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Cuando uno trabaja veintiocho años como guagüero domina a la perfección, casi sin pensarlo, todos los trucos necesarios para sobrevivir en el oficio: las mentiras que se le pueden decir al inspector que lo sorprende con varios minutos de adelanto; los modos de responder a los pasajeros iracundos, sabiendo cuándo se puede tomar la ofensiva o cuándo se impone dar una excusa o incluso simular que no se oyó la ofensa; cómo pedir café en algún punto de venta que exista en el recorrido, sin necesidad de hacer la cola; o cómo entablar relación con alguien, según el sexo, la edad y los intereses que uno tenga.

José Antonio la vio bajo la señal de la parada, con su carpeta en los brazos, junto a otros tres pasajeros. Entonces detuvo el ómnibus diez metros antes del grupo y los obligó a caminar hacia él. Ella fue la última en subir y, cuando fue a echar la moneda, sin duda molesta por aquella parada fuera de sitio, él dijo: Creo que voy a tener que trasbordar. Si le hubiera dicho algo concreto, como: Los frenos están malos, o: Es que había un bache, o algo así, la conversación sólo se entablaría si ella hubiera sido una persona muy locuaz. Pero el enigma que él le había propuesto era infalible. Ella se detuvo junto a él, sosteniéndose en una barra vertical, y preguntó: ¿Por qué? Mientras le explicaba que la banda de frenos de la rueda delantera derecha tenía problemas, él le pidió la carpeta para acomodarla sobre la pizarra del ómnibus y supo al fin que ella era profesora, de inglés, en una secundaria básica de Luyanó y que ese día empezaba sus clases en el segundo turno, a las 8 y 55, y esa guagua la dejaba allí a y 42, con el tiempo justo para llegar y entrar en el aula, y si él trasbordaba el carro…

El resto de septiembre y todo octubre, cada martes, ella montaba con él, él le pedía la carpeta, y conversaban durante trece minutos, que sirvieron para saber que ella se llamaba Isabel María Fajardo, tenía treinta y un años y estaba divorciada, sin hijos, y era profesora desde hacía bastante tiempo, y que se consideraba una persona aburrida. Además, le dio la dirección de su casa, y el tercer martes de octubre lo invitó a que algún día fuera a tomar café. Después de las seis siempre estoy allá, le dijo.

Aunque pensó en ir a un siquiatra, José Antonio descartó enseguida la idea: no estaba loco ni mucho menos, y su decisión de matar a Isabel María no era siquiera una sentencia personalmente adoptada, sino un mandato que él había recibido. ¿Un mandato de quién? Tal vez un cura o un babalao pudieran darle la respuesta, pero un siquiatra no. El único problema era que él se consideraba un ateo total, sin expectativas de un más allá. Lo que más le preocupaba, sin embargo, era entender por qué tenía que ser, precisamente, a Isabel María. En realidad, si lo necesario era matar a una persona, tal vez podría escoger a alguien mejor, a una gente que odiara o que le desagradara, o a un enfermo que incluso le agradeciera su acto piadoso o, mejor, a un ser dañino del que la sociedad se alegraría de ver ejecutado por un vengador anónimo y voluntario. De esos tipos indeseables conocía a varios. Entonces, ¿por qué a ella? Después de siete martes y aproximadamente noventa y un minutos de conversación, aquella mujer no había logrado despertarle ningún sentimiento especiaclass="underline" ni odio, ni amor, ni deseo, ni repugnancia, nada que justificara el empeño (¿el mandato?) de matarla. Ella, como él, era uno de esos millones de seres anodinos que poblaban la tierra, que vivían en el país, ahora mismo, gastando sus días honradamente, sin excesivas euforias o rencores, sin mayores contradicciones con la sociedad o la época, sin ideas políticas definidas ni proyectos individuales ambiciosos. Trabajaba, comía, dormía, sufría un poco su soledad pero sin tormentos aparentes y, según le había confesado ya, le encantaba pasar las horas oyendo música, clásica o popular. ¿Por qué? Tal vez precisamente por eso, pensó entonces: por ser nada… Pero ¿ya lo sabía antes de conocerla?

