Abandonó la cama, y antes de salir hacia la cocina, miró por un minuto la desnudez de Isabel María: dos senos pequeños, de pezones enrojecidos y un triangulito de cabello oscuro, casi lacio y mal peinado. Se sirvió café, encendió un cigarro y, fumando, regresó al cuarto, con un cuchillo en la mano. Se lo hundió en el pecho, debajo del seno izquierdo, y ella apenas se movió. ¿Por qué?, se preguntó otra vez, antes de apagar el cigarro en el cenicero que estaba junto a la cama y decidir que debía vestirla para que no la encontraran desnuda. Entonces, cuando movió la almohada de Isabel María, sintió el peso frío del cuchillo que ella había dispuesto para cumplir, tal vez, su propio mandato. En ese instante José Antonio recordó que debía apurarse, pues su esposa odiaba comer sin él.
Mario Conde, 9 de agosto de 1989
– Salvaje, te falta el título…
– Deja eso, deja eso. Dime, ¿qué te pareció el cuento?
– Descojonador.
– ¿Nada más?
– Y escuálido.
– ¿Y conmovedor?
– También.
– ¿Y te gusta?
– Está terrible.
– ¿Pero está terrible por bueno o por malo?
– Por bueno, tú, por bueno. Déjame darte un abrazo, maricón. Coño, si por fin volviste a escribir.
El Conde se inclinó sobre la silla de ruedas y se metió entre los brazos abiertos del Flaco Carlos: se dejó estrujar contra el pecho sudado y grasiento de su amigo. Saber que podía escribir y que lo escrito le gustaba al Flaco Carlos era una combinación demasiado explosiva para la sentimentalidad del Conde y sintió que estaba a punto de llorar, no sólo por él, sino por el futuro imposible de imaginar sin aquel hombre que desde hacía veinte años era su único-mejor amigo y a quien la vida le había premiado tanta bondad, tanta inteligencia, tanto optimismo y tantos deseos de vivir con una bala en la espalda, salida de algún fusil nunca reconocido, oculto tras cualquier duna del desierto de Namibe.
– Te felicito, salvaje. Pero fíjate, mañana me traes una fotocopia o no me mires más la cara. Te conozco, tú, y eres capaz de amanecer un día diciendo que es una mierda y rompes el cuento.
– Está bien, viejo.
– Oye, pero esto hay que celebrarlo, ¿no? Mira, coge veinte cañas en la gaveta. Pon diez tú y compra dos pomos de Legendario, que hoy sacaron en el bar de Santa Catalina.
– ¿Dos botellas?
– Sí, una para cada uno, ¿no?
– ¡Dios, qué horror! -dijo el Conde.
– Eh, ¿y ese dios con horror? Muchachón, no te asienta demasiado andar con maricones, oye cómo estás hablando.
– Sí, algo se le pega a uno. Un culito de gorrión, por ejemplo.
– ¿Y esa descarga?
– Na, luego te cuento. Voy a partir los dos pomos. No te me muevas de ahí, ¿está bien?
– Oye, aguanta, aguanta. Le voy a dar a leer el cuento a la vieja y, si le gusta, prepárate a comer bien.
– ¿Y si no le gusta?
– Arroz y tortilla.
Josefina se sopló la nariz con su pañuelito, y dijo:
– Ay, mi hijo, pobre muchacha, que la maten así, por gusto. A ti se te ocurre cada cosa, chico. Y ese pobre guagüero… Pero me conmovió y como este hijo mío dice que es el mejor cuento cubano del mundo, así dice él, pues me inspiré un poco y me puse a pensar qué podía hacerles de comida para que no se tomen el ron con la barriga vacía, y lo que hice fue una bobería, lo primero que se me ocurrió, aunque creo que está quedando rico: un pavo relleno con congrí.
– ¿Un pavo?
– ¿Relleno?
– Sí, si es muy fácil de hacer. Miren, ayer compré el pavo y como hoy descongelé el refrigerador, todavía estaba suave, así que lo bajé y lo adobé mientras terminaba de descongelarse. Al adobo le puse ajo, pimienta, comino, orégano, hojas de albahaca y perejil y claro, naranja agria y sal, y lo bañé bien, así por dentro y por fuera con ese mojo. Después le eché por arriba bastante cebolla, así, en ruedas grandes. Lo bueno es dejarlo un par de horas adobado, pero como les veo cara de hambre… Entonces, como ya tenía puestos los frijoles negros en la candela, me puse a prepararles un buen sofrito: cogí dos lascas de tocino y las corté en trocitos y las puse a freír, y en esa grasita eché más cebolla, pero bien picadita, ajo machacado y bastante ají, y fuá, le eché el sofrito a los frijoles cuando estaban casi blandos y después les puse una taza de vino seco, para que queden aciditos así, como a ustedes les gustan, ¿no?
