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– Bueno, saque la brújula -dijo al fin, dispuesto a enfrentar su destino.

– Vamos a subir por Prado, pues aunque mucha gente no lo crea, el sur también existe.

– Usted manda -aceptó el Conde, y cruzaron la avenida del Malecón, alejándose del mar.

Tras los pasos del Marqués, el policía siguió la ruta marcada a través del viejo paseo, flanqueado por algunos falsos laureles, cada vez más maltratados, y por las colas que engordaban y se alargaban en cada parada de ómnibus. Las farolas supervivientes iluminaban el piso sucio de aquel sitio que, por primera vez, el Conde comenzó a imaginar como un bulevar.

– ¿Sabe que este paseo es una réplica tropical de Las Ramblas de Barcelona? Los dos mueren en el mar, tienen casi los mismos edificios a los lados, aunque en una época los pájaros enjaulados que venden en Barcelona fueron aquí animales libres y silvestres. El último encanto que perdió este sitio fueron aquellos totises que venían a dormir en los árboles. ¿Se acuerda usted de eso? A mí me gustaba ver por las tardes cómo volaban esos totises desde toda la ciudad, formando bandadas cada vez más grandes mientras más se acercaban al Prado. Nunca supe por qué esos pájaros negros escogieron estos árboles del mismo centro de La Habana para venir a dormir cada noche. Era algo mágico verlos volar como ráfagas oscuras, ¿verdad? Y fue un acto de nigromancia su desaparición. ¿Dónde estarán ahora los pobres totises? Una vez oí decir que se fueron por culpa de los gorriones, pero el caso es que no queda ni uno por aquí. ¿Los botaron o se fueron voluntariamente?

– No sé, pero puedo preguntar.

– Pues pregúntelo, porque cualquier día se entera de que también desaparecieron los leones de bronce… Lástima de lugar, ¿verdad?… Pero fíjese que todavía tiene algo mágico, como un espíritu poético invencible, ¿no? Mire, aunque las ruinas circundantes sean cada vez más extensas y la mugre pretenda tragárselo todo, todavía esta ciudad tiene alma, señor Conde, y no son muchas las ciudades del mundo que pueden vanagloriarse de tener el alma así, a flor de piel… Dice mi amigo el poeta Eligió Riego, que por eso aquí crece tanta poesía, aunque digo yo que éste es un país que no se la merece: es demasiado leve y amante del sol…

El Conde asintió, sin responder. Quería evadir aquel rumbo metafísico de la conversación y trasladarlo a niveles de realidad concreta.

– ¿Y por fin, qué vamos a hacer?

– Bueno -el Marqués rectificó el equilibrio de su peluca rubia y dijo-: ¿Usted no quería ver de cerca los hábitos nocturnos de los gays habaneros?

– No sé… Quería tener una idea del ambiente…

El Marqués miró hacia el frente, después de pasar ante un grupo de jóvenes que los estudiaron con marcada insolencia.

– Pues ya empezó a ver algo… Y lo que usted quiere ver y saber no es demasiado agradable, se lo advierto. Es sórdido, alarmante, descarnado, y casi siempre trágico, porque es el resultado de la soledad, de la represión eterna, de la burla, la agresión, el desprecio, y hasta del monocultivo y el subdesarrollo. Me entiende, ¿verdad?

– Lo entiendo, pero quiero verlo -insistió el Conde, tapándose la nariz de la conciencia para disponerse a saltar en aquel pozo oscuro y sin fondo de los sexos invertidos.

