El Conde, ya de pie, vio cómo Candito pasaba por su lado y llegaba frente al mulato penitente y lo agarraba por el cuello de la camisa. De una ceja del hombre brotaba la sangre, mientras el negro pequeño, del otro lado, lo sostenía por el pelo y con un cepillo de lavar en la otra mano lo golpeaba a la altura de la oreja.
– Déjalo ya -gritó Candito, pero el negro insistió con el cepillo-. Que lo dejes ya, coño -gritó y soltó la camisa del mulato para aferrarse a la mano del negro que sólo entonces aflojó su garra. El Conde observó con interés casi científico el derrumbe del mulato macerado: cayó hacia su derecha y su cabeza sonó en el cemento como un coco seco. No, no habría aguantado mucho más.
Entonces el rubio caminó hacia la grabadora y cambió la casete: Daniel Santos era el nuevo invitado de la noche. Después, sin mayor prisa, fue en busca del mulato y lo sostuvo por las axilas, mientras el negro pequeño lo levantaba por los tobillos. Salieron por una puerta que estaba al fondo del patio y en la que el Conde no había reparado.
Candito miró hacia el resto de los clientes. Durante un minuto sólo se oyó la voz de Daniel Santos.
– No ha pasado nada, ¿eh…? -dijo al fin-. Si alguien quiere más cerveza me la pide, ¿okey? -y levantó la silla que se había caído con la prisa del despegue.
El Conde ya se había sentado y el Flaco se secaba el sudor que había empezado a bañarlo en toda su gordura.
– ¿Qué pasó, Rojo? -el Flaco bebió un larguísimo trago.
– No se preocupen. Como se dice: son gajes del oficio.
– El tipo venía por mí, ¿verdad?
Ahora fue Candito el que bebió de su cerveza y sin mirar escogió una lasca de queso.
– No sé, Conde, pero venía por alguien -respiraba sonoramente, sin dejar de masticar.
– ¿Y cómo coño tú lo sabes, Rojo, si el tipo ni habló? -el Flaco no salía de su asombro.
– No se puede dejar que hablen, Carlos, pero venía por alguien.
– Cojones, pero por poco lo matan.
El Rojo sonrió y se pasó la mano por la frente:
– Lo jodido de esto es que tiene que ser así, mi hermano. Aquí la que vale es la ley de la selva: el respeto es
el respeto. Y ya ni ése ni ninguno de los que están aquí, ni ninguno de los que oigan el cuento de lo que pasó hoy aquí se vuelve a atrever.
– ¿Y ahora qué van a hacer con él? -la curiosidad carcomía al Flaco, que bebía nervioso.
– Ponerlo a descansar hasta que se refresque. Y después de que pague lo que se tomó, lo mandamos para su casa, porque hoy le hace falta dormir temprano, ¿tú no crees?
El Flaco sacudió la cabeza, como si no entendiera algo y miró al Conde, que seguía en silencio, al parecer ensimismado en el bolero que cantaba Daniel Santos.
– ¿Tú viste eso, salvaje?
– Claro que lo vi, bestia.
– ¿Y tú entiendes algo?
– No. Por mi madre que cada vez entiendo menos… Oye, Rojo, trae más cerveza, anda.
Lo peor de todo era la sensación de vacío. Mientras el timbre del reloj taladraba el cerebro del Conde, advirtiéndole: quince para las siete, quince para las siete, y los párpados luchaban por vencer el peso del sueño y la gravidez cercana de las cervezas, quince para las siete, el vacío iba recuperando su lugar como una mancha de petróleo súbitamente liberada que se extiende sobre el mar de la conciencia: pero se trataba de una mancha sin color, porque era el vacío y la nada, era el fin que siempre comenzaba, uno y otro día, con aquella implacable capacidad de renovación contra la que no tenía defensas ni argumentos válidos: quince para la siete era lo único tangible en medio del vacío.
