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Mientras esperaba, José Antonio Morales siguió con la vista el vuelo extravagante de aquella paloma. Observó cómo el ave tomaba altura, en una vertical insistente, y después plegaba las alas y bacía unas piruetas extrañas, como si en ese instante descubriera la sensación vertiginosa de caer al vacío. Luego remontaba el vuelo y se perdía detrás del edificio, para retornar al pedazo de cielo visible desde aquel ángulo del patio, donde José Antonio esperaba por las cuentas del colector. Entonces pensó que en sus veintiocho años como guagüero nunca había visto palomas mientras aguardaba los resultados de la colecturía y sintió con más fuerza la certidumbre de que iba a matar a aquella mujer.

Hasta ese día José Antonio se había comportado como una persona equilibrada y responsable, que nunca había pensado en matar a nadie, al menos fría y premeditadamente. Algunas veces, mientras conducía el ómnibus y sufría las imprudencias y cañonas de otros chóferes, se había sentido tan agredido que podía imaginar, incluso, que cargaba una lupara, vista en alguna historia siciliana, y desde la ventanilla de la guagua ejecutaba al malvado violador de sus derechos de vía. Pero incluso aquellos imaginarios juicios sumarísimos se fueron haciendo más espaciados en los últimos años, en la medida en que José Antonio se acostumbraba a convivir con los chóferes imprudentes, cuya existencia ya le parecía tan común como la de hormigas en el azúcar o rosas en un rosal. ¿O sería que estaba envejeciendo?

Por eso le extrañó tanto aquel repentino mandato de su conciencia: iba a matar a aquella mujer, a esa precisa mujer, y nada en el mundo podría impedirlo. La necesidad se presentó tan diáfana que José Antonio temió que todo fuera la trampa de un amor nacido a primera vista. No podía ser otra cosa, se dijo mientras firmaba la tarjeta de la recaudación diaria y calculaba que si había recogido 47 pesos con 35 centavos, eso significaba que frente a la alcancía del ómnibus ese día habían pasado 947 personas, sin contar a los empleados de la empresa que le mostraron su pase y los inevitables cabrones de siempre, que hacían hasta actos de magia para no pagar o depositaban arandelas y chapas en lugar de monedas. En cifras redondas: mil personas, y sólo la cara de aquella mujer, de unos treinta a treinta y cinco años, más bien simpática, un poco flacucha quizá, vestida con pulcritud pero sin elegancia y apenas maquillada, se había instalado en su memoria y, para colmo, acompañada de un mandato que le volvía a parecer inapelable: sí, iba a matarla.

Cuando llegó a su casa, José Antonio repitió una rutina que completaba la de su trabajo en la guagua: entró por el pasillo del costado, hacia la terraza, dejó su cojín de guagüero sobre una silla y se lavó las manos, enjabonándose hasta los codos, con esmero de cirujano. Pensaba que era el único modo de arrancarse la suciedad peligrosa de las guaguas, donde monta todo el mundo, los enfermos y los limpios, los sucios y los sanos, los infectados y los recién nacidos con olor a colonia. Recogió su cojín, silbó mientras atravesaba la puerta del fondo, y encontró a su esposa, como siempre a esa hora, entre el fregadero y la cocina. Le dio un beso en la mejilla, recibió el suyo, le preguntó si Tonito había regresado de la escuela y celebró el olor del sofrito, mientras ella le preguntaba cómo le había ido y él le decía que bien. Comieron, hablaron de lo mismo de siempre -el dinero que no alcanzaba, lo malo que estaba el transporte, el calor que no cedía, la posibilidad de que ella volviera a trabajar en la fábrica-, y él durmió sus dos horas de siesta. Se levantó, calzó las chancletas de goma, tomó el café recién colado por su esposa y se sentó en la terraza a leer el periódico del día, cuando pensó otra vez en aquella mujer condenada y trató de olvidar la certeza de que iba a matarla.

