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– Veintiocho años -calculó el Conde.

Lo dijo en voz alta para tratar de creerlo, utilizó los dedos mientras volvía a sacar la cuenta groseramente abultada, que podía amontonar tantos, tantos años, y empezó a admitirlo cuando sintió que lo embargaba la ansiedad de lo irrecuperable. Entonces el tiempo se le hizo una sensación rispida y localizable, como un dolor que se expandía desde el estómago y empezaba a oprimirle el pecho: junto a él estaba su madre, con un breve pañuelo blanco sobre el pelo tan negro y aquel vestido de hilo -¿de hilo?-, crujiente por las aguas de yuca macerada en que lo sumergía antes de someterlo al rigor de la plancha, y recuperó para sus dedos el tacto antagónico de la baba suave y azulosa del almidón y la severidad final de la tela ya planchada, como la sintió unos minutos antes de entrar en la iglesia, mientras su madre le daba aquel abrazo que su hijo jamás podría olvidar. Vas a ser un santo, le dijo ella, eres mi niño lindo, le dijo, y la pureza blanca de las telas que los envolvían aquella mañana de domingo traspasó sus poros y tocó su alma: Soy puro, pensó, mientras avanzaba hacia la primera fila de bancos para escuchar la misa que diría el padre Mendoza y recibir, al fin, aquella pastilla crecida y de sabor milenario que debía cambiar su vida: al caer sobre su lengua pertenecería definitivamente a un clan privilegiado: los que tenían derecho a la salvación, pensó, y se volvió para mirarla, y ella le sonrió, tan hermosa con su pañuelo y su vestido blanco de hacía veintiocho años.

El padre Mendoza saltó del altar del recuerdo a la puerta de la realidad que por dos veces había tocado el Conde. Aunque sus relaciones espirituales nunca habían vuelto a reanudarse después de aquel remoto domingo de pureza jamás recuperada, el cura y el disidente habían mantenido siempre una relación afable, en la que el clérigo insistía en calificar al Conde de místico sin fe y éste en decir que el padre Mendoza era un viejo ladino, capaz de hacer cualquier cosa por ganar -o recuperar- a un creyente. Durante esos años, sin embargo, los diálogos entre ellos siempre habían ocurrido en plena calle, fruto de encuentros casuales, pues el Conde nunca había vuelto a visitar la iglesia del barrio ni la casa contigua donde vivía el padre y en la que había sido instruido en el catecismo necesario para acceder a la comunión con lo sagrado y lo eterno.

– Dios mío, ¿será un milagro? -dijo el padre Mendoza cuando sus ojos todavía enrojecidos por el sueño y nublados por los años le permitieron recolocar en su mente la imagen del visitante matutino.

– Ya no ocurren milagros, padre. ¿Cómo está usted?

El cura sonrió, mientras le cedía el paso hacia la sala de la casa.

– Siempre ocurren milagros. Y yo estoy hecho una ruina, ¿o es que tú tampoco ves?

– Veo, pero no es para tanto. Los dos nos ponemos viejos a la misma velocidad.

– Pero yo te llevo como cuarenta años de ventaja. ¿Y qué te pasa? ¿Vienes por fin a confesar tus múltiples pecados?

El Conde ocupó el sofá de madera y pajilla, pues no había olvidado que el balance de altísimo respaldo era la única propiedad terrenal que el cura defendía con vehemencia de mercader. El padre Mendoza, como siempre, se acomodó en su sillón y empezó a mecerse con un ritmo frenético.

– No se embulle, padre: aquella decisión era para siempre.

– Ese es tu mayor pecado, Condesito: la arrogancia. Y el otro, yo lo sé bien, es que te tienes miedo a ti mismo… Sabes que algún día caerás…

– No esté tan seguro, padre. ¿Sabe cuántos años hacía que no entraba aquí?

– Veintiocho -dijo el cura como si no necesitara pensarlo, y el Conde sospechó que había lanzado una cifra y por casualidad cayó en el número marcado.

– Justamente veintiocho, pero no haga milagros baratos.

El cura sonrió otra vez.

– No te asustes, que no me acuerdo por ti… El día de tu comunión murió mi padre. Lo supe diez minutos antes de decir misa. Fue la peor misa de mi vida, o la mejor, todavía no sé. Y también fue la última vez que tuve una duda sobre la bondad de Dios.

