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Apriétale hasta la vida, llévalo bien recio, métele un dedo en un ojo, le había ordenado a Manolo después de explicarle quién era Salvador K. y de encomendarle aquella primera entrevista con el pintor. Y cuando lo vio, el Conde tuvo una prejuiciada esperanza: el tipo tenía un poco más de cuarenta años y debía de pesar unas doscientas libras, se sostenía sobre unos pies grandes -¿llegaría al nueve?- y exhibía brazos de fisiculturista, apropiados para apretar una banda de seda hasta ahogar a un hombre, quizá sin dejarlo combatir.

Sentados en la sala del apartamento, los policías rechazaron las intensas ofertas de agua, té y hasta de café, según correspondía al plan que habían acordado. No, ni agua.

Salvador K. parecía nervioso y trataba de congraciarse con los policías.

– Es una verificación, ¿verdad?

– No, no -dijo Manuel Palacios, y se sentó en el borde del sillón. Al Conde le gustaba aquel estilo agresivo de su raquítico subordinado-. Es algo mucho más serio y usted lo sabe. ¿Quiere hablar aquí o vamos a otra parte?

El pintor sonrió, nerviosamente. Está apendejado, susurró la experiencia del Conde.

– Pero ¿de qué cosa…?

– Entonces hablamos aquí. ¿Qué relación tenía usted con Alexis Arayán?

Como ya le caía mal, el Conde se alegró de ver cómo las últimas esperanzas de Salvador K. naufragaban con la sonrisa que desertó de sus labios.

– Yo lo conozco -dijo, tratando de aparentar cierta dignidad sorprendida-. Del Fondo de Bienes Culturales. ¿Por qué?

– Por dos razones. La primera, porque ayer mataron a Alexis Arayán. La segunda, porque nos han dicho que ustedes eran muy buenos amigos.

El pintor trató de levantarse, pero desistió. Era evidente que le faltaba un plan de acción, o quizás estaba verdaderamente sorprendido.

– ¿Que lo mataron?

– Anoche, en el Bosque de La Habana. Asfixiado.

El pintor miró hacia el interior de la casa, como si temiera alguna presencia inesperada. El Conde se montó sobre la mirada de Salvador y entonces se le ocurrió una pregunta, pero decidió esperar.

– ¿De verdad quiere hablar aquí? -insistió Manolo.

– Sí, sí, ¿por qué no?… Así que lo mataron. Pero, ¿yo qué tengo que ver con eso?

Manuel Palacios se permitió una sonrisa.

– Mire, Salvador, esto es muy delicado, pero hay gente que comenta que la amistad de ustedes era algo más que una amistad.

Ahora sí se puso de pie, ofendidísimo, con sus brazos musculosos en tensión.

– ¿Qué usted está diciendo?

Lo que he oído decir. ¿Quiere que se lo diga más claro? Pues se dice que usted y él mantenían relaciones homosexuales.

Todavía de pie, el pintor trató de sobreponerse al desastre:

– No le permito…

– Está bien, no lo permita, pero vaya a la calle y grítelo en público, a ver qué le dicen.

Salvador pareció pensarlo y no le gustó la idea. Sus músculos empezaron a perder vapor y regresó a la inferioridad del asiento.

– Son los envidiosos. Los chismes, las malas lenguas, los frustrados…

– Claro, debe ser eso… Pero es que Alexis apareció muerto vestido de mujer -dijo Manuel Palacios y sin darle tiempo a Salvador, dobló por un recodo de la conversación-. ¿Cuándo lo vio por última vez?

– Ayer por la mañana, en el Fondo. Llevé unos cuadros para venderlos. ¿Estaba vestido de mujer?

– ¿Y de qué hablaron? Trate de recordar.

– De los cuadros. A él no le gustaron mucho. El era así, se metía en lo que no le importaba. A lo mejor por eso lo mataron.

– Y de esas relaciones de ustedes, ¿qué me dice?

– Que eso es una calumnia. Que venga alguien y me diga en mi cara que me vio…

– Eso es más difícil, tiene razón. ¿Entonces lo niega?

– Claro que lo niego -dijo, y pareció más seguro.

– ¿Cuál es su grupo sanguíneo, Salvador?

La seguridad se le esfumó otra vez. El Conde le apuntó una raya al sargento Palacios. El nunca hubiera hecho en ese momento aquella pregunta, sino la otra que le rondaba en la cabeza. Definitivamente, Manuel Palacios era mejor.

– No sé, la verdad -dijo, y en realidad parecía despistado.

– No se preocupe, lo podemos averiguar en el policlínico. ¿Cuál es el que le corresponde a usted?

