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– Qué mierda, ¿no? -dijo. Y agregó-: Vira ahí en la esquina, quiero ir al Bosque de La Habana.

Sin carros de patrullas, ambulancias con prisa fingida, el indecente cordón de curiosos, los fotógrafos, forenses y policías convocados por la muerte, aquella floresta de fantasías, en medio de la ciudad y junto al río sucio, exhalaba una armonía que el Conde trató de respirar por cada poro, en una apropiación golosa y urgente. La violencia y aquel sitio le parecían ahora tan ajenos que su propia presencia en el lugar le resultaba vejatoria e incongruente, y, como siempre, pensaba en la facultad insana de la muerte para alterarlo todo. Aquellas hierbas tan verdes, el rumor infatigable del río, la sombra bondadosa de los árboles, habían sido, apenas unas horas antes, el decorado del escenario macabro de un asesinato de cuya prehistoria y posthistoria trataba de apoderarse el policía, con aquella manía tan poco profesional de empezar a sentirse implicado. Por eso estaba ahora frente al sitio, para otros anónimo -nunca se elevaría allí un arrogante túmulo funerario al primer travestí cubano muerto en combate sexual-, donde había terminado la vida de Alexis Arayán y había empezado el trabajo escatológico de Mario Conde. La muerte se había convertido entonces en un suceso social, más que en un drástico hecho biológico que ninguna ciencia exacta, médica, natural o sobrenatural podría ya revocar: importaba ahora sólo como delito, como posible castigo al transgresor de una ley, ya establecida desde la Biblia y el Talmud, y el Conde sabía que su misión en el mundo terminaría con la victoria pí-rrica de una acusación, necesaria y esperada, pero incapaz también de reparar lo verdaderamente irreparable.

– ¿En qué piensas? -Manuel Palacios arrancó una brizna de hierba y se la llevó a la boca.

– En el bosque y las fieras -respondió el teniente y avanzó hacia el río-. Este travestí no se vistió para exhibirse ni para salir a cazar, Manolo. Estaba buscando algo más difícil de encontrar. La paz, tal vez. O la venganza, qué sé yo… Si él no era un travestí, ¿qué buscaba aquí, totalmente travestido y precisamente la noche del día de la Transfiguración? Cada vez esto me suena más raro…

– Lo que no sé es por qué tienes que complicarlo todo. ¿Por qué siempre quieres ver lo que nadie ve?… A ti es al que le está pasando algo raro, Conde. Y voy a decirte una cosa: a veces pienso que ya no te interesa ser policía.

– Eres un genio, Manolo.

Los policías siguieron el sendero que bajaba hacia el cauce del río, que era una serpiente lenta, decididamente enferma. El Conde se acercó a la orilla y lamentó la agonía adelantada que vislumbró: estelas de petróleo, espumas acidas, animales reventados, desechos innombrables corrían con el agua lenta del Almendares, el único río verdadero de la ciudad. Y entonces lo presintió:

– Claro, coño, pero si Alexis tenía una Biblia.

– Ah, de nuevo por aquí, señor policía teniente Mario Conde. Cuénteme, porque seguro ya saben quién fue. Yo a veces veo esos episodios donde los policías enseguida lo averiguan todo, ¿verdad? Pero qué buenos son los policías…

El Conde se sacudió aquella burla gruesa y entró en la sala, tan oscura y tan fresca como el día anterior, y recuperó su sillón, mientras Alberto Marqués ocupaba el suyo. Sintió que ambos se desplazaban con la premeditación de dos actores conscientes de sus movimientos escénicos.

