– La madre que te parió -dijo, mientras reptaba hacia el aparato, con los ojos heridos por el resplandor. Levantó el auricular y preguntó-: ¿Qué hora es?
– Las nueve y diez, Conde, las nueve y diez -insistió la voz al otro lado del hilo, tal vez del mundo.
– Coño, Manolo, no oí el despertador, o no lo puse. Ni sé…
– ¿A qué hora caíste?
– Como a las cuatro.
– ¿Nivel alcohólico?
– Nada, dos tragos.
– Menos mal, porque hay líos: Salvador K. no aparece desde ayer por la tarde.
Al fin el Conde sintió que estaba despierto.
– ¿Cómo es eso?
– El Greco y el Crespo siguieron con él. Ayer como a las cinco dicen que salió caminando, como si fuera para el estudio, y entró por el pasillo de una casa que está en Diecinueve y A. Lo esperaron más de una hora y después descubrieron que el pasillo tenía un garaje con salida a Veintiuno. Se esfumó. No está en la casa ni en el estudio.
– ¿Ya hablaron con la mujer?
– Sí, pero nada más para preguntarle por él, y también dijo que estaba en el estudio.
El Conde encendió un cigarro, tratando de vencer la última trinchera del sueño, y entonces lo recordó.
– Oye, Manolo, estaba soñando algo rarísimo: veía al asesino pero no podía verlo… Tú sabes, esa cosa extraña de los sueños: cuando creía que iba a verlo, no lo veía, porque además tenía algo así como un disfraz… Me cago en diez, estoy obsesionado con los travestís, la transfiguración, el ánima sola y toda esa mierda.
– ¿No era Salvador?
– No sé, no sé, pero ahora sí estoy convencido de que lo conozco, no sé por qué, pero estoy convencido. Mira, ve y habla con la mujer de Salvador, apriétala pero no te pases de rosca y ven a buscarme a las, bueno, cuando termines.
El Conde colgó el teléfono y observó su entorno: sólo había huellas de desastres más o menos antiguos. Ropa en el suelo, una colilla aplastada, el pezRufino nadando en aguas cada vez más turbias. Tengo que limpiar esta pocilga, se dijo, pero se olvidó de la exigencia al observar su propia desnudez, que lo remitió a la aventura erótica de la noche anterior. Dios, qué horror, dice que casi siempre es heterosexual, ¿dónde coño estoy metido?, se interrogó y sonrió mientras se felicitaba por tener suficiente café para otras dos mañanas.
Mientras esperaba, el Conde atrapó al vendedor de periódicos que pasó por la acera con su precioso tesoro informativo bajo el brazo y, como no era cliente habitual, debió pagarle el doble -después de rogar lo suficiente- para obtener el diario. Todavía sin camisa, en el portal de su casa, se dedicó a saludar a los conocidos que pasaban mientras deglutía titulares y picoteaba textos para hacer un resumen noticioso, que le dejó algunas certidumbres. Según las páginas internacionales del periódico el mundo parecía estar bastante jodido, aunque los países socialistas -a pesar de las dificultades y de incesantes presiones externas- estaban decididos a no abandonar la senda ascendente y victoriosa de la historia. Las páginas nacionales, por su parte, demostraban que la isla no estaba nada mal, salvo algún imprevisto, como el del accidente ferroviario que había dejado varios muertos (y que por supuesto no estaba planificado). Incluso se sembraban lombrices, el sacrosanto CAME, el Consejo de Ayuda Mutua Económica prometía resolver los problemas de la telefonía cubana y hasta llovería y habría eclipse de luna en una semana. Esa fue la noticia que más le gustó: el eclipse sería el día del cumpleaños del Flaco. ¿Y cuándo llegará Dulcita? Además, el periódico decía que esa tarde había un recital de poesía del famoso Eligió Riego, y decidió que, como le gustaría hablar con él, llamaría al mayor Rangel para que lo pusiera al habla con su amigo el poeta…
El Conde respiró hasta llenarse los pulmones, en el momento en que un camión arrojaba sus gases indigestos. Pero sintió que la lectura del periódico lo había fortalecido para afrontar un nuevo día de dura labor.
