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– Quédate tú en el carro -le dijo a Manolo. Bajó y golpeó la aldaba de hierro.

El Gordo Contreras abrió la puerta y se iluminó con una sonrisa a la que el Conde temía como a la muerte.

– Mira, mira -dijo el capitán-, pero mira quién es. Entra.

Y le extendió la mano. Pero esa vez el Conde se dijo que ya era tiempo de luchar por los humildes y los desposeídos de la tierra: el mayor placer del Gordo era exprimir manos, fueran amigas o enemigas, con aquellas palas mecánicas de cinco dedos, capaces de levantar presiones de una tonelada, y hacer que las rodillas del ingenuo saludado se doblaran con el dolor de la presión devastadora de carpos, metacarpos, falanges, falanginas y hasta de pobres falangetas…

– Que tu madre te dé la mano, gordo maricón.

Y fue la explosión. El segundo placer mayor del Gordo era reírse, con aquellas carcajadas retumbantes, de terremoto humano, que ponían a bailar la papada, las tetas y la panza inabarcable y siempre sudorosa del capitán Jesús Contreras, jefe del departamento de Tráfico de Divisas de la Central.

– Eres un hijo de puta, Conde, por eso te quiero. Y ya veo que de verdad tú me quieres a mí. ¿Sabes una cosa? -y volvió a reír, como si fuera inevitable-, eres el primer hijo de puta policía que viene a verme…

Y se rió todo un minuto más, convulsivamente, groseramente, sudorosamente, mientras el Conde miraba hacia el techo, esperando ver la caída mortal de los primeros trozos del cielo raso.

Esto es duro, Conde, duro pero durísimo, te lo juro por mi madre. Mira, hasta me puse el pijama para cumplir con el plan: si me ponen en plan pijama, pues obedezco y me pongo el pijama, pero lo que sí no voy a hacer es rogarle a nadie. Ni al Mayor ni a los investigadores esos ni a nadie, porque yo estoy más limpio que la virgen María. Y si huelo a mierda es porque trabajo en la mierda, me baño en la mierda y vivo en la mierda, como cualquier policía que se respete, y no le voy a permitir a nadie que me embarre con otras mierdas que sí no son mías. No son mías, Conde. No, no, espérate. Eso es lo mejor de todo: no me acusan de ni cojones, pero como hay líos con el tráfico de divisas me quieren envolver a mí en la historia porque dicen que yo debía saber… ¿Saber qué? ¿Saber lo que hacían otros policías que hasta ayer eran buenísimos y ahora están tronados? Lo mío estaba en la calle, partiéndole la vida a los que estuvieran luchándole un fula a los extranjeros y eso lo hice bien, y tú mismo lo sabes. En la calle no se movía un dólar que a mí se me escapara, y si tenía informantes claro que les daba protección, si no quién carajos me iba a informar, ¿no? Ahora, si había cuentas en bancos de Panamá, y había gentes de arriba en otros negocios con dólares, y con tarjetas de crédito y toda esa historia, yo sí no podía llegar a eso, ahí no había negrito de La Habana Vieja ni blanquito bisnero del Vedado ni jinetera de La Lisa que pudiera llegar. Esa historia no es mía ni tiene que ver conmigo… Pero no te preocupes, Condesito, que a mí no hay por donde agarrarme. Todo lo que hay en esta casa es mío, mío porque me lo gané con mi trabajo o porque alguien me lo regaló, y yo no tengo culpa si ese alguien ahora está en desgracia, ¿tú me entiendes? Y tú sabes que a todo el que le dijeron coge, ése cogió, ¿o es mentira? Ahora hasta dicen que si el nivel de vida, que si privilegios indebidos, oye tú eso. Pero ¿qué quieren, monjes tibetanos vestidos con un pedazo de piel de burro? Yo lo que sé es que yo sí no me robé un centavo, ni uno. Bueno, tú me conoces, Conde, ¿verdad? Pero lo más duro es ver cómo la gente que hasta hace dos días casi se me arrodillaba para que yo la ayudara, y se desvivía por ser mi amiga, y me llevaba café a la oficina y decía que Sérpico era un comemierda a mi lado, ahora no quieren ni oír hablar de mí porque yo puedo perjudicarla, yo puedo embarrarla… El único que me ha llamado ha sido el mayor Rangel, para que le dijera si me hacía falta algo, ¿y tú sabes qué le dije? Que a mí sí me roncan los cojones y que no me llamara más si no era para decirme que querían disculparse conmigo. Eso es lo único que acepto yo, Conde: disculpas, homenajes y medallas… No, no me estoy cerrando, pero uno tiene que tener su orgullo, porque si no, ¿qué coño es lo que tiene?, ¿eh?, ¿dime? Y como yo estoy limpio, tengo la moral más alta no que el Turquino, más alta que el Himalaya, qué carajo… Pero esto es terrible, Conde. Nada más llevo un día suspendido y estoy peor que un rabo cuando le cortan el perro. Estoy así, en el aire, sin saber dónde coño me voy a posar. Son veinte años de policía, y lo más jodido es que no sé hacer otra cosa y que de contra me gusta ser policía. ¿Qué coño voy a hacer con mi vida, Conde?, dime, ¿qué voy a hacer? Y ahora hasta soy un apestado, y te voy a decir una cosa: por tu bien no vengas a verme más. Soy yo el que no quiere que vengas, porque tú eres mi amigo, y ahora sí que me lo has demostrado, y por eso mismo no quiero joderte, Conde. Y tú cuídate, que el horno no está para panecitos y cuando le tiran la mierda al ventilador, cualquiera se embarra… Hasta un tipo como tú, que eres hombre y amigo como se dice en la calle… Dame la mano, Conde, no seas maricón. Dámela, por mi madre que no te voy a apretar… Eso es… Te cogí, come-mierda… Ja, ja, ja… Eso es para que nunca confíes en un policía, ja, ja, ja.

