– Faustino, ¿usted o su esposa tienen alguna idea de lo que pudo haber pasado la otra noche?
El dueño de la casa se miró las manos, como si allí hubiera una verdad, y enfrentó la mirada del Conde.
– ¿Qué voy a decirle, teniente? Todo eso fue el resultado de una elección equivocada… Alexis escogió su camino y mire cómo terminó. Lo que le digo, es como un castigo… Si se me cae la cara de vergüenza nada más que de pensarlo. Disfrazado de mujer… ¿Quiere que le diga una cosa? -el Conde asintió, como alumno expectante-. Ni su madre ni yo nos merecíamos pasar por esto. Lo único que quiero es que pase el tiempo a ver si nos despertamos de esta pesadilla. Claro que ustedes me entienden…
– Claro -afirmó el Conde y se miró sus propias manos, en busca, quizá, de otra verdad, también posible.
– Es una vergüenza -repitió Faustino, y el Conde lo miró a los ojos por primera vez en toda la conversación: descubrió dos pupilas húmedas, en las que creyó advertir un dolor verdadero y unas lágrimas que tal vez su sentido de la hombría le impedía derramar. Aunque era difícil, tratándose de un hombre tan poderoso y seguro de sí mismo, el policía se sorprendió pensando que podía llegar a tenerle lástima.
– Faustino, quizás usted no sepa nada de esto. Por su relación con Alexis, digo… Pero quizá su esposa, no sé. Pregúntele, por favor, si oyó hablar a Alexis algo del día de la Transfiguración. Es que me interesa el asunto, aunque no pueda explicarle por qué. Es una idea que no se me quita de la cabeza…
Mario Conde empezó a sentir cierto alivio cuando el carro cruzó el túnel del río y avanzó por el Malecón, hacia el centro de la ciudad. El mar tenía la facultad de apaciguarlo, provocándole aquella fascinación que siempre lo envolvía. Y esa mañana el mar era una invitación al sosiego: azul y apacible, como la brisa que entraba por las ventanillas.
– ¿Qué te pareció, Manolo? -le preguntó al fin al sargento, y encendió un cigarro.
El sargento Manuel Palacios tomó la senda derecha y disminuyó un poco la velocidad.
– Es difícil para él. Por lo menos debe de estar en boca de medio cuerpo diplomático, ¿no?… Pero, ¿quieres que te diga algo? Me parece que de alguna manera se alegra. Es como cuando un enfermo de cáncer se muere: si no hay remedio, lo mejor es terminar rápido.
– Sí, puede ser -admitió el Conde, sin saber exactamente qué era lo que podía ser.
– ¿Y ahora? -preguntó Manuel Palacios, dispuesto a aumentar la velocidad.
– No sé bien… Salvador K. parece el dueño del paquete, ¿verdad?, pero también es verdad que no tenemos nada definitivo contra él… Me cago en mi estampa -dijo, y lanzó el cigarro hacia la calle.
– Conde, Conde -Manolo movía la cabeza, como si no pudiera creerlo-: a estas alturas y todavía te pones así. No jodas, si hace falta buscar algo para envolver al pintor, pues vamos a buscarlo, ¿no?
– No hables así. Por lo menos hoy no hables así.
– ¿Y eso por qué?
– Porque estoy preocupado. ¿Ya pudiste averiguar lo que pasó con Maruchi?
El sargento disminuyó un poco más la velocidad.
– No, no he sabido nada… Pero esta mañana no te conté otra cosa que pasó ayer. Me citaron para hoy a las tres los de Investigaciones Internas…
– Y esa gente, ¿qué cosa es lo que quiere contigo?
Manuel Palacios movió la cabeza y el Conde observó que se secaba el sudor de las manos en el pantalón.
– No sé, de verdad que no sé.
El Conde miró hacia la calle, cada vez más llena de baches, los latones desbordados de basura, las casas carcomidas por el salitre y la desidia.
– Si no tienes ningún lío, no te preocupes, pero ten cuidado con lo que dices, ¿está bien? Tú no eres comemierda, Manolo, así que piensa cada respuesta… Pero no cojas barrenillo con eso, debe de ser alguna bobería.
– Está bien, Conde. Qué calor, ¿no?
En el Malecón, a esa hora limpia de la mañana, se congregaban los pescadores con la magra esperanza de que la suerte les pusiera en el anzuelo un lindo ejemplar, capaz de darle una justificada alegría a la mesa familiar. Al ver aquellas siluetas sobre el mar en calma, el Conde los envidió. Sabía que era más saludable para la vida estar allí, con el cordel en el agua y la mente ocupada sólo en el pez posible y en la comida soñada, y no en sucesivas historias de muertes, robos, desfalcos, violaciones, agresiones mayores y menores -que también podían salvarlo de morir de tedio, pensó- y, para colmo, pesquisas de Investigaciones Internas que parecían destinadas a sacar a la luz historias que el Conde ni se imaginaba y que ya le habían costado sus puestos a varios de sus compañeros. ¿Me sacarán algo a mí?, pensó y trató de recordar algún acto punible en su carrera. Quién sabe… ¿Y Maruchi?, ¿qué coño habrá pasado con ella?