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Calvario sin fama ni cielo, sacrificio construido a su medida de homosexual pecador, trágicamente envuelto en los mantos de una Electra habanera. ¡Qué rico tú singas, papi…! ¿Eso era verdad? Nunca se lo habían dicho, al menos nunca se lo habían dicho así. Y de lo que decía el Marqués, ¿cuánto era verdad? En el mundo sólo el Flaco decía la verdad, y él mismo no le decía siempre la verdad a su amigo. ¿Faustino Arayán diría la verdad? ¿Y la negra María Antonia? ¿Y sería verdad que él, Mario Conde, estaría haciéndose amigo de Alberto Marqués, tan mariconazo y teatral? La verdad podía ser aquel guagüero con cara de guagüero que había visto esa mañana, golpeando el timón con su anillo, mientras decidía si le abría o no la puerta a la muchacha que le rogaba dando saltitos frente al ómnibus. ¿Qué podría ocurrir después entre esas dos personas que no se conocían y quizá nunca se hubieran conocido si la luz roja no detiene la guagua en ese instante preciso? ¿Ese era el azar concurrente? La lluvia seguía cayendo, rodaba blanda por los cristales como las ideas por la mente del Conde, que entonces miró sus manos y pensó, después de tanto pensar, que allí y en el río que lo arrastraba todo estaba la única verdad.

Se levantó y sacó de debajo de la cama la cajuela de la máquina de escribir. La abrió y observó la cinta, medio nublada de moho y perezas. Llevó la máquina a la cocina y la colocó sobre la mesa, y fue a buscar unas hojas de papel. Sentía que había visto un travestí y que la luz de la revelación había llegado a su mente, alarmada de tanto pensar. Metió la primera cuartilla en el rodillo y escribió: «Mientras esperaba, José Antonio Morales siguió con la vista el vuelo extravagante de aquella paloma». Le hacía falta un título: pero después lo buscaría, pensó, porque sentía en la punta de los dedos la urgencia de una revelación. Hundió los dedos en el teclado y siguió: «Observó cómo el ave tomaba altura…».

Fue un acto de magia perfectamente cumplido: la lluvia cesó, el viento arrastró las nubes hacia otros despeñaderos y un sol incendiario de las siete de la tarde regresó para encargarse de correr el telón del día. Pero el olor a lluvia parecía instalado para toda la noche en la piel de la ciudad, venciendo los vahos de gas, los amoniacos de orines secos, los olores equívocos de pizzerías abarrotadas y hasta el perfume de aquella mujer que caminaba frente al Conde, quizás hacia el mismo destino que él. Ojalá.

Con la euforia desbordada a causa de las ocho cuartillas mecanografiadas que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón, el Conde olvidó su prisa por llegar al recital y se dedicó, a través de los jardines devastados del Capitolio, a efectuar un exhaustivo registro visual, mientras marcaba el paso prodigioso de aquella mujer no menos prodigiosa en la que confluían todos los beneficios de un entrecruzamiento brutaclass="underline" el larguísimo cabello rubio, desmayado de tan lacio, le caía sobre unas nalgas cabalgables de negra horra, aquel culo de perfil estrictamente africano, cuyas redondeces de musculatura bien trenzada descendían por dos muslos compactos hacia unos tobillos de animal salvaje. La cara -para más asombro del Condeno desmerecía aquella retaguardia invencible: unos labios de frutabomba madura dominaban la circunferencia gracias a la brevedad de aquellos ojos asiáticos, escurridos, definitivamente malvados con los que, a la altura del teatro donde terminaría la persecución y el cacheo óptico, miró un instante al Conde con arrogancia oriental y lo descalificó sin derechos de apelación. La muy cabrona sabe que está buena y lo goza. Está tan buena que yo sí la mataría, se dijo el Conde, complacido de poder citarse a sí mismo, mientras atacaba las escaleras fastuosas por donde en otros tiempos subió y bajó de los salones más exclusivos del país todo el dinero de la ciudad, envuelto en batas de seda, trajes de dril y hasta pieles de zorro o de armiño, impensables en aquella villa tórrida donde, sin embargo, cualquier cosa era pensable.

En el segundo nivel del edificio encontró el salón de conferencias y asomó la nariz: al parecer la lectura de poemas había terminado y el poeta, tras la inmensidad agobiante de una mesa, donde reposaban sus papeles, sus espejuelos y un vaso mediado de agua, conversaba ahora con los fieles asistentes a su convocatoria lírica. Eligió Riego andaba cerca de los setenta años y su voz, perezosa y tibia, tenía un ritmo desacelerado que no era vejez ni agotamiento: era poesía.