– El de Diecisiete y J, el que está en esa esquina. -¿Y no lo vio por la noche?

– Ya le dije que no. ¿Pero qué tiene que ver mi sangre?

– ¿Y dónde estuvo usted ayer por la noche, entre las ocho y las doce?

– Pintando, en el estudio que tengo en Veintiuno y Dieciocho. Oiga, yo no sé nada…

– Ah… ¿y quién lo vio allí?

Salvador miró al suelo, como buscando un punto de apoyo que se le escapaba constantemente. Su miedo y su confusión eran tan visibles como sus músculos.

– No sé, ¿quién me puede haber visto? No sé, allí yo trabajo solo, pero llegué como a las seis y trabajé hasta las doce, más o menos.

– Y nadie lo vio. ¡Qué mala suerte!

– Es un garaje -intentó explicar-, está fuera del edificio, y si no hay nadie parqueando al lado…

– Veintiuno y Dieciocho está muy cerca del Bosque de La Habana, ¿verdad?

El hombre no respondió.

– Oiga, Salvador -intervino entonces el Conde. Pensó que era un buen momento para mover un poco la dirección del diálogo- ¿Qué significa la K?

– Bueno, mi apellido es Kindelán, por eso firmo K.

– Previsible. Otra cosa que hace rato quiero preguntarle. Es que veo aquí reproducciones de cuadros famosos, pero ninguna obra suya. ¿Eso no es raro?

El pintor sonrió, al fin. Parecía volver a terreno seguro y respiró sonoramente.

– ¿Usted nunca ha oído la anécdota de los amigos de Picasso que van a su casa a comer y no ven en todo el lugar un solo cuadro de Picasso? Pues uno le pregunta, intrigado: Oiga, maestro, ¿y por qué no tiene aquí ninguna obra suya? Y entonces Picasso le dice: No puedo darme ese lujo. Los Picassos son demasiado caros…

El Conde imitó una sonrisa, para acompañar a la de Salvador.

– Ya entiendo, ya entiendo… Déjeme preguntarle algo más. Me han dicho que Alexis era católico. ¿Usted sabe si iba a la iglesia?

– Sí, creo que sí.

– Y ayer, cuando usted lo vio, u otro día, ¿le habló algo de la fiesta de la Transfiguración?

El pintor bajó la vista, para hacer evidente su esfuerzo por recordar. El Conde supo que pensaba cuál podía ser la mejor respuesta.

– No sé, no me suena. Pero sí me acuerdo de que ayer tenía una Biblia en el buró… ¿Y eso qué tiene que ver?

– No, es pura curiosidad de policía… Otra cosa, Salvador, ¿por qué usted cree que Alexis se vistió de mujer anoche?

– Y yo qué sé… ¿Por qué tengo que saberlo? Ya le dije que son chismes…

– Claro, claro, usted no tiene que saberlo. Bueno, está bien por hoy -dijo entonces el Conde, como si estuviera muy fatigado, y el más sorprendido con aquel desenlace fue el sargento. El Conde lanzó una queja cansada mientras se ponía de pie, y miró a los ojos del pintor-. Pero vamos a volver, Salvador, y métase esto en la cabeza: procure estar limpiecito, porque le veo unas cuantas papeletas para ganarse la rifa. Buenas tardes.

Con las últimas protestas del pintor salieron a la calle y montaron en el auto. El sargento Manuel Palacios arrancó dando un giro brusco y dobló en la primera esquina.

– Así que la transfiguración… ¿Por qué nos fuimos, Conde? ¿Tú no viste cómo lo tenía?

El Conde encendió un cigarro y bajó la ventanilla.

– Dale suave, dale suave -le exigió al sargento y agregó-: ¿Qué tú querías, que el hombre te dijera que sí, que es un bugarrón que se aprovechaba del otro para vender todas sus piezas y que anoche lo mató porque Alexis le dijo que sus cuadros eran una mierda? No jodas, Manolo, le sacaste lo que había que sacarle y ya no daba más… Ahora que verifiquen lo de la sangre y que lo investiguen en el Fondo y en el estudio ese que tiene en Veintiuno y Dieciocho, a ver si alguien lo vio anoche. Di en la Central que te den un par de gentes, mejor si son Crespo y el Greco, y déjame a mí en la casa, que tengo que leer un libro. Tú acuéstate temprano, que mañana vamos a ver a Faustino Arayán y como a diez personas más… ¿Y quieres que te diga una cosa? Tú eres mejor policía que yo… Lástima que estés tan flaco y que a veces te pongas bizco.