– Dale, vamos. Vamos. Vamos a cualquier parte menos a la Central -dijo el Conde mientras entraba en el auto y dejaba caer en la acera la colilla del cigarro.

– Ahora mismo llamaron de allá.

– Pero yo no tengo ganas de ir y no voy a ir, Manolo -lo interrumpió el Conde y pateó el piso del auto, en un gesto de histeria evidente-. Lo que están haciendo con el Gordo es una buena cabronada… ¿Cómo van a acusar a un policía como él? Yo no voy a la Central, Manolo.

– ¿Me vas a dejar hablar, Conde?… Llamaron porque Alberto Marqués te anda localizando por algo urgente. Fue eso.

El Conde sintió cómo la plenitud rabiosa del sol de agosto penetraba el parabrisas y le golpeaba el pecho y el estómago. Se ajustó sus espejuelos oscuros.

– Dale, vamos a verlo.

El sargento Manuel Palacios puso el auto en marcha y miró al Conde. Ya conocía demasiado a su compañero como para intentar cualquier razonamiento con él. Prefirió manejar en silencio, hasta detenerse frente al número 7 de la calle Milagros, entre Delicias y Buenaventura.

– Tampoco quieres que te acompañe, ¿verdad? -dijo, y el Conde sintió la acidez de la interrogación final.

– No, prefiero hablar yo solo con él. Creo que es mejor.

El sargento miró hacia el frente: del pavimento se desprendían nubes de calor, como fantasmas danzantes en busca del cielo prometido.

– Pues cógete el caso para ti solo, y de paso quédate con el maricón. Y que te aproveche. Si es que dando tantas vueltas como un perro con lombrices puedes resolverlo… Oye, Conde, tú sabes que yo te aprecio y siempre quise trabajar contigo, pero ya tú no eres el mismo.

– ¿Pero qué es lo que pasa, Manolo?

– Pasa todo, Conde. Pasa que tiras los casos a mierda, que parece que te avergüenza ser policía, que haces todo como te da la gana… y que te puedes equivocar.

El Conde encendió un cigarro antes de hablar.

– No seas comemierda, Manolo, que no es nada de eso… Es que yo -y se detuvo antes de completar una justificación que sonaría falsa. Tal vez el sargento tenía razón y lo relegaba y hasta lo excluía de ciertas zonas del caso, pero ya no había remedio: aquel diálogo era entre el Marqués y él, y la presencia del sargento podía cortar la delicada comunicación con el dramaturgo. Es como una pieza de cámara para dos actores, pensó, y dijo-: Tú tienes razón en todo lo que dices y te pido disculpas, pero quédate aquí.