A la mañana siguiente la mujer no apareció. José Antonio Morales recordaba que la había recogido en su tercera vuelta (salida del paradero: 8 y 16 a.m.), en la parada de San Leonardo y 10 de Octubre (8 y 29 a.m.). Su ausencia, sin embargo, no le produjo alivio ni lo preocupó demasiado, pues sabía que de todas formas no podría olvidarse de ella y estaba decidido que iba a matarla. La ausencia de la mujer duró otros seis días, hasta que el martes -el mismo día en que la había visto, la semana anterior-, ella apareció, con su falta de elegancia, su escasez de maquillaje y una carpeta desbordada de libros y papeles que José Antonio no había observado en el encuentro anterior, y echó su moneda en la alcancía, sin mirar siquiera al chófer que había decidido que la iba a matar. El la miró, como miraba a todos los pasajeros, cerró la puerta y arrancó, para incorporarse a la calzada enorme y más bien sucia de 10 de Octubre, antes llamada de Jesús del Monte.

Esa noche, mientras veía el noticiero de televisión, José Antonio se dijo que la idea de que la conocía de antes y por eso deseaba matarla no tenía sentido. En realidad, hasta el martes anterior nunca la había visto, y tal vez hubiera vivido toda su vida sin verla si, tres semanas atrás, durante la última escogida de los turnos de salida de la segunda mitad del año, no hubiera tomado la inesperada decisión -para él, para su esposa, para el resto de los guagüeros-, de cambiar su salida de la ruta 4 por una de la ruta 68, que empezaba dos minutos más temprano que su turno habitual, y terminaba tres minutos después, a la 1 y 27 de la tarde. Fue una decisión tan impensada como irrebatible, a la que José Antonio trató luego de buscarle justificaciones: ganaba 32 centavos más por día, quizá se había aburrido del trayecto de la ruta 4, el personal que viajaba en la 68 era un poco diferente, los minutos que se empleaban atravesando el reparto Apolo eran agradables… Tal vez el día de la escogida hacía tanto calor en el local de reuniones y él se sentía tan incómodo con sus manos sin lavar. ¿O sería que estaba envejeciendo? Sí, ya tenía cuarenta y siete años y cuando empezó como guagüero, recién salido del servicio militar, apenas tenía diecinueve, y todo ese tiempo había sido chófer de la ruta 4: desde entonces, cada día cinco vueltas a La Habana durante once meses seguidos, conduciendo por las mismas calles, a las mismas horas, con las mismas paradas y hasta recogiendo a las mismas gentes que se fueron haciendo sus amigos al paso de los meses y los años, y asistió a bodas, ingresos en hospitales, algunos cumpleaños y hasta varios entierros de aquellos pasajeros habituales, sin pensar jamás en matar a ninguno de ellos. Nada había alterado lo previsible y mucho menos lo lógico en todo ese tiempo: a los veintiuno se había casado, luego tuvo un hijo al que le puso su nombre, su madre murió tranquila, mientras dormía, poco después de cumplir los sesenta y dos, y a él nunca lo llamaron para ir a combatir a Angola, a pesar de que un día de 1975 lo habían citado y, de acuerdo con su especialidad militar, le dijeron que pertenecía a la reserva de artilleros de la unidad 2154 y le preguntaron si estaba dispuesto a combatir como soldado internacionalista donde la Revolución lo enviara, y él dijo que sí. Aquella noche José Antonio durmió tranquilo, después de hacerle el amor a su mujer, en la posición que siempre empleaban: ella se encabalgaba sobre él, se introducía el pene y así, mientras su vagina rodaba por la longitud del miembro, la columna vertebral de José Antonio, maltratada por los años como chófer, descansaba recta sobre el colchón. El resto de la semana también durmió tranquilo, aunque la noche del lunes creyó sentir cierta ansiedad por el encuentro que esperaba tener a la mañana siguiente. Pero cerró los ojos y a los cuatro minutos cayó, como la paloma extravagante, en el vértigo del sueño.