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– ¿Quieres hablar tú?

– Ah, ahora quieres que sea yo el que hable… Cómo tú sabes, Mario Conde…

– ¿Quieres o no quieres? -preguntó el Conde, con tono de discusión terminada y el sargento Manuel Palacios movió la cabeza diciendo que sí: es demasiado policía este cabrón para decir que no, pensó el teniente, y abrió la reja que conducía a la mansión de los Arayán. En el jardín, una estrella giratoria lanzaba tenues cortinas de agua sobre la alfombra de césped recién segado, del que se levantaba un aroma que siempre conmovía al Conde: el perfume de la tierra húmeda y la hierba cortada, un olor telúrico y simple que inevitablemente le remitía la imagen de su abuelo Rufino el Conde, con un tabaco agónico pero bien mordido entre sus dientes, rociando con agua la capa de serrín de la valla de gallos, mientras de una radio brotaban controversias de punto de poetas campesinos guajiro. El Conde deseó, en aquel instante en que oprimía el timbre de la casa donde había vivido Alexis Arayán, estar otra vez tras el tablado circular que delimitaba la valla, muy cerca de abuelito Rufino, como en aquellos días en que el mundo entero dependía sólo de las espuelas de un gallo y la habilidad de un gallero para que su animal peleara con cierta ventaja.

Nunca juegues si vas parejo, le había enseñado su abuelo, regalándole en una frase toda la filosofía de una vida.

– Buenas tardes -dijo María Antonia cuando abrió la puerta.

Los policías la saludaron y el Conde le dijo que deseaban hablar con ella y con los padres de Alexis.

– ¿Por qué? -preguntó la mujer, que había encendido sus luces de alarma.

– Por lo de la medalla…

– Pero es que -empezó ella y a las luces se unieron las sirenas: peligro inminente, advirtió el Conde. -¿Ellos no saben que usted la encontró?

La negra negó con la cabeza.

– Pero se tienen que enterar… Esa medalla nos puede decir mucho sobre la muerte de Alexis.

Ella volvió a mover la cabeza, pero ahora para afirmar, y con la mano les indicó que entraran.

– La que está en casa es la señora Matilde.

– ¿Y el compañero Faustino?

– Está en Relaciones Exteriores. El lunes debía salir para Ginebra, pero la señora sigue muy nerviosa… -informó entonces y el Conde y Manolo vieron cómo María Antonia, la de los pies alados, salía en su vuelo rasante hacia el interior de la casa, después de indicarle los butacones de cuero de la antesala.

– La vamos a meter en candela, Conde.

– No te preocupes, que esa negra sabe más que tú y que yo…

Matilde tenía el aspecto de una anciana muy enferma. En tres días, desde que el Conde le informara de la muerte de su hijo, la mujer parecía haber vivido veinte años devastadores, dedicados día tras día a mancillar los rasgos de vitalidad que pudiera haber conservado. Ella los saludó, con voz somnolienta, y ocupó otra de las butacas, mientras María Antonia permanecía de pie, como exigía su personaje de criada sumisa. El Conde pensó otra vez que estaba en medio de una representación teatral demasiado parecida a una realidad prefabricada y en la que cada cual ya tenía asignado su papel y su asiento.El gran teatro del mundo, qué disparate. La Tragedia de la Vida, más disparate todavía. ¿La vida es sueño?

– Bueno, Matilde -comenzó Manolo, y era evidente que se le hacía difícil la conversación-, supimos por María Antonia algo que pudiera ser importante para nuestro trabajo, aunque quizá tampoco signifique nada… ¿Me entiende?

Matilde movió apenas la cabeza. Claro que no podía entender, se dijo el Conde, pero decidió esperar. Manuel Palacios tenía el instinto del perro que siempre termina por recuperar el buen rastro. Entonces el sargento le contó el hallazgo de María Antonia y agregó su conclusión:

– Si esa medalla es la suya y Alexis la había escondido allí, pues no hay problemas. Pero si es la de su hijo, creemos que eso puede aclarar algunas cosas…

– ¿Como cuáles? -preguntó la mujer, que parecía despertar al fin de un sueño invernal.

– Bueno, todo es una suposición, pero si él puso allí su medalla, fue tal vez porque pensaba suicidarse y no quería que se perdiera… Aunque existe otra posibilidad, quizá menos factible: que alguien la pusiera allí…

– ¿Cuándo?

– Tal vez después de la muerte de Alexis -dijo Manuel Palacios, y el Conde lo miró. Me cago en su madre, se dijo entonces el teniente, sorprendido ante aquella extraña posibilidad que no había contemplado. ¿El asesino podía haber escondido allí la medalla?, no, claro que no, trató de decirse el Conde, aunque sabía que sí podía ser. Pero ¿por qué?

– ¿Cómo es esa historia, Toña? -preguntó entonces Matilde, sin apenas volverse hacia la negra. María Antonia, desde su sitio dramático, le contó su descubrimiento, muy temprano esa mañana, y su llamada a Alberto Marqués.

