El Recio se acercó a nosotros y por primera vez en esa primavera de mi último viaje a París vi un brillo de felicidad en su cara redonda de campesino todavía mal pulido. Unos días antes, cuando llegué a París, él me había hablado del fin de su relación con Julien, el joven antropólogo con el que había vivido los dos últimos años en una permanente luna de miel -así podía decir el Recio, tan exquisito otras veces en sus imágenes poéticas- y que lo había dejado -humillándolo- por una mujer: nada más y nada menos que una bailarina rusa -cuerpo de baile, ni siquiera solista-, desertora del Bolshoi. La ideología interponiéndose en el amor, le dije entonces, y le pregunté: ¿aquella bailarina tendría peste en los sobacos y cara de Matrioska como casi todas las hermanas soviéticas? Qué asco las mujeres, dijimos a coro y el Recio tuvo que reírse…
Pero ahora, frente a aquel cabaret azul de letras amarillas, el Recio parecía recuperar sus deseos de vivir.
– Vamos -dijo y nos tomó del brazo (a mí del izquierdo, al Otro Muchacho del derecho), y entramos en el resplandor azul… La luz brotaba del piso y dibujaba las volutas de un humo demasiado dulce, incluso para cigarros de Virginia, que mezclaba sus efluvios hipnóticos con vahos de sudores acidulados y un incisivo perfume de esencias árabes de las que son vendidas al por mayor en los apócrifos mercados persas de París. Los oídos, mientras tanto, recibían el ritmo salvaje que imponía la voz de Miriam Makeeba (la invasión del Tercer Mundo), proyectada desde una cabina empotrada en la pared. Tuve una extraña sensación de miedo al descubrirme en el vórtice de aquella agresión de todos los sentidos, pero el Recio y el Otro parecían haber entrado en un sitio conocido, en el que se movían con toda naturalidad. Empecé a ver entonces unas falsas walkirias cumpliendo su ancestral función de escanciar cerveza. Parecían flotar sobre lo azul, como crisálidas fosforescentes y recién brotadas, luciendo organzas almidonadas y filosas faldas plisadas que exhibían como triunfo de un gusto retro. Cada walkiria llevaba una bandeja con copas en una mano y unas flores amarillas (¿amarillas?) en la otra. Miraba aquellas manos demasiado grandes incluso para una walkiria, incluso si original y escandinava, cuando una me rozó con el borde cortante de su saya y recibí la sensación de haber sido tocado por un insecto prehistórico.
Aturdido, agradecí que el Recio me empujara hacia una mesa, donde ya estaba sentado el Otro Muchacho, bebiendo un líquido ambarino que pronto descubrí que no era cerveza. ¿Cómo lo consiguió, con esa habilidad innata para siempre llegar primero? Entonces eldisc-jockey cambió la voz de la Makeeba por la de Doris Day y descubrí que, como buen cabaret, Les Femmes tenía un escenario sobre el que se posaron -tienen que haberse posado- siete versiones perfectas -y hasta mejoradas- de Doris Day, que cantaban con la grabación para un público arrobado y respetuoso, en el que empecé a ver hombres y mujeres de cuya filiación dudé todo el tiempo: demasiadas rubias oxigenadas y opulentas en el mejor estilo Marilyn Monroe, trigueñas salidas del cine italiano de posguerra, negras de manos grandes, acromegálicas de labios metálicos como robots de cómics que regalaban besos a sus compañeros de mesa con la cadencia y la intensidad de la balada dorisdayana.
