la máscara; y estaba nada crípticamente dedicado a «El último miembro en activo de la nobleza cubana». Sintió deseos de irse a su casa y ponerse a leer aquel libro que tal vez le diera algunas claves de lo que había sucedido o, cuando menos, le enseñaría algo sobre el mundo oscuro de la homosexualidad. En su disertación travéstica el Marqués mencionó tres actitudes posibles de los transformistas: la metamorfosis como superación del modelo, el camuflaje como forma de desaparición, y el disfraz como medio de intimidación. ¿Cuál habría empujado a Alexis Arayán a vestirse de Elec-tra Garrigó la noche precisa del día de la Transfiguración? Al fin aquella historia estaba empezando a gustarle, pero si quería entender algo debía saber un poco más. Al menos una cosa era segura: Alberto Marqués no podía ser el asesino físico de Alexis Arayán. Con esos brazos hubiera necesitado dos horas para asfixiar al joven, mientras éste se apretaba la nariz con los dedos. Pero también era seguro que Alberto Marqués tenía mucho que ver con aquella muerte vestida de rojo.

Cuando vio a Manuel Palacios recostado en el guarda-fangos del carro, bajo la sombra del primero de los flamboyanes de Santa Catalina, el Conde descubrió cuánto sudaba. Había caminado apenas cuatro cuadras y ya la transpiración le manchaba la camisa, pero su cerebro, aturdido por la información recién acumulada, no había procesado la sensación de calor que ahora se le revelaba húmedamente. Eran casi las cuatro de la tarde y parecía que la temperatura hubiera ascendido varios grados más.

– ¿Qué hubo? -le preguntó el sargento, y el Conde se secó con el pañuelo.

– Un tipo rarísimo que me ha jodido el día. Es más maricón que un domingo por la tarde -dijo, y sonrió, porque la metáfora no le pertenecía: llevaba elcopyright de su viejo conocido Miki Cara de Jeva-. Y tú sabes que yo no resisto a los maricones… Pero este tipo es distinto… El muy cabrón me ha puesto a pensar… Y tú, ¿qué averiguaste?

Mientras el carro avanzaba por Santa Catalina en busca de la Central, Manuel Palacios le contó el primer resultado sorprendente de la autopsia:

– Según tu amigo Flor de Muerto, al tipo no le sacaron nada del culo, Conde: al contrario, le metieron… Dos pesos machos. ¿Cómo te suena eso? ¿Habías oído alguna vez una cosa así?

El Conde movió la cabeza, negando. Pero el sargento no lo dejó procesar su asombro por aquella revelación insólita:

– El hombre que lo mató es blanco, sangre del grupo AB y debe tener entre cuarenta y sesenta años. Posiblemente diestro. Es decir, ya tenemos a un millón y medio de sospechosos…

El Conde se negó a reírle el chiste y el sargento Manuel Palacios terminó su historia: la muerte sí había sido por asfixia, y el asesino apretó la banda, de frente al travestí, y a pesar de eso sólo apareció una mínima muestra de piel ajena en una de las uñas de Alexis. Las huellas del hombre grande indicaban que debía pesar unas ciento ochenta a doscientas libras, que calzaba el nueve, sin defectos en la pisada y probablemente usaba unblue-jean, pues en el lugar del crimen apareció una fibra de mezclilla atrapada en un arbusto. Lo de la posible felación estaba descartado, pues al menos no había restos de semen en la boca del muerto. Huellas dactilares no había ninguna y la banda de seda tampoco daba información utilizable alguna. En el área del crimen no apareció nada especialmente revelador: la basura que siempre hay en esos lugares: una botella, un condón usado, colillas de cigarros, una llave oxidada, cabos de tabaco sin marca y con marcas: Rey del Mundo, Montecristo, Coronas, y un peine de plástico al que le faltaban seis dientes y hasta la muela del juicio…

– Entonces está claro que no hubo pelea -comentó el Conde cuando Manolo terminó su inventario-. Y lo de las monedas…

– Sí, está cabrón, ¿no? Pero lo que a mí me parece más raro es que no lo tirara al río. Te imaginas que si aparece en el mar no hubiéramos sabido de dónde había salido o a lo mejor se lo comían los peces y, si lo encontrábamos, no lo hubiéramos identificado. ¿Entramos en la Central?

– No, no -dijo el Conde, que hizo una pausa para lanzar una mirada autocompasiva hacia la casa de Támara, el más constante de sus amores perdidos, aquella mujer con la piel siempre olorosa a colonias fuertes, con la que había soñado durante los últimos dos mil años de su vida-. Mejor sigue para el Vedado, ahorita me acordé de un amigo mío y quiero hablar con él.