Últimamente había empezado a imaginar que la muerte podía ser algo así: un despertar sin atmósfera, trabajoso pero indoloro, desprovisto de expectativas y de sorpresas porque sólo era eso: el hoyo sin fin del mundo del vacío, una nube oscura y acolchada que lo abrigaba, definitivamente. Entonces también trataba de recordar cuando no había sensación de vacío ni pensamientos de muerte, y el amanecer funcionaba como el telón que se alza para la nueva función, imaginada o sorpresiva, no importa, pero de algún modo atractiva y necesaria: es la inadvertida ansiedad de vivir otro día. Pero le ocurría lo mismo que cuando se sentía enfermo y trataba de pensar cómo era cuando se sentía bien, y no lo lograba, pues la omnipresencia del malestar le impedía recuperar otras sensaciones agradables.
Cuando salía a la calle, en mañanas como aquélla, calientes desde el amanecer, arrastrando el sabor solitario del café y sin tener a sus espaldas la despedida de una mujer, ni en la distancia de lo porvenir ningún imán que lo atrajera, el Conde se preguntaba cuál sería la razón última que lo impulsaba aún a poner los relojes en hora y las alarmas a punto, cuando el tiempo era, precisamente, la manifestación más objetiva de su vacío. Y como no hallaba una razón convincente -¿sentido del deber?, ¿responsabilidad?, ¿necesidad de ganarse la vida?, ¿movimiento por inercia?-, se volvía a preguntar qué hacía allí, caminando hacia la cola cada día más compacta y violenta para abordar la guagua, fumando un cigarro que le corroía las entrañas, viendo a gente que cada vez le era más desconocida, sufriendo el calor que crecía por minutos, y se respondió que era su camino adelantado hacia el infierno. Entonces se tocó la cintura y descubrió que, otra vez, había dejado su pistola en la casa. Pidió el último en la cola de la guagua y encendió el tercer cigarro del día. Si de todas maneras me voy a morir…
– El mayor Rangel quiere verte.
Y, con el anuncio del oficial de guardia, el Conde recuperó al menos una de sus esperanzas perdidas: sí, quizás ahora podría tomarse un buen café, capaz de arrancarle el sabor de cocimiento dulce de aquel líquido pardo cargado de partículas no identificables que había bebido en la decepcionante cafetería donde se detuvo antes de llegar a la Central. Observó la cola ante el elevador y se decidió por las escaleras. No se imaginaba cuál sería la razón de la llamada del Viejo, pero con la nariz de la memoria ya podía disfrutar el aroma del café recién colado, servido en aquellas tazas blanquísimas que su jefe solía utilizar. Hacía tres meses, luego de su pelea pública con el teniente Fabricio, el Conde había sido juzgado por el Tribunal Disciplinario y condenado por un periodo de seis meses a llenar tarjetas y pasar télex en la Oficina de Información, hasta que su caso fuera nuevamente analizado y se decidiera si volvía a las investigaciones. Desde entonces evitaba encontrarse con el Viejo: la sentencia del Conde era, para el Mayor, su propia condena. A pesar de sus excentricidades y una falta de rigor que cada vez se hacía más notable, el teniente había sido siempre su mejor hombre y el Viejo confiaba en él y más de una vez le había mostrado cariño y respeto, en público y en privado. Por eso, de algún modo, el Conde sentía que lo había defraudado. Y, para colmo, las Investigaciones Internas a que había sido sometida toda la Central tenían al mayor Rangel de un humor que lo más aconsejable era verlo a distancia, cuando no quedaba más remedio que verlo, pensó.
Empujó la puerta de cristales y entró en la antesala de la oficina del Viejo. Tras el buró que desde hacía varios años había ocupado Maruchi, la jefa de despacho del Mayor, había ahora otra mujer, de unos cincuenta años, uniformada y con los grados de teniente, que esfumó la taza de café que el Conde acercaba a los labios. Mario avanzó hacia ella, la saludó y después de decirle quién era, le informó que el Mayor lo estaba esperando. La secretaria oprimió una tecla del intercomunicador y envió el mensaje hacia el despacho del jefe.
– El teniente Mario Conde.
– Que pase -habló el intercomunicador, y la nueva secretaria se puso de pie para abrir la puerta del despacho.