– ¿Y dónde puede estar metido ese tipo?
El auto avanzaba, sorteando los baches del último bombardeo nuclear que debió de haber sufrido aquel tramo de la Calzada. Después de recogerlo, el sargento Manuel Palacios le había hablado de su entrevista con la mujer de Salvador K: ella insistía en que su marido había salido hacia el estudio y, si no estaba allí, no se imaginaba dónde podía estar, y le preguntaba, bastante ansiosa, al policía: ¿hago la denuncia en la policía?
– Manolo, ¿tú crees que de verdad ella no sabe?
– No sé, Conde, aquí el sicólogo eres tú. No sé si quería engañarnos.
– ¿Y le pediste una foto del tipo?
– Claro. ¿Vamos a circularlo?
El Conde cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás.
– Vamos a esperar un día. A lo mejor aparece él solo y no tenemos que formar más bulla.
– Ojalá, pero no te confíes. Si ese tipo fue el que jodió al mariconcito, se nos puede esfumar, Conde. Coger una lancha para irse, no sé…
– Vamos a esperar un poco más -decidió el teniente, cuando el auto se detuvo en un semáforo. Junto a ellos se había colocado una guagua y, desde su asiento, el Conde vio al chófer del ómnibus. Era un hombre de unos cincuenta años y el policía descubrió que tenía cara de guagüero: miraba hacia la calle mientras, aburridamente, golpeaba el timón con el borde del anillo matrimonial que llevaba en la mano izquierda. Lucía aquella joroba leve pero evidente que dan los años a los chóferes profesionales, y algo en su rostro era capaz de advertir: ese hombre no podía ser otra cosa en la vida: era un guagüero, determinó el Conde, y entonces vio a la muchacha que le hacía señas, pidiendo de favor que le abriera la puerta del ómnibus. Desde su altura olímpica el guagüero pareció pensarlo mucho, para finalmente acceder al ruego, un segundo antes de que la mujer se arrodillara para suplicar en plena calle. Entonces ella sonrió, mientras le daba las gracias y depositaba su moneda en la alcancía, justo cuando el sargento Manuel Palacios puso el auto en movimiento y dejaron atrás la guagua.
– Oye, Manolo, entra en Luyanó, quiero ver al Gordo Contreras.
– ¿Al Gordo? -preguntó el sargento Palacios como si no hubiera entendido, aunque el Conde sabía que ése no era el sentido de la pregunta. De pronto la visión del guagüero con cara de guagüero le había hecho sentir la fatalidad de ciertos destinos, ya establecidos desde siempre, y de inmediato recibió como una orden la necesidad de hablar con el capitán Jesús Contreras. ¿De qué? De cualquier cosa. Simplemente tenía que verlo.
– ¿Qué pasa?, ¿te dijeron que estaba prohibido hablar con él?
– No, Conde, no jodas, tú sabes que no es eso, es que… Acuérdate de lo que te dije ayer.
– No jodas, tú, Manolo. ¿Tienes miedo?
El sargento suspiró y torció a la derecha.
– Está bien -aceptó, mientras movía la cabeza, negando, para enfatizar su desacuerdo-. Sí, tengo miedo. Te lo dije ayer… ¿Y tú por qué lo haces? ¿Para demostrar que eres un bárbaro y no tienes miedo o porque sí lo tienes?
La casa de Contreras hacía esquina, una cuadra antes de llegar a la Calzada de Luyanó. Era una de las edificaciones viejas y típicas del barrio, con la puerta de salida directamente sobre la acera y unas altísimas ventanas enrejadas, cubiertas del hollín pernicioso de las industrias cercanas. Mucho tiempo atrás, cuando el Conde no soñaba siquiera que alguna vez sería policía y conocería al capitán Jesús Contreras, ya había determinado que no le gustaban aquellas casas chatas ni aquel barrio herrumbroso, demasiado monótono y tan gris, sin jardines ni portales y, desde siempre, con pocos vidrios sanos.