En París, en primavera, no se suele pensar en el suicidio. Al menos, yo no. Me sentía tan libre y tan inteligente que no podía imaginar que toda aquella libertad, aquella inteligencia, aquella primavera reveladora me llevarían después a sufrir tanto y a presenciar mi último acto dramático… El Recio me decía que yo estaba desconocido, que nunca me había visto así, tan optimista y tan feliz, mientras íbamos en el taxi hacia la casa de Sartre y Simone, que me habían citado para cenar aquella noche y a los que iba a invitar formalmente para que vinieran a Cuba al estreno de mi nueva versión deElectra Garrigó. Esa noche, sin embargo, el destino había decretado que una decisión mía fuera el posible principio de todo. Le comenté al Recio que tal vez era mejor no llevar al Otro Muchacho, pues temía que hiciera una de sus barbaridades, que podían ir desde emborracharse y vomitar en una alfombra hasta querer darle un beso a Jean-Paul por no haber aceptado el Nobel… Y el Recio me dijo que pensaba igual, que el Otro estaba bien para travestís y lugares públicos sin mayores consecuencias, pero no tan bien para la casa de Simone… Fue una cena deliciosa, en la que ni siquiera faltaron las velas: bebimos vino de Burdeos, comimos platillos de quesos franceses combinados con los mejores quesos italianos, y una carne con salsa de champiñones que embriagaba cada una de las papilas de la boca y de la memoria afectiva, incapaz de evocar otro sabor así. Y el helado holandés del postre… Toda la noche hablamos de mi proyecto, les comenté cómo imaginaba el escenario y los vestuarios, y sobre todo la gestualidad que quería imponer a los actores, maquillándolos como máscaras griegas pero con caras muy habaneras, de blancos, mulatos y negros habaneros, tratando de que la máscara los mostrara y no los ocultara, que los revelara interiormente y no velara esa espiritualidad trágica y a la vez burlesca que quería buscar como esencia de una cubanía en la que Virgilio Pinera fungía como máximo profeta, porque para él, si algo nos distinguía del resto del mundo, era poseer esa sabiduría criolla de que nada es verdaderamente doloroso o absolutamente placentero. Mi puesta, les explicaba entonces, sería una estilización extrema de los viejos bufos habaneros del diecinueve y del vernáculo criollo del teatro Alhambra, pero asumidos desde una voluntad trágica y filosófica, hasta dejar sólo su esencia artística, pues al fin y al cabo ése ha sido el gran teatro de la idiosincrasia cubana… Comentaba que por eso también debía ayudarme mucho con la palabra, y no pretender, como el pobre Artaud, buscar un lenguaje escénico sólo apoyado en signos o gestos activos y dinámicos, porque uno de los rasgos más visibles de la cubanía es nuestra incontenible propensión a no cerrar la boca. Como Artaud, eso sí, quería demostrar que, si el teatro no es un juego, sino una realidad verdadera, más verdadera que la misma realidad, debía resolver el problema que siempre significa devolverle al teatro ese rango, para hacer de cada espectáculo una especie de acontecimiento capaz de provocar la perplejidad y desatar la inteligencia, sobrepasar siempre el fácil estado de la recreación digestiva, como decía él… Y la máscara facial debía ser algo esencial en el propósito revelador de esa máscara moral con que ha vivido mucha gente en algún momento de su existencia: homosexuales que aparentan no serlo, resentidos que sonríen al mal tiempo, brujeros con manuales de marxismo bajo el brazo, oportunistas feroces vestidos de mansos corderos, apáticos ideólogos con un utilísimo carnet en el bolsillo: en fin, el más abigarrado carnaval en un país que muchas veces ha debido renunciar a sus carnavales… Lo que quería, ni más ni menos, era darle proyección poética trascendente, fuera de un tiempo concreto, pero en un espacio preciso, a una tragedia que el autor concibió como una disyuntiva familiar: quedarse o partir, acatar o desobedecer, o lo mismo de siempre, desde Edipo y Hamlet: ser o no ser… Al final de la noche les conté cómo los travestís de París me habían dado la clave última de aquel transformismo espectral que magnificaba la aspiración suprema de la representación, donde el actor muere bajo el atuendo del personaje y el enmascaramiento deja de ser un acto pasajero y carnavalesco para convertirse en otra vida, más verdadera por ser más deseada, conscientemente escogida y no asumida como simple ocultamiento coyuntural… Entonces Sartre, con esa vista de águila que siempre tuvo, se convirtió en mi oráculo: ¿No es demasiado complejo lo que te propones?, empezó por preguntar, para decirme que tuviera cuidado con las revelaciones, pues siempre proponen diversas lecturas y esa diversidad podía ser peligrosa para mí, igual que el fatalismo esencial que quería representar a través de una Electra cubana del siglo veinte: ya había oído decir a ciertos burócratas insulares que el arte en Cuba debía ser otra cosa y esa otra cosa no se parecía a mi Electra Garrigó y su disyuntiva de ser o no ser… Pero estaba escrito que yo no iba a oírlo: mi decisión era irrevocable, y así lo contó Plimpton en la entrevista que me hizo y publicó en París Review.
Regresamos y, esa noche, para continuar la borrachera intelectual y física en que vivía en medio de aquella primavera de París, el Recio y yo hicimos el amor por primera y también por única vez, después de casi veinte años de amistad, mientras su tocadiscos hacía girar lánguidos valses de Strauss. Todo era posible, todo estaba permitido, todo era mío, pensaba a la mañana siguiente cuando bebía en la cama el café arábigo que el Recio había colado y escuchamos que tocaban a la puerta. Recuerdo que recordé que no había recordado al Otro Muchacho, excluido por nosotros, y pensé entonces que era él, de regreso al fin de su orgía perpetua, pero el Recio me dijo que el Otro tenía llave, así que abrió la puerta y allí estaba, hierático y tan voluminoso, el inesperado funcionario de la embajada con la noticia que nos soltó desde su gruesa y petulante altura de diplomático inmaculado: el Otro Muchacho estaba preso en una comisaría de Montmartre por escándalo público, agresión y conductas impropias y la embajada no podía asumir ni la fianza ni la representación legal de aquel problema personal…
Otra vez tuvimos que llamar a Sartre, que por suerte no había salido de su casa, y fuimos con él a la comisaría, un sitio horrible donde no había nadie que se pareciera a Maigret y donde no entraba ni un furtivo soplo de la primavera que envolvía al resto de la ciudad: allí la armonía tenía su cárcel y tal vez su guillotina. Pero antes Jean-Paul había hecho un par de llamadas y, cuando llegamos, le entregaron al Otro Muchacho, envuelto en lágrimas y mocos y con la camisa rota, y se resolvió que no hubiera juicio ni fianza, pues todo había sido una pelea un poco exaltada entre homosexuales de dudosa procedencia nacionaclass="underline" el Otro y un indocumentado travestí albanés del que -aseguraba, juraba, gritaba- se había enamorado. Pero el mal mayor ya estaba hecho: el Otro debió presentarse esa tarde en la embajada y le dijeron que iba a regresar a Cuba en el avión que salía a la mañana siguiente. Esa noche el Recio y yo hablamos mucho con él, que lloraba, desconsolado por su amor perdido, asustado por su futuro de escritor representativo que parecía también perdido, y nos pedía perdón, sufriendo por adelantado el castigo que le esperaba en La Habana, donde debía presentarse, dos días después, en la dirección del Consejo Nacional de Cultura que había financiado su viaje a París, precisamente a París, aquella precisa primavera en que soñé que todo era posible, que todo era mío, que el teatro era yo.