Seguía anonadado cuando el Recio me invitó a ir al baño, mostrándome el sobre que le entregó el taxista. El sabía que yo no iría, y por eso no insistió, pero el Otro Muchacho sí fue con él… No es que yo fuera un puritano. Al contrario, debo de haber sido bastante atrevido en mi vida, lo he probado todo, pero siempre me ha resultado más útil mi lucidez natural, que aquel día, por cierto, estaba como de fiesta, advertida, expectante, queriendo deglutir cuanto llegaba a mis ojos. Y gracias a esa lucidez comprendí que había penetrado en un gigantescohappening de trasmutación, transformismo y máscaras, menos famoso pero más intenso y real que un carnaval veneciano. Haber pensado en crisálidas y haber sentido el roce de un insecto gigantesco me dio la clave de lo que estaba viviendo, viendo: una fiesta de insectos. Recuerdo que pensé, entre aquellos travestís adelantados, pioneros esforzados del movimiento, que el hombre puede crear, pintar, inventar o recrear colores y formas de los que dispone desde su exterior, y llevarlos a la tela, que está más allá de su cuerpo, pero que es incapaz e impotente para modificar su propio organismo. Sólo el travestí llega a transformarlo radicalmente y, como la mariposa, puede pintarse a sí mismo, hacer de su cuerpo el soporte de su obra máxima, convertir sus emanaciones sexuales en color, a través de los aturdidores arabescos y los tintes incandescentes de un ornamento físico. Es una autoplástica esencial, aunque esas obras, infinitamente repetidas -siete Doris Day, cuatro Marilyn Monroe, tres Ana Magnani en veinte metros cuadrados- no puedan evitar, en el mejor de los casos, una fría y nostálgica perfección. Lo más inquietante fue comprender que todo eso era la consumación del teatro consciente que se ha soñado desde los días de Pericles: la máscara hecha personaje, el personaje tallado sobre el físico y el alma del actor, la vida como representación visceral de lo soñado… Aquello era como una iluminación que hubiera estado esperándome desde siempre, agazapada en ese sucio rincón de París, y en unos minutos ya tuve planeada y montada en mi mente la solución que andaba buscando para mi versión de Electra Garrigó… Lo que jamás pude imaginar fue que aquella idea genial iba a ser el principio de mi último acto como director teatral. El fin como principio sin medios…
Entonces, cuando fui a contarle al Recio aquella revelación, descubrí que él y el Otro Muchacho habían desaparecido, no sé con cuál de aquellos insectos pervertidos. Lo más simpático fue que al día siguiente me acusaron a mí de haberme evaporado del brazo de una Sara Montiel. De todas formas le conté al Recio lo que había sentido allí, y el muy ingrato ni siquiera me dio crédito en su libro sobre los travestís, y todavía creo que soy capaz de poner entre comillas los párrafos que le dicté en aquella conversación… Y por cierto, como no tenía dinero suficiente, tuve que regresar a la casa caminando, pues jamás me hubiera ido con una Sara Montiel, porque la verdad, nunca he soportado a la Santísima.
– Esto es de Salvador K, ¿verdad?
– Sí, él firma así, SK. Qué mal gusto… Parece una medicina, ¿no?
– Una cerveza.
El Marqués lo había conducido a la habitación de Alexis Arayán, que resultó ser el antiguo cuarto de criados de la residencia. Tenía un pequeño baño independiente, y se podía acceder a la habitación sin entrar en la casa principal. Allí todo parecía conservar un orden preciso, como si su dueño lo hubiera dispuesto con especial esmero antes de salir, dos días antes: los estantes organizados, los cuadros desempolvados, la ropa limpia y colgada en el pequeño armario, dos calzoncillos lavados y ya secos, en la ventana del baño, los ceniceros sin colillas. El Conde se dedicó a observar los libros, dejando correr un dedo envidioso por los lomos de diversas dimensiones y texturas, entre los que descubrió algunos títulos apetecibles.
– ¿Alexis fumaba?
– No, si le tenía asco al cigarro. Sobre todo al tabaco.
– ¿Qué le parece este dibujo de Salvador K?
El dibujo, enmarcado y acristalado, representaba algo así como una cabeza de mujer bajo una sombrilla. Los ángulos eran cortantes y los colores agresivos.
– El emplea una viejísima técnica de calar el papel y armar así las figuras. Sería como un grabado en papel, más o menos, o una especie decollage, aunque él se jactaba de haber descubierto el agua tibia. Y ese dibujo es una mierda, cubanamente hablando, como diría el Recio. Esa figuración ya la agotaron los expresionistas y los cubistas, hace sesenta años, y antes significó algo, pero ahora…