– ¿Y usted está seguro de que ellos tenían relaciones?
Ahora el Conde sí vio que el Marqués sonreía.
– Las paredes de este cuarto casi son de papel. Si quiere salga, que yo voy a dar un gritico, y me dirá…
– No hace falta, no hace falta… -el Conde trató de espantar la imagen de lo que le proponía el Marqués-. Alexis tenía esto muy limpio…
– Era un escrupuloso, yo se lo decía. Y lo peor es que quería convertirme a mí, pero siempre fracasó. Además, una vez a la semana venía por aquí María Antonia, una señora que trabaja como criada en la casa de sus padres, y lo ayudaba a lavar y a limpiar, y a veces nos dejaba comida preparada para varios días. ¿Sabe una cosa? Ella también se robaba algunas cositas ricas de la casa de Alexis y nos traía: unos choricitos españoles, salmón ahumado, un par de colas de langosta, de esas cosas que nada más quedan en la imaginación y en las diplotiendas, ¿me entiende?
– ¿Qué más sabe usted de María Antonia? Esa mujer tiene algo así…
El Marqués trató en vano de peinar con los dedos los restos de su cabellera.
– Me va a tener que perdonar, pero ayer le dije una mentira… Quien me llamó para decirme lo de Alexis fue María Antonia. ¿Me disculpa? Es que ella me advirtió que usted vendría a verme.
El Conde prefirió obviar cualquier reproche.
– ¿Qué le contaba Alexis de María Antonia y de su familia?
El Marqués se sentó en el borde de la cama, perfectamente tendida, y acomodó entre sus piernas los pliegues del batón chino.
– Desde que se murió su abuela él pensaba irse de allí. Alexis la quería mucho, porque entre ella y María Antonia lo habían criado a él… Y esto que le voy a decir le parecerá increíble, pero es totalmente cierto: ya usted sabe que Alexis era un erudito en pintura italiana del Prerrenacimiento. Pues María Antonia sabe de ese tema tanto como él. Sí, así mismo. Alexis estudiaba con ella, le prestaba sus libros, y le fue enseñando lo que aprendía. Si puede y le interesa, alguna vez hable con ella de las Madonas italianas y sobre todo del Giotto, y prepárese a oír una notable disertación… Al que Alexis no soportaba era al padre, por mil cosas, pero creo que sobre todo porque una vez, cuando él tenía como siete años, estuvo a punto de ahogarse en la playa, y fue otra persona la que lo sacó del mar, porque el padre estaba borracho. Y Alexis nunca lo perdonó y hasta decía que el padre lo había dejado para que se ahogara… No sé de qué griego será ese complejo… Además, su padre lo odiaba por ser, bueno, por ser maricón. Cada vez que podía, le hacía evidente que lo despreciaba. Imagínese usted, para un hombre tan respetable eso era la peor desgracia… Pero debe de haber sido Dios quien lo castigó con esa vergüenza. Ya usted sabe: esos hombres que tienen hijos que van a ser como ellos, fuertes, mujeriegos, temibles y, de pronto… le sale homosexual. Pero Alexis sufría mucho, sufría por todo, y si no lo hubieran matado, yo habría dicho que se suicidó.
– ¿Alexis le hablaba del suicidio?
El Marqués se puso de pie y señaló hacia uno de los estantes.
– Mire esto: Mishima, Zweig, Hemingway, mi pobre amigo Calvert Casey, Pavese… Sentía cierta fascinación por el suicidio y los suicidas, absolutamente enfermiza, por supuesto. Se la pasaba diciendo que todo en su vida era un error: su sexo, su inteligencia, su familia, su tiempo, y decía que si uno era consciente de esas equivocaciones, el suicidio podía ser la solución: tal vez así tendría una segunda oportunidad. Creo que esa mística fue una de las cosas que lo llevó a hacerse católico.
– ¿Iba a la iglesia?
– Sí, bastante.
– ¿Y usted? -preguntó el Conde, dejándose atrapar por la curiosidad.
– ¿Yo? -sonrió el Marqués, y movió sus párpados-. ¿Me puede imaginar a mí, a mí, orando en un reclinatorio?… No, qué va, soy demasiado perverso para entenderme con esos señores… Es más, los prefiero a ustedes…
El Conde observó la sonrisa justamente perversa del Marqués, y decidió darle el gusto, porque de algún modo él también se lo daba. Se aseguró el paracaídas y se lanzó al Mar de los Sarcasmos.
– ¿Le tiene odio a los policías?
La risa del Marqués fue auténtica e inesperada. Su cuerpo apergaminado pareció de pronto un papalote listo para salir volando, por la ventana más próxima, empujado por los hipidos que lo sacudían.
– No, hijo, no. Ustedes no son los peores. Mire, los policías hacen trabajo de policías, interrogan y meten presa a la gente, y hasta lo hacen bien, la verdad. Es una vocación represiva y cruel, para la que se necesitan ciertas aptitudes, y usted me perdona. Como, por ejemplo, estar dispuesto a golpear a otra persona para que obedezca, o a anularle la personalidad a través del miedo y la amenaza… Pero son socialmente imprescindibles, tristemente imprescindibles.