– Sí, sí, a mí me gustan.
– Y a mí también.
– ¿Y qué más?
– Bueno, entonces le eché el arroz blanco para hacer el congrí, y le puse laurel, un poco más de orégano, así al desprecio, un tin de sal, y un aguacero de cebolla picada en cuadritos. Entonces esperé a que el arroz se secara, pero sin que el grano se ablandara todavía, claro, y lo apagué y con ese congrí rellené el pavo, para que se termine de cocinar allá dentro, ¿verdad? Mira tú, ¿tú sabes lo que no tenía? Palillos de dientes para cerrarlo… Así que le puse unos tallitos de naranja agria, que son bien duros… Y, claro, lo metí en el horno, así que no se desesperen, que eso demora su poco. Tómense su traguito tranquilos, que a las nueve y media debe estar ya. Échame aquí un poquito de ron a mí… Así, poquito, ya, ya, Condesito, que me voy a emborrachar…
– ¿Y cuánta gente come de eso, José?
– Como el guanajo tenía como ocho libras, debe alcanzar para diez o doce gentes… pero con ustedes dos… Bueno, espero que quede algo para el almuerzo de mañana. Voy a echarle un vistazo.
– ¿Oíste eso, salvaje? Esta vieja está loca.
– Y lo que yo me pregunto es de dónde coño ella saca todo eso… Lo único que no tenía eran palillos de dientes.
– No seas tan policía, tú. Dame un trago… Este ron está bueno para agarrar un buen peo y salir volando.
– ¿Qué te pasa, Flaco?
Carlos bebió más ron y no contestó.
– ¿Sigues con el lío de Dulcita? -preguntó el Conde, y su amigo lo miró un instante.
– Huele, huele, ya el guanajo se está cocinando -dijo, escapando por una tangente propicia-. Oye, ¿tú sabes lo que viene bien después de una jama así?: un buen tabacón. Un Montecristo o una cosa así, ¿verdad?
– Sí, coño, claro que sí, un Montecristo -dijo el Conde y vació de un trago todo su ron-. Tiene que ser un Montecristo -dijo, mientras veía al fin el rostro presentido en el sueño, del que un río sucio, de pronto enfurecido, precipitaba la caída de la máscara, una máscara hecha de mil mentiras tras la que se le había escondido la verdad-. Sí, ésa tiene que ser la verdad.
No hay crimen que pague esto, fue la conclusión filosófica más elaborada a la que pudo arribar mientras sentía la frialdad del agua sobre su espalda. En la boca aún le navegaba, ácido y opulento, el recuerdo vivo de toda una pálida botella de ron Legendario, aunque le sorprendió descubrir que tenía hambre y muy poco dolor de cabeza. ¿Cómo es posible? En la cocina, después de tragarse un par de duralginas, miró con alarma cómo el embudo de la cafetera se tragaba sus últimas reservas de café y, mientras esperaba la colada y la llegada del sargento Manuel Palacios, se puso su viejoblue-jean -estás muerto de sed, se dijo, observando los efectos de un mal color hepático encartonado sobre la tela a la altura de los muslos y en los bolsillos- y salió al portal de la casa, como cada domingo, a respirar un poco la nostalgia por la vida de un barrio también travestido, transformado, definitivamente distinto, en el que se había sentido feliz o desgraciado, en dosis similares, muchos otros domingos de su vida, desde que tenía conciencia de esa vida. Las campanas de la iglesia no doblaban por nadie desde hacía muchísimos años, y de la panadería cercana nunca había vuelto a flotar aquel perfume vital del pan horneado, ¿de qué hacen ahora el pan, que ya no huele como antes? Pero comprobó que, a pesar de las ausencias, era un día sencillamente esplendoroso: la lluvia fuerte de la tarde anterior había barrido las suciedades del cielo y de la tierra, y el brillo del sol se imponía sobre cualquier duda oscurecedora. Un buen día para jugar pelota (¿también al interés?), pensó el Conde, y regresó por el café y bebió una taza grande, que debía arrastrar con su laboriosidad amarga los últimos fantasmas del sueño, el alcohol y el dolor de cabeza. Cuando encendía el cigarro, sintió el claxon que lo reclamaba en la calle. Con la camisa abierta, salió a la acera, y cuando abrió la puerta del auto, saludó al sargento Manuel Palacios.