Desde su distancia furtiva el Conde lo observó con curiosidad sentimentaclass="underline" sabía que, para muchos, aquel hombre de cara doméstica y guayabera empolvada de olvidos, era uno de los poetas más importantes que hubiera parido la isla, y que, en su paso por la poesía, además del tiempo, había legado una percepción única de ese país extraño y desproporcionado en el que habitaban. Aquella grandeza poética, para muchos imperceptible, oculta tras un físico que jamás nadie hubiera perseguido con admiración por las calles de La Habana, tenía, sin embargo, un valor esencial y permanente por la capacidad envidiable de su poderío, hecho sólo de la magia esencial de las palabras.

Ahora, mientras chupaba su pipa renegrida, con ansiedad de fumador con enfisema, Eligió Riego dejaba correr sus ojos pequeños sobre el auditorio, y se permitía una sonrisa, antes de continuar:

– Los católicos somos demasiado serios con las cosas divinas. Nos falta la alegría primitiva y vital de los griegos, los yorubas o los hindúes, que dialogan con sus dioses, y los sientan a su mesa. Siempre me ha parecido injusto, por ejemplo, ignorar el humor que existe en las Sagradas Escrituras, despreciar esa risa sagrada que Dios nos dio y nos comunicó, y hasta olvidar que el primer gran milagro de Jesús fue el de convertir el agua en vino… Clarísima señal divina.

– ¿Y los demonios, Eligió? -le preguntó un enterado de la primera fila.

– Mire, joven, la existencia de los demonios atestigua la existencia de Dios, y viceversa. Se necesitan entre sí como se necesita el Bien para que exista el Mal. Y por eso el demonio también está en todas partes: en el infierno y en la tierra, aquí dentro y allá fuera. Además, si nos atenemos a la tradición talmúdica, los ángeles aparecieron el segundo día de la creación. Por tanto, Lucifer, el más bello de todos esos ángeles, existe desde esa fecha tan temprana, ¿no? Luego se produce su caída, la de Lucifer y su banda disidente, y según he oído decir, desde entonces el demonio se caracteriza porque una de cada tres veces parpadea de abajo hacia arriba, no puede andar hacia atrás ni sabe sonarse la nariz; jamás duerme y es impaciente, ambicioso y no produce sombra; su plato favorito son las moscas, pero come otras cosas, siempre muy condimentadas, aunque tiene aversión por la sal… Pero lo que más me interesa de los demonios, por supuesto, es su comprobada capacidad artística: se dice que el maligno es un excelente músico y que sus instrumentos preferidos son los de cuerda. Siempre recuerdo como un ejemplo que el padre Juan Horozco y Covarrubias, en suTratado de la verdadera y falsa profecía, publicado en Segovia en 1588, asegura que tenía pruebas de esa vocación artística del demonio. En su libro el padre cuenta haber visto cómo Lucifer, poseyendo el cuerpo de una pueblerina de pocas luces, compuso unos hermosos versos profanos y, como se dice ahora, los musicalizó, para cantarlos acompañado por una vihuela que, con los brazos y manos de la mujer, tocaba como «el más diestro del mundo»… Ahora, joven, más que los demonios del infierno, me interesan los demonios de la tierra, los hombres demoniacos, como Max Breebohm, el novelista inglés que escribió Zuleika Dobson, la apasionante historia de la muchacha más bella del planeta, que causó el mal de amores capaz de provocar el suicidio masivo de todos los estudiantes de Oxford, enamorados de sus diabólicos encantos y, según se desprende de las últimas páginas de la novela, también amada por los de Cambridge, hacia donde se dirigía. Es una de las historias más demoniacas que jamás he leído… -aseguraba Eligió, con los ojos empequeñecidos, cuando el Conde decidió garantizar la tranquilidad de su próxima conversación con el poeta y salió para reservar una mesa en el café El Louvre. ¿Hay añejo? Sí, y también carta oro. No, dos añejos dobles, sin hielo. No, ahora regreso, cuídame la mesa, le advirtió al camarero y fue en busca de Eligió Riego que, pipa en mano, conversaba a la salida del salón de conferencias con una joven que parecía derretirse bajo el calor de sus palabras. ¿Será el mismísimo demonio? No me queda más remedio que interrumpirte, viejo, se dijo el Conde y lo abordó: