– Bueno, tú dirás -masculló entonces Manuel Palacios, haciendo evidente su disposición a obedecer. -¿Te jodí el domingo?
– No, no, claro que no.
El Conde sonrió. Esto es lo único que me faltaba, se dijo ahora, pensando que él también hubiera preferido no trabajar el domingo y quedarse en su casa, durmiendo, leyendo, o incluso escribiendo, ahora que había vuelto a escribir. Pero dijo:
– Vamos para la Central, el Viejo está allá… Oye, ¿se supo algo de Salvador?
– No, nada todavía.
Manuel Palacios puso el carro en marcha, sin mirar a su jefe, y a la altura de la iglesia el Conde decidió darse por vencido.
– Mira, Manolo, se me ocurrió algo que puede acabar con toda esta historia. Por eso te llamé.
Esperó en vano alguna pregunta de su compañero y entonces continuó:
– ¿Te acuerdas que entre las cosas que recogieron en el lugar donde mataron a Alexis había un pedazo de tabaco Montecristo? -y esperó. No esperó demasiado.
– ¡Coño, verdad, Conde! ¿Tú crees…? No, no, eso no puede ser. ¿El padre…?
– Vamos a ver si encontramos el cabo del Montecristo que le regalé al Viejo, y que el laboratorio nos diga si pueden saber que son iguales. Si nada más son parientes lejanos, creo que Faustino Arayán se ganó la rifa con una sola papeleta.
Definitivamente convencido de las razones del Conde, Manuel Palacios oprimió el acelerador y el auto cabeceó, receloso.
– Dale suave, que hay tiempo.
– No, mientras más rápido se resuelva esto, más rápido me voy para el carajo… Si tú vieras la niña que ligué ayer…
Mientras Manuel Palacios le contaba las bondades de su nueva prometida -a veces las llamaba así, aunque no hubiera una sola promesa, ni siquiera soñada, y por la cuenta del teniente era la número dieciséis en lo que iba de año-, el Conde trató de imaginar lo que había sucedido en el Bosque de La Habana la noche del día de la Transfiguración, y se dejó vencer por su incapacidad fabulatoria: ¿qué cosa habrá pasado? ¿Un padre que mata a su hijo?, ¿y las dos monedas?, se decía cuando el sargento Palacios enfiló hacia el parqueo de la Central, plácido y soleado, como todo en aquel domingo de agosto.
Decidido a aprovechar la tranquilidad del día de descanso, el Conde esperó el elevador que debía venir vacío, para evitarse por una vez la escalada hasta el último piso. Pero, cuando las puertas metálicas se corrieron, el Conde sintió como un golpe en el pecho: dentro del ascensor venían tres hombres, vestidos con traje de campaña, sin grados militares en los hombros, que clavaron sus ojos en él. Su mente, puesta a decidir en los escasos segundos que se le ofrecían con la puerta abierta, ordenó al fin que debía dar los buenos días y montar en la caja metálica, en lugar de salir corriendo hacia las escaleras, como deseaba. Los hombres le devolvieron el saludo y el Conde les dio la espalda, y dirigió su mirada hacia la pizarra que marcaba los pisos. Sentía sobre su piel el escozor de la observación de que era objeto: tal vez aquellos tres mismos hombres habían sido los que interrogaron al sargento Manuel Palacios y le demostraron que sabían vida y milagros de Mario Conde. Tal vez esos mismos tres hombres fueron los que decretaron la suspensión de su amigo, el Gordo Contreras, y hasta sacaron de la Central a la pobre Maruchi. Tal vez eran los emisarios de un nuevo Apocalipsis: el Conde los imaginó con largos trajes de inquisidores, dispuestos a encender piras y emplear potros de torturas. La ley antinatural del policía que vigila a otro policía tenía allí a tres de sus indeseables pero inevitables ejecutores, a los cuales el Conde se lamentaba ahora de haberles dado algo, aunque fuera algo tan elemental como los buenos días, cuando sintió que el ascensor frenaba en el tercer piso, los hombres le pedían permiso y abandonaban el cajón diciéndole: Hasta luego, teniente, y él, mientras estiraba la mano y marcaba otra vez el cuatro, se negaba a responderles, como su dignidad le exigía.
Cuando entró en la antesala desierta de la oficina del mayor Rangel, el Conde descubrió que la cara le ardía como cuando alguien lo golpeaba y se le desataban entonces aquellas furias homicidas, de toro ciego que sólo atina a embestir. Decidió esperar a que el vapor maligno se diluyera en su sangre y entonces avanzó hacia la puerta de cristal y escuchó una voz. El Viejo hablaba por teléfono, concluyó al no oír respuestas, y llamó levemente a la puerta.
– Dale, entra -dijo el Viejo-. ¿Cómo este cabrón sabe cuándo soy yo?
El Conde lo saludó con la mano y esperó a que su jefe terminara de escuchar. El Viejo dijo que sí dos o tres veces, y colgó el auricular como si temiera romperlo. El Conde observó que, pese a ser domingo, el Mayor vestía su uniforme. Algo malo estaba sucediendo.
– No hay paz, Conde, no hay paz -dijo y miró por los ventanales-. ¿Y tú qué haces hoy aquí? ¿Por fin viste ayer a Eligió? Y tu caso, ¿ya resolviste el caso?
– Creo que estoy en eso.
– ¿Cuántos días llevas en esa mierda de caso?
– Cuatro.
– ¡Cuatro días y ahora crees que estás en eso!
– Me hace falta algo de usted… -y descubrió una sonrisa escéptica en los labios de su jefe-. No se preocupe, es muy sencillo. ¿Ya usted se fumó el Montecristo que yo le regalé el otro día?
– Sí, ¿por qué? -se sorprendió Rangel, y al fin se volvió a mirar al Conde.
– ¿Y dónde está el cabo?
– ¿Pero qué es lo que te pasa, Mario?
– Necesito ese cabo de tabaco. Es que tengo una idea…
– Tú con una idea. Qué raro… Mira, debe de estar ahí en el cesto, porque ayer no sacaron la basura -dijo el Mayor y levantó del suelo el cesto de los papeles y exclamó-: Aquí está. Lo conocí por el lomo… ¿Y para qué tú quieres esto, Conde?
El teniente recibió el pedazo de tabaco, consumido hasta más allá de donde solía llevarlo el Mayor. Observó que la boquilla estaba masticada, medio deshecha, y concluyó que el Viejo lo había disfrutado, aunque mientras fumaba debió de estar ansioso o molesto para morderlo así.
– En media hora le digo, Mayor -prometió, y salió de la oficina, imitando a Rangel con el tabaco en la mano.
– No te juegues conmigo, Mario -escuchó mientras salía.
– Bueno, Conde, esto no es definitivo ni mucho menos, pero se pudiera decir que estos dos tabacos tienen el mismo origen. Espérate, eso no quiere decir nada más que están hechos con una hoja similar, aunque es evidente que no los torció la misma persona. Este, el del Bosque, que es el más grande, tiene una torcedura un poco más apretada y parece que lo encendieron una sola vez, pues acumuló menos contenido de alquitrán y nicotina hacia la embocadura, además de que está a medio fumar y a lo mejor por eso no le quitaron la marquilla. No, de huellas nada. Un poco de tierra, nada más. Pero acuérdate que en una misma caja pueden ir tabacos hechos por más de una persona, porque según salen, los van acomodando en la caja. Pero de lo que sí estoy seguro es que son de la misma calidad de tabaco y, si fuera posible asegurarlo, creo que son hasta del mismo tabaco, de la misma cosecha, quiero decir, aunque eso no significa nada.