Lo más curioso, se decía cuando pensaba en que debía matarla, es que no tenía prisa por hacerlo, ni tampoco un plan definido y estuvo a punto de convencerse de que no sería un asesinato alevoso ni premeditado, sino un accidente fatal mientras él conducía la guagua. Pero luego comprendió que no: iba a matarla, con sus propias manos, un día, tal vez cercano.

José Antonio era un buen lector del periódico: todas las tardes le dedicaba más de una hora, y reflexionaba sobre cada noticia o comentario, con la intención de que no se le olvidara: ocurrían tantas cosas en el mundo, todos los días, que la memoria apenas existía unas veinticuatro horas, para darle espacio a nuevas noticias, a nuevos sucesos. Esa tarde de jueves leyó con mucho interés una información sobre el sida y las pocas esperanzas inmediatas de hallarle un antídoto, a pesar de los esfuerzos de miles de científicos en todo el mundo. Pensó: si existiera Dios, esto sería un castigo divino. Pero si no existe, ¿por qué pasan estas cosas en el mundo? El, que no solía ser demasiado reflexivo, concluyó entonces que, viniera de donde viniera, aquella plaga era un castigo contra el amor. Le gustó tanto su idea que, mientras se duchaba, se la comentó a su mujer y le dijo después: Voy a darle una vuelta a tía Angelina, sabiendo que iría a tomar el café que Isabel María le había ofrecido hs dos últimos martes.

Llamó a la puerta y esperó, pensando en cómo se sentía: No estoy nervioso, no estoy ansioso, no sé si es hoy cuando la voy a matar, terminaba de decirse cuando ella abrió. Seguía flacucha, sin maquillaje, y lucía más pulcra que de costumbre, con el pelo húmedo y recién lavado, y no pareció demasiado sorprendida cuando lo invitó a entrar. Ella llevaba una bata de baño, bastante recatada, y de algún lugar de la casa brotaba una música triste de aquellas que José Antonio nunca hubiera podido identificar y de la que luego ella le informaría: es el Réquiem , de Mozart. Pasaron hasta la cocina, pues él le dijo que venía a tomar el café que ella, le había prometido. Ella preparó la cafetera, y se sentaron a la mesa. Era un lugar limpio y bien iluminado, donde José Antonio se sintió tranquilo, como si ya lo conociera. Mientras saboreaba el café, comprendió que no sabía qué iba a suceder en los próximos minutos: ¿intentaría hacer el amor con ella?; ¿se iría cuando terminara con el café?; ¿le contaría, incluso, que iba a matarla? Entonces le miró a los ojos: Isabel María también lo miraba a él, con ojos de mujer adulta, preparada para cualquier contingencia y le oyó decir: ¿Viniste para acostarte conmigo? Y él le dijo: Sí.

Isabel María estaba desnuda bajo la bata y, cuando se dejaron caer en la cama, ella se subió sobre él, se introdujo el pene y puso su vagina a rodar sobre la longitud del miembro, como si supiera que aquella posición permitía que la columna vertebral de José Antonio, maltratada por sus años de chófer, descansara recta sobre el colchón. Fue un acto correcto y bien sincronizado, que los satisfizo a los dos.

Entonces ella le contó: Desde que te vi por primera vez, dos semanas antes de que empezáramos a hablar, sabía que íbamos a hacer el amor. No sé de dónde salió esa idea, ni por qué. Pero sabía que tú ibas a hablar conmigo y que algún día ibas a venir aquí, a tomar café… Todo era muy raro, porque cuando te miraba no encontraba nada que me gustara demasiado y además creía que continuaba enamorada de Fabián, el director de la escuela. Pero era como un presentimiento muy fuerte, como una necesidad, como un mandato, qué sé yo, dijo, y lo besó en los labios, en las tetillas, en el vientre abultado y en la cabeza todavía morada de su miembro. Y ahora estás aquí. Lo que más me preocupaba, siguió, era por qué tenías que ser tú… A mí me pasó algo parecido contigo, le confesó él, y sintió deseos de tomar café. Voy a buscar más café, le dijo.