El Conde se alejó de la ventana y de sus recuerdos cuando sintió el llamado selvático de sus tripas enardecidas por la inactividad. Estaba cayendo la tarde y salvo dos pescados oscuros y de mala espina, refugiados en el fondo del congelador, no había otras provisiones comestibles en su casa. Miró el reloj: eran las siete y cuarenta y cinco, y entonces marcó un número de teléfono.
– José, soy yo.
– Claro que eres tú, Condesito.
– Vieja, tengo hambre.
– ¿Y me llamas a esta hora? Tú siempre haces lo mismo… Pero creo que te salvaste, porque hoy me compliqué buscando unas cositas ahí, y empecé más tarde. Deja ver qué se me ocurre.
– Haz cualquier cosa.
– Cállate, que estoy pensando. Es que tengo frijoles colorados en la candela y estaba escogiendo el arroz… Bueno, ven para acá, que tengo una idea.
– Bandeja paisa -anunció Josefina, y sus ojos brillaron con el orgullo y la satisfacción que debió de tener la mirada de Arquímedes poco antes de salir de la banadera.
El Flaco Carlos y el Conde, como dos alumnos poco aventajados, oían la explicación de la mujer: dejarse sorprender era parte del rito: lo imposible se haría posible, lo soñado se transformaría en realidad, y entonces el anhelo cubano por la comida desbordaría de pronto cualquier frontera de la realidad pautada por cuotas, libretas y ausencias irremediables, gracias al acto mágico que sólo Josefina era capaz de provocar y estaba provocando.
– Mi tío Marcelo, que ustedes saben que fue marinero, se enamoró una vez en Cartagena de Indias y vivió varios años en Colombia. Pero la mujer era paisa, como ellos le dicen a los de Medellín, y le enseñó a hacer la bandeja paisa, que dice Marcelo, o decía, que en paz descanse, el pobre, que es el plato típico de los paisas. Entonces, como ya tenía frijoles colorados en la candela, cuando tú llamaste me puse a pensar y se me ocurrió: claro, bandeja paisa, y ahí mismo, cuando los frijoles empezaron a cuajar, les eché dentro media libra de picadillo, para que la carne se termine de cocinar con el potaje, ¿me entienden? Y entonces freí unos chicharrones de puerco bien gordos, con su car-nita, unos plátanos maduros, un huevo para cada uno de ustedes, a mí a esta hora no me asienta el huevo, por lo de la vesícula, un chorizo y un bistec de carne de res, con bastante ajo y cebolla, y cociné el arroz blanco con un poco más de manteca de puerco para que se desgrane bien. Los frijoles se pueden comer aparte o echárselos por arriba al arroz. ¿Cómo les gusta más?
– De las dos formas -dijeron a dúo, y el Conde se ubicó detrás de la silla de ruedas de Carlos. Siguiendo las huellas de la madre del Flaco avanzaron hacia el comedor, con la seriedad con que se visita los lugares muy, muy sagrados.
– José -le dijo el Conde a la mujer, mientras tragaba cucharadas de los frijoles con carne-, me salvaste la vida.
– Vieja -dijo Carlos, y extendió una mano para acariciar la de su madre-: partiste el bate. Esto está de tolete… Me voy a hacer paisa, te lo juro.
– Lo malo es que nada más tengo seis cervezas…
Mientras comían, el Conde debió contar lo de la suspensión temporal de su castigo y del nuevo caso en que estaba trabajando. Era otro ritual necesario que el policía hiciera aquellas historias al Flaco y a Josefina, armando una trama de capítulos diarios, hasta llegar al desenlace.
– Pero todo eso es horrible, Condesito.
– Entonces el tipo, digo la tipa, ¿ni pataleó ni tiró un piñazo ni nada? Oye, eso yo no me lo creo, tú.
– Y ese pintor, con mujer y todo, qué horror. En mi época no se veían esas cosas… Lo que sí no entiendo es por qué has metido al pobre Jesucristo en una historia tan fea.
El Conde sonrió, mientras se chupaba los dedos, chorreados por la manteca de los chicharrones. Se limpió con el pañuelo y encendió un cigarro, después de beber un goloso trago de su segunda cerveza.
– Oye, Flaco -habló al fin-, ¿tú todavía tienes guardado el ejemplar aquel deLa Viboreña?
– Claro que sí.
– Me hace falta que me lo prestes.
– Está bien, pero lo lees aquí.
– No jodas, déjame llevármelo.
– Ni loco, tú. Si tú lo habías botado y yo lo recogí.
– Te juro por tu madre que lo voy a cuidar -prometió el Conde, sonriendo y armando una cruz con los dedos, y Josefina también sonrió, porque la alegría visible de aquel hijo inválido desde hacía diez años, y la de aquel otro hombre atormentado y siempre hambriento que también era como su hijo, significaban la única cuota de felicidad que le iba quedando en un mundo donde las vesículas dejaban de funcionar y donde se veía cada cosa que daba horror. La felicidad parecía ser algo del pasado, cuando su hijo y el Conde se encerraban por las tardes a estudiar y a oír música, y ella confiaba en que un día la casa se le llenaría de nietos y Carlos colgaría de la pared de la sala su título de ingeniero, y el Conde le regalaría su primer libro, y todo sería consecuente y apacible, como debe ser la vida. Pero ni la certeza de su equivocación impidió que siguiera sonriendo cuando dijo:
– Voy a hacer el café -y salió.
– Oye, Conde, hoy por la tarde me llamó Andrés. Me preguntó por ti.
– ¿Y ése en qué anda?
– Dice que está complicado en el hospital, pero que mañana pasa por aquí a hablar conmigo.
– Entonces dile de mi parte que compre un litro y venga a vernos una de estas noches, ¿no?
El policía terminó de vaciar su segunda cerveza y miró hacia la oscuridad que había más allá de la ventana. Su estómago, su cuerpo y su mente respiraban aliviados y tuvo la sensación de que sus músculos y su cerebro se distendían, perdían electricidad, y que estaba al borde de aquellos momentos de confidencias y sentimentalismo que solía tener con el Flaco Carlos, allí en su casa. Todos los escudos, corazas, cascos y hasta máscaras con que debía andar por el mundo -como cualquier insecto perseguido- caían al suelo, y una ligereza espiritual, necesaria y ansiada, sustituía los miedos, las precauciones y las mentiras de uso diario, tan recurridas como aquelblue-jean cotidiano que pedía a gritos un baño de urgencia. Y entonces dijo:
– No se me va de la cabeza la historia de la Transfiguración… ¿Sabes que todavía me acuerdo de cuando la oí contar por primera vez? Además, Flaco, no sé, creo que me están entrando ganas de escribir.
– ¡Cono! -exclamó Carlos, y golpeó la mesa con una de sus manos de superpesado-. ¿Qué pasó? ¿Te enamoraste otra vez?
– ¡Ojalá!
– ¡Ojalá! -repitió el otro, que entonces miró con ojos incrédulos su botella de cerveza: ¿cómo coño se le habría vaciado? Y el Conde esperó tranquilamente la proposición que le faltaba escuchar-. Salvaje, ve a comprar un litro de ron, que eso sí hay que festejarlo.