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– Coño, menos mal, parece que va a llover. Bueno, arriba, tú no quieres ser el gran policía. Dime, ¿ahora qué tenemos?

– Bueno, Conde…

– Primero sabemos que es la medalla de Alexis, y eso da dos posibilidades: que él la haya puesto allí o que la haya puesto alguien que entonces tiene que ser el asesino. A ver, ¿quién pudo ponerla allí?

– No fue María Antonia, porque no habría llamado, ni Matilde porque era la única que podía diferenciar las medallas.

– ¿Faustino?

– No, Conde, no jodas. Es su padre. Ellos tenían sus problemas, pero tú estás prejuiciado con el hombre. Dame un cigarro, anda.

– Entonces tenemos que aceptar que el asesino es un extraño que entró en la casa para poner allí la medalla.

– Bueno, debe ser, ¿no? El día del velorio y el entierro la casa se quedó vacía.

– No jodas tú, Manolo. ¿Para qué iba a hacerlo?

– Bueno, pues para despistarnos. Acaba de darme el cigarro.

– Toma… Pero el asesino ese no sabía que las medallas eran distintas, ni debía saber tampoco que había dos medallas, ¿no?

– Verdad, a lo mejor no lo sabía. Pero si no fue Alexis el que la puso allí, entonces sí lo sabía.

– ¿Y dónde queda tu teoría de que el asesino no tiró el cadáver al río porque nadie lo iba a conectar con Alexis?

– Sí, eso no cuadra bien… A ver, ¿y si Alexis, que sí sabía que eran diferentes, se lo dijo a Salvador, o a otro de sus amantes?… Menos mal que está lloviendo, a ver si se va un poco el calor. Mira, en la casa han entrado en estos días el jardinero, que estuvo ayer; el mecánico de las cocinas de gas, el jueves; el médico de Matilde, tres veces desde la muerte de Alexis; cinco, siete, ocho gentes de la familia de Matilde y Faustino antes y después del entierro; los dos mariconcitos amigos de Alexis, Jorge Arcos y Abilio Arango, ¿no?… A ver, son trece personas, por lo menos.

– Demasiada gente. Buen aguacero, ¿eh?…

– Sí. Aunque el médico tuvo más oportunidades que los otros, ¿no te parece?

– Claro, estuvo un día con Matilde hasta que se durmió. Pero ¿por qué se escondió Salvador K?

– Sí, hasta ahora parece el dueño de la rifa, ¿no?

– Conde, el mecánico de la cocina era nuevo. ¿No sería Salvador?

– No jodas, Manolo, no me aprietes tanto. Imagínate todas las casualidades que hacen faltan para que Salvador se enterara de que hacía falta arreglar esa hornilla y sustituyera al mecánico, pusiera la medalla, y de contra arreglara bien la cocina.

– Conde, tú has visto casualidades peores… De todas maneras, si está huyendo es porque hizo alguna cagada.

– Segurete. Y tenemos la hoja de la Biblia anotada por Alexis y escondida en el libro de Pinera…«Dios Padre, ¿por qué lo obligas a tanto sacrificio?»… ¿Qué te parece esto?

– Ahí sí que estoy en blanco.

– No jodas, Manolo, si es fáciclass="underline" Alexis sufre y se solidariza con alguien que sufre, ¿no?

– Sí, muy bonito, pero dime una cosa: ¿por qué metió la hoja en el libro ese?

– Pues porque ya él pensaba vestirse con el traje de Electra… Quería montar su propia tragedia. Eso suena bastante maricón, ¿no te parece?

– Si tú que sabes de eso lo dices… ¿Y lo de las monedas? ¿Ya se te olvidó?

– Claro que no, pero sobre eso sí que no tengo la más puta idea. ¿Y tú, genio?

– Lo que te dije: le estaban pagando algo.

– Pero dime qué cosa… coño, ¿sería una delación?

– Ah, qué se yo. Oye, ¿y qué tú crees de María Antonia?

– Toña la Negra, la de los pies ligeros… No sé qué pensar, pero sí sé algo: esa negra sabe muchísimo más de lo que aparenta. ¿Por qué tú crees que llamó al Marqués y formó este lío con la medalla?

– Para que nosotros nos enteráramos.

– Eso es lo que pienso. Entonces es porque sabe algo que…

– ¿La citamos para la Central?

– No jodas, Manolo, tú quieres resolverlo todo metiéndole un huevo en el tornillo a la gente. Si fuera tan fácil nos hubiera llamado a nosotros. Parece que va llover toda la tarde, ¿no?

