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El Conde ocupó su silla y sólo entonces preguntó:

– ¿Y qué te dijo de Alexis?

– Poco nuevo… Que era un buen trabajador, que se llevaba muy bien con los pintores, que era una persona muy culta y que no se lo imaginaba vestido de rojo por el Bosque de La Habana. Y también que era un tipo acomplejado y muy tímido…

– ¿Y la Biblia?

– ¿La Biblia? Coño, la Biblia… -hizo una pausa larga, como si pensara en algo y al fin dijo-: Aquí está -y buscó en el maletín que había dejado en el suelo.

– Dámela, dámela -exigió el Conde, que buscó en el índice los libros de los Evangelios.

San Mateo arrancaba en la página 971 y, según le había dicho el padre Mendoza, el episodio de la Transfiguración ocupaba el capítulo 17. Recorriendo las cabeceras de página el Conde avanzó en el primero de los Evangelios hasta que encontró el capítulo 16 y luego el 19, con un salto mortal que lo sorprendió como un grito de alarma. Buscó entonces los folios y descubrió la elipsis: faltaba la hoja con las páginas 989 y 990, donde debían estar los capítulos 17 y 18 de Mateo.

– Lo sabía, coño, Alexis estaba pensando en la Transfiguración… Mira esto, falta la página donde ocurre eso. Déjame ver si falta en los otros.

Lentamente el Conde emprendió la búsqueda por los versículos de Marcos y Lucas para descubrir que ambos conservaban todas sus páginas y encontrar la historia de la Transfiguración en el capítulo 9 de Marcos: «Sus vestidos se pusieron resplandecientes y muy blancos, como no los puede blanquear ningún batanero de la tierra», y también en el 9 de Lucas: «Y mientras oraba, su rostro tomó otro aspecto y su vestido se volvió blanco y resplandeciente».

– ¿Dónde estaba la Biblia, Manolo?

– En el buró de Alexis. En la gaveta de abajo, sin llave.

– ¿Y la gente sabía que estaba allí?

– Bueno, el jefe dice que no lo sabía… Tú no me dijiste…

– No, no te preocupes. El problema es que alguien arrancó la hoja que falta. Y mira esto: lo hizo con mucho cuidado, no se nota la rasgadura, ¿ves? A lo mejor fue el mismo Alexis… ¿Te imaginas lo que quiere decir esto?

– Que tenía algo escrito.

– Algo que molestaba o perjudicaba a alguien, y ese alguien arrancó la página. O, si no, que significaba algo especial para este muchacho y por eso él mismo llegó a sacarla del libro. Y si fue así, esto nos puede aclarar muchas cosas, Manolo: ese cabrón estaba loco y se transfiguró por cuenta propia para entrar en su propio Calvario. Me juego las nalgas a que sí.

– Socio, cambia la apuesta. Creo que no te convienen ciertas influencias… Oye, pero acuérdate de que Salvador sí sabía que esta Biblia estaba allí.

– ¿Tú piensas que haya sido él?

– No sé, pero yo lo traería y le apretaría la «k» hasta que dijera «q».

– No sé, Manolo, no sé… Si hubiera sido él, ¿para qué iba a hablar de la Biblia? No, no creo que Salvador sea tan comemierda como para parecer culpable de algo tan grave, y de contra ser el culpable. ¿No te parece?… Ahora tengo que hablar con el Viejo. Espérame aquí.

– Yo siempre te espero, Conde.

El teniente ignoró la ironía y salió al pasillo. Subió dos tramos de escalera, hasta el último piso. Avanzó por otro corredor y entró en la antesala del despacho del mayor

Rangel. Tras el buró de Maruchi -ella siempre tenía una flor en un pequeño búcaro que ya no estaba, tal vez se había ido con la muchacha- seguía la teniente que lo sorprendiera el día anterior. El Conde la saludó y le pidió ver al Mayor.

– Me dijo que nadie lo molestara -advirtió la teniente.

– Dígale que es urgente -ripostó el Conde-. Hágame el favor…

Ella rezongó sonoramente, cómo jode este tipo, estaría pensando, pero oprimió la tecla del intercomunicador y le dijo al Mayor que era el teniente Conde y decía que era urgente. «Que pase», dijo la voz que el Viejo envió desde su oficina.