– ¿Y entonces?
– Los jodidos son los otros: los policías por cuenta propia, los comisarios voluntarios, los perseguidores espontáneos, los delatores sin sueldo, los jueces por afición, todos esos que se creen dueños de la vida, del destino y hasta de la pureza moral, cultural y hasta histórica de un país… Esos fueron los que quisieron acabar con gentes como yo, o como el pobre Virgilio, y lo consiguieron, usted lo sabe. Acuérdese que en sus últimos diez años Virgilio no volvió a ver editado un libro suyo, ni una obra de teatro representada, ni un estudio sobre su trabajo publicado en ninguna de estas seis provincias mágicas que de pronto se convirtieron en catorce y un municipio especial. Y a mí me convirtieron en un fantasma culpable de mi talento, de mi obra, de mis gustos, de mis palabras. Todo yo era un tumor maligno que debían extirpar por el bien social, económico y político de esta hermosa isla en peso. ¿Se da cuenta? Y como era tan fácil parametrarme: cada vez que me medían por algún lado, siempre el resultado era el mismo: no sirve, no sirve, no sirve…
El Conde recordó otra vez la reunión en la oficina del director del Pre, donde les informaron queLa Viboreña era una revista inapropiada, inoportuna e inadmisible y les exigieron una retractación, literaria e ideológica.
– ¿Cómo le dijeron todo eso? -quiso saber entonces, con cierto sadismo historicista y arriesgándose a cualquier agresión de cuchillos infectos de ironía y resentimiento.
– Desde hace unos años he logrado que hasta me guste contar esta historia. Ahora ya casi no me hace daño, ¿sabe? Pero antes… ¿Y por qué a usted le interesa tanto todo eso?
– Es pura curiosidad -propuso el Conde, incapaz de confesar sus verdaderas razones-. Me gustaría saber su versión, ¿no?
– Bueno, pues lo voy a complacer. Ya habían suspendido de cartelera los espectáculos que estábamos presentando mientras yo ensayabaElectra Garrigó, y nos citaron un día en el teatro. Todo el mundo fue, menos yo. No estaba dispuesto a escuchar lo que al fin sabía que iba a tener que escuchar. Pero después me contaron que reunieron a la gente en el vestíbulo y los fueron llamando uno a uno, como en la consulta de un dentista. ¿Sabe lo que es esperar tres o cuatro horas para entrar al gabinete de un dentista, oyendo el taladro y los gritos de los que van entrando? Dentro habían puesto una mesa sobre el escenario, donde había quedado parte de la escenografía de Yerma, con su ambiente luctuoso, lleno de telas negras… Ellos eran cuatro, como una especie de tribunal inquisidor, y sobre la mesa habían puesto una de esas grabadoras grandotas de cintas, y le iban diciendo a la gente sus pecados y preguntándoles si estaban dispuestos a revisar su actitud en el futuro, si estaban de acuerdo con iniciar un proceso de rehabilitación, trabajando en los lugares en que se decidiera. Y casi todo el mundo admitió que era pecador, incluso hasta agregaban culpas que los acusadores no habían mencionado, y aceptaban la necesidad de aquella purga purificadera que limpiaría su pasado y su espíritu de lastres intelectualoides y seudocriticistas… Y yo los entendí, la verdad, porque muchos pensaron que había razón para aquellas acusaciones y hasta se sentían culpables de no haber hecho cosas que se decía que debían haber hecho, y se convertían en los más feroces críticos… de sí mismos. Después organizaron una especie de asamblea: los protagonistas siguieron tras la mesa, en el escenario, y la gente del grupo en las lunetas, con todas las luces encendidas… ¿Usted ha visto un teatro con las luces encendidas? ¿Ha visto cómo pierde la magia y todo ese mundo creado parece falso, sin sentido? Y entonces hablaron de mí, como el principal responsable de la línea estética de aquel teatro. La primera acusación que me hicieron fue la de ser un homosexual que exhibía su condición, y advirtieron que para ellos estaba claro el carácter antisocial y patológico de la homosexualidad y que debía quedar más claro aún el acuerdo ya tomado de rechazar y no admitir esas manifestaciones de blandenguería ni su propagación en una sociedad como la nuestra. Que ellos estaban facultados para impedir que la «calidad artística» (y me insistieron en que el que hablaba abrió y cerró comillas, mientras sonreía), sirviera de pretexto para hacer circular impunemente ciertas ideas y modas que corrompían a nuestra abnegada juventud. (Por cierto, el que hablaba siempre fue un mediocre que trató de ser actor y nunca pasó de figurante, y su fama en el medio nada más se debía a que la tenía así de chiquita, y por eso le llamaban Croquetica.) Y que tampoco se permitiría que reconocidos homosexuales como yo tuvieran alguna influencia que incidiera sobre la formación de nuestra juventud y que por eso se iba a analizar (dijo «cuidadosamente», las comillas ahora son mías) la presencia de los homosexuales en los organismos culturales, y que se reubicaría a todos los que no debían tener contacto alguno con la juventud y que no se les permitiría salir del país en delegaciones que representaran el arte cubano, porque no éramos ni podíamos ser los verdaderos representantes del arte cubano.