El muchacho siguió observándolo como si no lo hubiera entendido, y luego miró hacia sus amigos. El Conde pensó que se imponía una explicación.
– Hace tiempo que no juego y me dieron ganas de coger unas cuantas pelotas…
Entonces Rubén se acercó a los otros jugadores, para no cargar él solo con el peso de la decisión. En este país es mejor consultarlo todo, pensó el Conde, mientras esperaba el veredicto. Las opiniones parecían divididas y el acuerdo demoró más de lo previsible.
– Está bien -dijo al fin Rubén, en su función de intermediario, pero ni él ni los otros parecían complacidos ante aquella concesión.
Mientras discutían la formación de los equipos, el Conde se quitó la camisa y dobló dos veces los bajos de sus pantalones. Por suerte, ese día no había llevado la pistola al trabajo. Puso la camisa sobre el muro de la casa donde había vivido el gallego Enrique -muerto él también, hacía diez, ¿veinte?, ¿mil años?-, y al fin le dijeron que era del equipo de Rubén y que iba a servir al campo. Pero, al verse rodeado de los muchachos, sin camisa como ellos, el Conde sintió la evidencia de que todo resultaba demasiado absurdo y forzado: percibía en la piel la mirada socarrona de los jóvenes y pensó que tal vez debían de verlo como al primer misionero llegado a una tribu remota: era un extraño, con otras palabras y otras costumbres, y no le sería fácil integrarse a aquella cofradía que no lo había solicitado, ni lo quería, ni podía entenderlo. Además, todos aquellos muchachos debían de saber que él era policía y, respondiendo a la ética ancestral del barrio, no les resultaría especialmente grato que otros los vieran en tales confianzas con el Conde, por muy amigo que hubiera sido de sus padres o hermanos mayores. Sí, había ciertas cosas que no cambiaban en la esquina.
Mientras los de su equipo avanzaban a cubrir sus posiciones, el Conde recogió su camisa y se acercó a Rubén. Quiso pasarle el brazo por los hombros, pero se contuvo al presentir el contacto de su piel con la capa de sudor que cubría al muchacho.
– Discúlpame, Rubén, pero me acordé de que me van a llamar por teléfono. Otro día jugamos -le dijo.
Y se alejó hacia la Calzada, sintiendo que el sol, rojo, impío, ubicado ya a la altura de sus ojos, le quemaba el cuerpo y el alma. Sobre su cabeza pudo ver la espada en llamas que le indicaba la salida irreversible de aquel paraíso irremisiblemente perdido que había sido suyo, y ya no era ni volvería a ser. Si aquella esquina no le pertenecía, ¿quedaba algo bajo su título de propiedad? La lacerante sensación de ser ajeno, forastero, distinto, lo envolvió con tanta fuerza que el Conde tuvo que contenerse y aferrarse a las últimas virutas de su orgullo para no echarse a correr. Y sólo entonces, al recuperar plenamente la conciencia del calor impropio para estar corriendo en la esquina, comprendió la razón pura por la que no habían querido aceptarlo: Cómo no me di cuenta, estos cabrones están jugando dinero…
– ¿Qué te pasa, salvaje?
– No sé. Creo que estoy cansado.
– Qué calor, ¿verdad?
– Del carajo.
– Tienes cara de mierda, tú.
– Me lo imagino -admitió el Conde, tosió y escupió por la ventana hacia el patio de la casa. Desde su silla de ruedas el Flaco Carlos lo observó y alzó los hombros. Sabía que cuando su amigo se comportaba así, lo mejor era ignorarlo. Siempre había dicho que el Conde era un cabrón sufridor, un incorregible recordador, un masoquista por cuenta propia, un hipocondriaco a prueba de golpes y el tipo más difícil de consolar de los que había en el mundo, y ese día no parecía tener deseos de invertir tiempo y neuronas en desentrañar el ataque de melancolía aguda que sufría su amigo.
– ¿Quieres poner música? -le preguntó entonces.
– ¿Tú quieres?
– Era un decir. Por hacer algo, ¿no?
El Conde se acercó a la larga hilera de casetes que ocupaban el paño superior de los estantes. Recorrió con la vista los títulos e intérpretes, y casi ni se asombró esta vez del ecléctico gusto musical del Flaco.
– ¿Qué te gustaría oír? ¿Los Beatles? ¿Chicago? ¿Fórmula V? ¿Los Pasos? ¿Credence?