El Conde abrió la puerta y lo vio con un tabaco en los labios. Era de la misma catadura de la breva infame y holguinera del día anterior.

– ¿Qué pasó, Mario? -dijo el Viejo, y su voz de ese día era lenta y opaca.

– Te traigo esto, por eso era urgente -y sacó del bolsillo de su camisa el largo y deslumbrante Montecristo que le regalara Faustino Arayán.

– ¿Y de dónde sacaste eso, muchacho?

– Se lo había prometido, ¿no?

– Coño, qué bien -dijo y casi sin mirar lanzó por la ventana el tabaco holguinero y se dedicó a oler el Montecristo-. Está un poco seco, ¿sabes?

– Usted lo arregla…

– ¿Y qué más quieres? Mira que te conozco…

El Conde se sentó y encendió uno de sus cigarros.

– Citaron a Manolo. ¿Qué pasa con él?

El Mayor no respondió. Olfateó un poco más su nuevo tabaco y con mucho cuidado lo colocó en una gaveta.

– Para después del almuerzo…

– ¿Me va a decir? -insistió el Conde.

– Lo llaman por ti -dijo el Viejo y se puso de pie.

– ¿Por mí?

– Sí, es lógico. Oficialmente tú estás suspendido y por eso le interesas a Investigaciones Internas… -Me voy a cagar en la…

– Oye -rugió entonces Rangel, cambiando su voz cansada por una modulación ronca y autoritaria que terminaba en la punta del dedo con que señalaba al teniente-. Tú te vas a estar tranquilo… Si haces, dices, comentas o piensas algo sobre esto y yo me entero, entonces sí te descojono, ¿me oyes? Esto está que arde y no quiero ni un problema más. A Manolo le van a preguntar sobre ti, y ¿qué va a decir él? Nada… Que te fajaste con Fabricio porque se tenían roña y más nada. Nada…

El Conde apagó su cigarro y de pronto deseó estar muy lejos de allí. Ya era bastante complicado buscar a violadores, ladrones, malversadores y ahora hasta asesinos de travestís místicos para que además sospecharan de él.

– Habla con Manolo y dile por dónde va la cosa. Pero háblalo fuera de aquí. ¿Me entiendes? Si alguien se entera de que yo te dije eso, al que le parten los cojones es a mí. ¿Okey?

El Conde no respondió.

– ¿Okey, Conde? -insistió el Mayor.

– Okey, Viejo… Me voy… -y se puso de pie.

– Aguanta, aguanta ahí. ¿Cómo va tu caso?

El Conde alzó los hombros. De pronto no le interesaba demasiado su caso.

– Regular… Tengo un muerto a quien a veces le daba por ser el iluminado de Dios, y un sospechoso demasiado sospechoso, pero no tengo ni una prueba contra él.

– ¿Y entonces?

– Voy a seguir buscando.

– Qué carajo -dijo el Viejo y abrió la gaveta del buró y extrajo el Montecristo. Lo desboquilló con los dientes, a la vieja usanza, y masticó brevemente la perilla retirada. Luego la escupió en el cesto y, cuando fue a acercar la llama del mechero al pie del habano, algo lo detuvo, mientras negaba con la cabeza-. Es demasiado bueno para encenderlo ahora. Esto por lo menos merece un café de verdad -y devolvió el tabaco a su gaveta-. Ah, déjame decirte otra cosa, Conde. Me llamó alguien para pedirme discreción en todo lo que se hiciera en este caso. Me dijo algo que yo no sabía: que el muerto era hijo del viejo Arayán, y tú sabes lo que eso significa. Quieren que todo siga como un problema ajeno a la familia para que se les relacione lo menos posible con toda esa jodienda de travestís y maricones en que andaba metido el hijo. Así que ya sabes: primero digotrasvestis porque me sale a mí, y después no jo-das mucho a la familia y trata de resolver esto rápido y sin armar demasiada bulla, ¿okey?

– Anjá, como ellos digan -respondió de inmediato y abandonó la oficina, sin despedirse del Mayor. Ahora tenía más deseos de dejarlo todo. Y pensó: Qué mierda. Ni siquiera hay café para un buen tabaco.