– Sí, mira cómo está el cielo por el barrio tuyo… Bueno, ¿y qué hacemos mientras aparece Salvador y nos dice que se fue de la casa porque no resistía más a la mujer?

– ¿Qué hacemos? Pues pensar, qué otra cosa podemos hacer. Pensar como un par de pensadores que somos… Déjame en la casa, anda.

Quiso creer que la lluvia que limpiaba los cristales también limpiaba su mente y lo ayudaba a pensar. Por eso pensaba colocando frente a él la imagen escurridiza y velada que se le presentó en el sueño, tratando de que su ejercicio mental fuera capaz de arrancar la máscara tras la que se ocultaba la verdad. Siempre la verdad. Siempre escondida o transfigurada la cabrona verdad: unas veces detrás de palabras, otras detrás de actitudes y a veces hasta detrás de toda una vida fingida y rediseñada sólo para esconder o transfigurar la verdad. Pero ahora sabía que allí estaba y le faltaba una idea, una luz como de reflector capaz de encender su mente y hacer saltar la putísima verdad. La verdad, se dijo entonces, pensando y pensando, es que me gustaría ver otra vez a Poly Culito de Gorrión, Dios, qué horror, recordó, y aunque sintió deseos de masturbarse se negó terminantemente aquella solución individualista y autosuficiente, ahora que aquel culito era verdadero y cogible, no esa noche, pero sí el domingo, había aceptado ella, porque el sábado voy al ballet, ¿tú sabes?, y si escampaba él aprovecharía para ir al recital de poesía de Eligió Riego, y tal vez podría hablar con el recitante, y pensó también que debía de hacer muchísimo tiempo que no veía al Flaco y que debía contarle su encuentro cercano de primer tipo con aquella loquilla que le había sacado todo el semen almacenado en su cuerpo, mientras decía: ¡Dios, qué horror!, como si todo fuese un error. ¿Cómo sería Dulcita ahora, después de tantos años viviendo en Miami? Tal vez habría engordado y tendría cara de ama de casa y se vestiría con aquellas ropas de brillo que usaban todos los que venían de Miami, o tal vez no, y todavía tendría aquellas piernas hermosas que él trataba de observarle hasta las últimas consecuencias -las nalgas que sabía durísimas, el Flaco se lo había dicho-, cuando su amigo no lo miraba. Si ella seguía siendo linda, perfecta, buena gente, ¿era justo que viera así al pobre Carlos? ¡Si todo se pudiera hacer de nuevo y el Flaco fuera otra vez flaco! Si Dios existía, ¿dónde coño estaba metido el día en que hirieron al Flaco, precisamente al Flaco?… ¿Quién? ¿Salvador? ¿El médico? ¿Y Faustino? ¿El reparador de cocinas? ¿O quizás alguna de las otras diez personas que estuvieron en la casa? ¿Y por qué nunca pienso que el Marqués tenga algo que ver en todo eso? ¿Un cobrador alquilado por el dramaturgo? No inventes, Conde, se dijo. Casi pude verlo, coño, pero se estaba bien allí, después de comerse los dos pescados fritos y un trozo de pan y haber colado más café, sin pensar en que si no compraba más ya para el lunes no tendría café, porque todo era mejor con el fresco que había traído la lluvia que no tenía intenciones de parar. ¿El Gordo Contreras estaría pensando mientras veía llover? Pobre Gordo, si pudiera consultarle el caso seguramente me decía algo que me podía ayudar. Ese cabrón sí es un buen policía. Ahora, sin el Gordo y sin el viejo capitán Jorrín, cuya muerte todavía lamentaba el Conde, el oficio de policía iba a resultar más difícil. ¿A quién consultarle sus incertidumbres? ¿Y dónde habrían metido a Maruchi? ¿Qué habría pasado después entre el Marqués y el Otro Muchacho de nombre impronunciable, deportado a La Habana por ser tan maricón? Necesitaba que el Marqués le contara el final de aquella aventura que en cada capítulo se hacía más personal y menos travestida. ¿Le diría por fin quién era el Otro Muchacho y si de verdad lo había rescabuchado el día en que orinó en su casa? Lo que sí necesitaba saber, pensó mientras veía correr el agua por los cristales, bebía un poco más de café, y encendía otro cigarro y miraba el reloj calculando que le sobraba tiempo para digerir esa noche algunos poemas de Eligió Riego, lo que necesitaba saber era el fin de la historia de Alexis Arayán, tan enmascarado y tan muerto en las hierbas sucias del Bosque de La Habana, perseguidor de una muerte que no se atrevió a ejecutar con sus propias manos, falso ajusticiado divino atravesando su