– Anjá, Credence -fue otra vez el acuerdo: les gustaba oír la voz compacta de Tom Foggerty y las guitarras primitivas de Credence Clearwater Revival.
– Sigue siendo la mejor versión deProud Mary.
– Eso ni se discute.
– Canta como si fuera un negro, o no: canta como si fuera Dios, qué coño.
– Sí, qué coño -dijo el otro, y se sorprendieron mirándose a los ojos: en el mismo instante los dos habían sentido la agresiva certeza de la reiteración morbosa que vivían. Aquel mismo diálogo, con iguales palabras, lo habían repetido otras veces, muchas veces, durante casi veinte años de amistad, y siempre en el cuarto del Flaco, y su resurrección periódica les provocaba la sensación de que penetraban en el reino encantado del tiempo cíclico y perpetuo, donde era posible imaginar que todo es inmaculado y eterno. Pero muchas señales visibles, y otras tantas agazapadas tras la vergüenza, el miedo, el rencor y hasta el cariño, advertían que lo único permanente era la voz grabada de Tom Foggerty y las guitarras de Credence: la calvicie amenazante del Conde y la gordura enfermiza del Flaco, que ya no era flaco; la tristeza compacta de Mario y la invalidez irreversible de Carlos eran, entre otras miles, pruebas demasiado fehacientes de un desastre lamentable y para colmo ascendente.
– ¿Hace días que no ves a Candito el Rojo? -le preguntó el Flaco cuando terminó la canción.
– Sí, hace una pila de días.
– La otra tarde vino por aquí y me dijo que había dejado el negocio de hacer zapatos. -¿Y en qué está metido ahora?
El Flaco miró hacia la grabadora, como si de pronto algo en el aparato o en la canción lo hubiera distraído.
– ¿Qué te pasa, bestia?
– Nada… Ahora tiene una piloto y vende cerveza…
El Conde movió la cabeza y sonrió. A varios kilómetros de distancia podía olfatear las intenciones de su amigo.
– Y me dijo que por qué no íbamos un día, tú y yo…
El Conde volvió a mover la cabeza y repitió la sonrisa.
– Tú sabes que yo no puedo ir a eso, Flaco. Eso es ilegal y si pasa algo…
– Ah, Mario, no jodas. Mira, con la clase de calor que hace hoy, la cara de mierda que tú tienes… y de aquí a casa de Candito es cerca… Unas cervecitas. Dale, vamos.
– No puedo, bestia. Coño, acuérdate que yo soy policía -dijo, levantando con los débiles brazos de su voluntad malherida unas banderas que clamaban S.O.S.-. No sigas Flaco.
Pero el Flaco siguió:
– Coño, yo estoy desesperado por ir y pensé que te ibas a embullar. Tú sabes que nunca salgo de aquí, estoy más aburrido que un sapo debajo de una piedra… Unas cervecitas frías. Por mi cumpleaños, ¿no? Y tú ya casi que ni eres policía…
– Pero qué clase de hijo de puta tú me has salido, Flaco. Si tu cumpleaños es la semana que viene.
– Está bien, está bien. Si tú no quieres, no vamos…
El Conde detuvo la silla de ruedas al llegar a la entrada del solar. Volvió a secarse el sudor, mientras observaba el pasillo flanqueado de puertas. Le pesaban los brazos por el esfuerzo de conducir las doscientas cincuenta libras de su amigo por más de diez cuadras, en las que debió ascender dos lomas con sus inevitables descensos. Al fondo del pasillo una lámpara parpadeante arañaba la penumbra y de las puertas abiertas de cada cuarto del solar brotaba el brillo de las pantallas de los televisores y las voces de los personajes de la novela de turno. «Dime, mamá, ¿quién es el culpable de todo lo que ha sucedido? Por favor, dímelo, mamá», rogaba alguien a quien seguramente le habían ocurrido cosas terribles en aquella vida por capítulos que pretendía parecerse a la otra vida. Entonces guardó el pañuelo y avanzó hacia la puerta de Candito, la única que permanecía cerrada. Mientras empujaba la silla de ruedas trató de esconder la cara entre los brazos: todavía soy policía, pensaba, acercándose a la tentación de aquellas cervezas clandestinas y el olvido fresco y apetecible que su acumulación le otorgaría.