– ¿Y por qué ese día habló de la Transfiguración?

El cura casi cerró los ojos, como si necesitara mirar hacia dentro.

– No soy el único que se acuerda de ese día, ¿no?

– No -admitió el Conde.

– Espérate, déjame brindarte café. Y déjame decirte que no le brindo café a todo el mundo. Imagínate, aquí vienen a verme como veinte personas todos los días, y todavía no he aprendido el milagro de multiplicar los sobrecitos de café que me dan por la libreta…

El padre Mendoza saltó del sillón como expulsado por el balanceo y el Conde sintió en el alma aquella sensación de vitalidad que despedía el viejo párroco. Observó entonces la sala de la casa, las paredes de madera con varias escenas del vía crucis -allí estaban todas las caídas- y la estatua brillante de san Rafael Arcángel, réplica exacta de la que había en la iglesia, bajo la cual se sentaban -veintiocho años antes- los muchachos asistentes al catecismo para escuchar las lecciones de la señorita Mercedes y el padre

Mendoza. Del carajo, pensó cuando el cura regresó con una taza de café, que su estómago, devastado por el alcohol y la falta de sueño, agradeció piadosamente.

– ¿Todavía fumas? -le preguntó al Conde, que asintió-. Pues regálame uno, que hoy me voy a permitir ese placer.

El Conde sacó dos cigarros de su cajetilla y acercó el mechero al del cura y luego al suyo. Al mismo tiempo los dos expulsaron el humo, que los envolvió en una nube común.

– Quiero hablar con usted de la Transfiguración. Me pasó algo que me recordó ese pasaje, pero estoy suspenso en historia bíblica.

El cura, que había recuperado la velocidad del balanceo, contempló su cigarro antes de hablar.

– Ya sabía yo que querías utilizarme… ¿Sabes por qué aquel día dije en la misa el pasaje de la Transfiguración?

El Conde, con los ojos cansados de perseguir el péndulo que marcaba la cara del padre, miró hacia el cuadro que representaba la llegada al monte Calvario.

– ¿De verdad quiere que adivine?

– Disculpa, es que me estoy volviendo un viejo estúpido, que hace preguntas estúpidas… Lo hice porque me sentía muy mal, y en ese pasaje, cuando Dios se le aparece a los apóstoles, Jesús comprende como pocas veces el alma humana y les dice a sus discípulos: «Levantaos, no tengáis miedo»… Y no todo el mundo es capaz de entender las dimensiones del miedo. Y aquel día, como comprenderás, yo le tuve mucho miedo a la muerte.

«Seis días después, toma Jesús a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y los sube a un monte alto, a solas. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro brilló como el sol y sus vestidos quedaron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elias hablando con él. Entonces Pedro dijo a Jesús: "Señor, bueno será quedarnos aquí: si quieres yo haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elias". Cuando aún estaba hablando, una nube luminosa los cubrió, y se oyó una voz desde la nube que decía: "Este es mi hijo, el predilecto, en quien me he complacido: escuchadle". Al oír esto los discípulos cayeron sobre su rostro, presos de gran temor. Se acercó a ellos Jesús y, tocándoles, dijo: "Levantaos, no tengáis miedo". Y cuando alzaron los ojos no vieron a nadie, sino a Jesús solo.

»A1 bajar del monte, Jesús les hizo este encargo: "A ninguno digáis esta visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos".»

Este es el capítulo diecisiete de Mateo. Marcos y Lucas también cuentan la Transfiguración, y, oye esto qué interesante, Marcos la vio así: «Sus vestidos se pusieron resplandecientes y muy blancos, como no los puede blanquear ningún batanero de la tierra».

Mira, Conde, los estudiosos dicen que esto ocurrió en el monte Tabor, que está a unos setenta kilómetros de Cesárea de Filipo. Es un monte raro, que sobresale más de trescientos metros sobre la llanura de Esdrelón, y reina en solitario, como si hubiera brotado de la tierra o hubiera caído del cielo. En la meseta del monte los bizantinos levantaron una basílica con dos capillas, que varios siglos después fue reconstruida por los cruzados, que se la confiaron a los benedictinos. Después de las cruzadas, los musulmanes la transformaron en fortaleza en el año 1212. Lo último que sé es que en 1924 se consagró la basílica actual, que tiene un frontón central con dos torres laterales.