Matilde se volvió a observada y finalmente dijo-: Tráeme la medalla, hazme el favor.

Con sus pasos deslizantes María Antonia se perdió hacia el interior de la casa, mientras Matilde miraba a los dos policías.

– No eran exactamente iguales. Yo diferenciaba la mía y la de Alexis. El hombre de la mía tenía un reborde debajo del brazo izquierdo -dijo, y volvió a un silencio que se fue llenando de ansiedad a lo largo de los minutos en que se demoró el regreso de María Antonia-. Dámela -pidió entonces Matilde; se acercó a los ojos la brillante figura apresada en la circunferencia y dijo-: Esta es la de Alexis -y no había rastro de duda en su voz.

– Menos mal -soltó el sargento Manuel Palacios, traicionado por la intensidad de sus deseos, y el Conde se apresuró a penetrar por la brecha de vitalidad que había demostrado Matilde.

– También queremos preguntarle si está segura de que ésta es la letra de Alexis -y le mostró la hoja bíblica.

La mujer extendió el brazo mecánicamente, para alcanzar los espejuelos que estaban sobre la mesa rinconera, y María Antonia se adelantó para ponérselos en la mano.

– Sí, creo que sí. Mírala tú, María Antonia.

– Es la suya -dijo la criada, sin necesidad de espejuelos, y con la misma seguridad que ya le suponía el Conde en el arte de identificar a los autores de las más famosas Madonas italianas… El teniente observó el cenicero limpio, y esta vez se contuvo. Habló, mirando a las dos mujeres.

– Señora, la medalla, esta hoja arrancada por Alexis y escrita por él, y el vestido que llevaba esa noche son cosas muy extrañas. ¿Alguna vez Alexis habló del suicidio en su presencia?

Usted no puede imaginarse lo que siente una madre cuando descubre que su hijo es homosexual… Es como pensar que todo ha sido en vano, que la vida se interrumpe, que es una trampa, pero entonces una empieza a pensar que no, que es algo pasajero y todo volverá a ser normal, y el hijo que soñó casado y con sus propios hijos, va a ser un hombre igual que los demás, y entonces empieza a mirar a todos los hombres, deseando cambiarlos por su hijo, ese hijo que una se dice que todavía está a tiempo de ser lo que una quiso que fuera. Pero la ilusión duró muy poco, Alexis nunca iba a cambiar, y más de una vez yo hasta deseé que se muriera, antes de verlo convertido en un homosexual, señalado, execrado, disminuido… Sé que si hay Dios en el cielo, yo no tengo perdón. Y por eso lo digo ahora con tanta tranquilidad. Además, después me acostumbré a lo inevitable, y asumí que por encima de todo él era mi hijo. Pero su padre, no. Faustino no iba a admitirlo nunca, y convirtió su desengaño en desprecio hacia Alexis. Entonces prefirió vivir más tiempo fuera de Cuba, y dejarlo a él aquí, con María Antonia y con mi madre. Y eso fue muy duro para Alexis: ¿se imagina usted lo que es sentirse distinto y despreciado en la escuela, en la calle y hasta en la casa, y que su propio padre lo rechace y lo niegue? Un día, a la salida de un teatro, Faustino y yo estábamos conversando con unos amigos nuestros, y Alexis salió, acompañado por un muchacho como él, de unos trece años, y Faustino le volvió la cara, para demostrarle que no quería ni saludarlo. Fue algo demasiado cruel. Y todo eso le fue creando un sentimiento de culpa a Alexis, y lo peor es que yo insistí en curárselo como si fuera posible curar eso o su inclinación por los hombres. Lo llevé a varios siquiatras, y ahora sé que fue un error. Todo eso lo hacía sentirse más infeliz, más despreciado, más distinto, no sé, como si fuera el leproso de la familia. Entonces fue cuando empezó a ir a la iglesia y parece que allí nadie lo humilló, y también empezó a conversar con Alberto Marqués, cuando ese hombre estaba trabajando en la Biblioteca de Marianao, y su vida se fue haciendo por esos rumbos, lejos de mí, de su familia… Últimamente él era un desconocido para mí. Desde que tuvo la última discusión con su padre y Faustino lo botó de la casa, apenas venía una vez a la semana, a hablar con su abuela y con María Antonia, y algunas veces conversaba conmigo, pero nunca me dio cabida en su mundo. Mi hijo ya no era mi hijo, ¿entiende ahora?, y de eso yo tuve mucha culpa. Ayudé a que fuera una persona triste, sin amor, y a que empezara a decir que tal vez todo era mejor si él nunca hubiera nacido o incluso si se mataba: así mismo me lo dijo él un día. ¿Eso es lo que usted quería saber? Pues me lo dijo… Y ahora, ¿se asombraría mucho si yo le dijera que también estoy deseando morirme?, ¿si le dijera que la muerte de Alexis está creada también con estas dos manos? Dígame, ¿conoce usted un castigo peor que éste?