– Pues vamos a pasear un poco y después vamos a ir a una fiestecita que hay en casa de Alquimio, un amiguito mío… Allí va a haber gentes que conocían a Alexis, aunque ya hice mis averiguaciones detectivescas y hacía más de una semana que él no iba por allí. Sabe, creo que me está gustando eso de ser un poco policía…

Despojándose de su peluca, como si fuera el tocado de un plebeyo, el Marqués anunció: Este es un noble, como yo, aunque apenas es Conde. Siéntese ahí, señor Conde, y casi lo empujó para que el policía cayera de nalgas sobre un cojín tirado en el piso, mientras su guía material y espiritual se dejaba envolver por un abrazo múltiple, de besos húmedos en las mejillas, de risas ansiosas y galantes que el dramaturgo recibía con la avaricia insaciable de un dios pagano acostumbrado al culto. En la sala de la casona, de amplios balcones abiertos a los misterios de la noche y de un techo altísimo y poblado de cenefas, ángeles ciegos de polvos fosilizados y cornucopias paridas de frutos olivados por la tierra, había cerca de treinta personas, todas dedicadas en aquel instante a ofrendar el tributo que parecía merecer la presencia de Alberto Marqués, junto al que se había formado un coro habanero, seguramente dedicado a escuchar ciertos pormenores de la muerte roja de Alexis Arayán. Dios, qué horror, exclamó una muchacha que se había quedado en la periferia y cuyos muslos, desde su posición favorablemente inferior -era el único sentado-, el Conde miraba golosamente, hasta dos milímetros antes del nacimiento de unas nalguitas de gorrión sin nido. Su hambre sexual de dos meses a dieta manual sintió la sacudida alarmante de aquel olor a comida, racionada pero fresca, distante pero posible.

Más de diez minutos duró la alabanza que provocara la presencia del Marqués, hasta que poco a poco los corifeos fueron desertando para recuperar cojines, y el dramaturgo tomó de la mano a su escucha más cercano y lo llevó frente al Conde, haciéndole una señal para que no se levantara.

– Mira, Alquimio -dijo, y el policía supo que era el anfitrión de aquella fiesta-, éste es mi amigo, el Conde… Es escritor, lamentablemente heterosexual y también conoció a Alexis…

– Mucho gusto -dijo Alquimio y le extendió una mano suave que resbaló sobre la humedad incontrolable de la mano del Conde-. Si es amigo del Marqués, también es amigo mío y todo lo que hay en esta casa es suyo. Hasta yo… A ver, ¿qué quiere tomar?

– Dale ron, mijo -intervino el Marqués-. Si dice que es un macho criollo… -y sonrió, en el momento en que ya giraba y se abalanzaba hacia el rincón donde parecía esperarlo un muchacho con cara de pescado fresco.

– Enseguida le mando el ron, Conde. ¿Lo quiere en copa o en vaso? -preguntó Alquimio y el Conde levantó los hombros: en tales casos sólo importaba el contenido, no el continente. Entonces el risueño anfitrión también se fue, pero en el rumbo en que debía de estar la cocina. Mientras, alguien había puesto música, y el Conde escuchó la voz de María Betania, y presumió que debía de ser una invitada habitual en el ambiente. Desde la soledad metafísica y objetiva de su cojín pudo dedicarse a observar algo de la fiesta: había más hombres que mujeres y a pesar de la música nadie bailaba, pues se dedicaban a conversar en grupos o en parejas, siempre de fácil cambio de composición o de lugar, como si el movimiento perpetuo fuese parte de un ritual. Es como si les picara el culo y no pudieran estarse tranquilos, concluyó el Conde. Durante su viaje visual, el policía sorprendió varias miradas aceitosas, dirigidas a él y enviadas por mariconcitos de la vertiente lánguida, que parecían lamentar su inmaculada heterosexualidad, ya proclamada públicamente por el Marqués. El Conde se sorprendió a sí mismo sacando un cigarro con cierto estilo Bogart, como para aumentar su cotización en aquel mercado rosa: se sentía deseado, con toda la ambigüedad del caso, y disfrutó de aquella atracción fatal. ¿Me estaré volviendo maricón?, empezó a dudar, cuando frente a sus ojos apareció una copa, verde, pero felizmente rebozada de ron.

Nalguitas de gorrión sonrió al entregarle la bebida y, cruzando las piernas todavía de pie, cayó sentada en postura yoga en el cojín que misteriosamente había aparecido frente al Conde.