– ¿Le brindo un té? Se lo puedo dar bien frío, con hielitos y todo…

– Sí, creo que me vendría bien -aceptó el Conde, y el Marqués se perdió por el corredor que estaba al fondo del peculiar escenario montado en aquella sala oscura. Ahora, al verlo caminar, el policía advirtió que el dramaturgo tenía una incongruente pisada de jovencito: se movía con una elástica ligereza, apoyando en el piso sólo la punta del pie, que lo impulsaba paso a paso, como un conejo o una grulla con prisa. No parece tan viejo, pensó el Conde, pero su mente derivó hacia la entrevista que le esperaba esa tarde al sargento Palacios. ¿Qué coño querrían saber? Una leve pero molesta sensación de miedo se instaló en su estómago. La experiencia le gritaba que con una investigación incisiva era posible encontrar evidencias molestas, certezas delicadas, sospechas improbables pero irrebatibles, y por eso había empezado a preguntarse, ¿qué coño querrían saber?, mientras decidía regresar a la casa del Marqués, apremiado por la necesidad de saber más: necesitaba registrar ahora las pertenencias de Alexis, en busca de un presentimiento. Mientras, Manolo debía indagar en el Fondo de Bienes Culturales sobre el travestí y su lamentable amigo, Salvador K, y buscar allí la Biblia que les había mencionado el pintor. Pero, ¿qué coño querrían saber?, se preguntaba otra vez cuando el Marqués regresó con sus pasos de grulla joven y sendas tazas en las manos. Le entregó una al Conde y volvió a su sillón.

– ¿Quiere que abra la ventana?

– Si no le molesta…

El dramaturgo dejó su taza en el suelo y abrió la ventana que daba a sus espaldas. Todos los altísimos ventanales de la sala tenían rejas y el Conde sintió curiosidad por saber cómo harían los amantes alquilados de que le hablara Miki para tomar por asalto aquella casa. Cuando el Marqués regresó al sillón, el Conde comprendió que todo había sido nuevamente preparado: el sol, en perfecto contraluz, sólo le dejaba ver la silueta del hombre. Me estaba esperando, pensó.

– Bueno, no me martirice más… ¿Ya saben algo? -y pestañeó insistentemente.

– No mucho, la verdad… Pero hay varias cosas extrañas en esta historia. A Alexis lo asfixiaron sin que se resistiera.

– Ay, por Dios -exclamó en voz muy baja el viejo dramaturgo, al tiempo que se tocaba el cuello, como para evitar la llegada de unas manos asfixiantes.

– Y después de muerto, el asesino le metió dos monedas en el ano.

– Ay, ay, ay -repitió el dramaturgo y cerró las piernas, como para evitar posibles penetraciones monetarias.

– ¿Alguna vez oyó hablar de algo así?

– No, nunca jamás… Eso parece cosa de películas de la mafia.

– Sí, más o menos… La otra cosa que hice ayer fue leer un poco el libro que me prestó y aprendí varias cosas sobre los travestís.

– Interesante, ¿no?

– Sí, pero tal vez demasiado conceptual. ¿De verdad los travestís tienen toda esa filosofía del mimetismo y de la difuminación?

A pesar del intenso contraluz, el Conde creyó ver que el Marqués estaba sonriendo.

Ninguna otra ciudad del mundo -ni La Habana- puede revelar el milagro de la armonía como lo hace París. En París la tarde y la noche se funden como una sinfonía cautelosa, el amanecer parece una consecuencia necesaria, tímida pero irrevocable, y si el espíritu del hombre puede penetrar por osmosis esa sensibilidad del aire, las piedras, los olores de París y sus colores, vivir en esa ciudad puede ser un regalo de los dioses: y así lo sentía yo, aquella primavera.

Bañados y perfumados subimos al taxi y durante el viaje no dejaron de sudarme las manos, mientras mis ojos recibían por dos veces la silueta iluminada de la Torre Eiffel, la estructura del Teatro de la Opera, la alegría iluminada del Café de la Paix, hasta que remontamos unas callecitas adoquinadas -de aquellos adoquines que se hicieron célebres el año anterior, cuando el amor, la inteligencia y la ideología copularon revolucionariamente tras las barricadas hechas con aquellos mismos adoquines-, esas calles sinuosas del Barrio Latino, y nos detuvimos ante un local con un neón amarillo que anunciaba: LES FEMMES como pórtico y meta de una ansiada realización. El Recio pagó y habló algo con el taxista -un marroquí, que le entregó un pequeño sobre-, mientras el Otro Muchacho y yo observábamos la apariencia ruinosa del lugar, cuando se abrió la puerta mullida, de resortes chirriantes, y tuvimos la primera visión del cabaret: un resplandor azul.