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– Entonces, ¿no puedo decir que son hermanos esos dos cabrones tabacos?

El hombre del laboratorio miró al Conde y sonrió:

– Pero, ¿por qué tienes que emparentados así? Tienen el mismo origen y punto. Pero no me pidas que te diga que son hermanos ni de la misma hoja o de la misma mata.

– Y si te traigo otro tabaco de esa misma caja, ¿tú crees que puedas tener algo más seguro?

El hombre del laboratorio miró los restos de los dos tabacos, abiertos en banda como para una autopsia.

– Eso podría ayudar bastante, la verdad.

– Pues yo te lo consigo. ¿Hasta qué hora tú trabajas hoy?

– No te preocupes, estoy aquí hasta las cuatro de la tarde, pero si te hace falta, te espero. ¿O para qué son los amigos?

El Conde salió al corredor y descendió un piso por las escaleras, en busca de su cubículo. Iba mordido por el aliento impertinente de sus prejuicios y deseaba hacerlos realidad, lo más rápidamente posible. Entró en su pequeña oficina y encontró a Manuel Palacios blandiendo un papel en la mano.

– Mira esto Conde: ya localizamos a Salvador K.

– Ya se me había olvidado el bicho ese. ¿Y dónde está?

– Apareció en el Cerro. Viviendo un nuevo romance.

– ¿Con una mujer?

– Casi casi, pero no…, no llega a ser mujer. Dice el Greco, que fue el que habló con él después que lo localizaron, que el gallo le dijo que si ya todo el mundo sabía lo suyo con Alexis, pues no se iba a esconder más y que iba a vivir su vida como debía. Dice que el tipo parecía de lo más feliz de haberse vuelto maricón de capa y espada. ¿Qué te parece?

– Creo que es el único que ha ganado algo con todo este lío, ¿no?

– ¿Y qué hacemos? ¿Lo traigo para acá?

– Déjalo que goce por ahora… Después vemos si nos hace falta hablar con él. Pero que le mantengan la vigilancia.

– Eso fue lo que pensé -dijo Manolo, y guardó el papel con la dirección en una carpeta que estaba sobre la mesa y al que le habían escrito, con letras rojas e irregulares:Alexis Arayán/Homicidio/Abierto.

– Vamos ahora a jugarnos la última carta. Dame el teléfono.

El sargento aproximó el aparato al ángulo del buró en que estaba el Conde y lo observó marcar, mientras encendía un cigarro.

– ¿María Antonia?… Sí, soy el teniente Mario Conde… ¿Cómo está usted? Mire, María Antonia, nosotros necesitamos que usted nos haga un favor… No, es muy sencillo… Nosotros queremos hablar con usted… No, no. Le estoy diciendo hablar, hablar sobre algunas cosas de Alexis, porque sabemos que usted y él se querían mucho y que usted lo veía con más frecuencia que Faustino o Matilde, ¿no es verdad?… Sí, yo también preferiría que fuera aquí… ¿Está bien? Yo voy a mandar a buscarla… ¿Dónde? Anjá, en la esquina de Treinta y dos, cómo no… Ah, María Antonia, voy a pedirle otro favor. ¿Usted pudiera traerme un tabaco de la caja de Montecristos que está en la mesita de la sala?

– Gracias, María Antonia -dijo el Conde cuando la negra abrió su cartera y le dio el tabaco. Lo miró detenidamente, como admirado por su belleza pálida y sin nervios de excelente habano cultivado en Vueltabajo y sonrió, al entregárselo al sargento Manuel Palacios-. Entre, por favor -y le abrió la puerta del cubículo. Ahora los pies de María Antonia no parecían tan ligeros como otras veces; más bien tenía la pisada cautelosa de un animal acosado, y el Conde adivinaba una lluvia de dudas en la conciencia de la mujer, que se volteó a ver si la puerta estaba cerrada. Otra vez sintió líporis por ella, cuando le señaló una silla, le habló del calor que hacía en la calle, de la vista apacible que tenía desde la ventana de su cubículo y de que por eso lo prefería a las oficinas grandes que daban a la otra ala del edificio, y le preguntó al fin si ella era casada.

– No, soltera -afirmó la mujer, que con su floreado vestido de los domingos, la carterita sobre las piernas, el pelo recogido bajo un pañuelo de falsa seda y sus labios pintados de un rojo sangriento, parecía escapada de una escena deEl color púrpura, pensó el Conde.

– ¿Y desde cuándo conoce a la familia Arayán?

– Desde el año 56, cuando empecé a trabajar con ellos. Matilde y Faustino estaban recién casados y por esa época vivían en Santos Suárez, con la mamá de Matilde, que era viuda. Después de la Revolución quise irme de la casa, quería hacer mi vida por mi parte, sin nada que ver con ellos y pensé buscarme otro trabajo, pero ya había nacido el niño y estaba encariñada con él y lo fui posponiendo y posponiendo, hasta hace cuatro días, cuando pasó eso… Ahora creo que sí me voy, pero no sé adonde. Como siempre viví con ellos no tengo ni casa, ni derecho a jubilación… Tendría que ir a casa de mi hermano y aquello allí es un infierno, con su mujer, tres hijos y ni sé cuántos nietos.

– ¿Se sentía bien con los Arayán?

– Sí, Fabiola, la mamá de Matilde, siempre se llevó muy bien conmigo, y yo quería al niño como si fuera mi hijo. Durante muchos años nosotros tres vivimos solos en la casa, sobre todo acá en Miramar, cuando a Faustino empezaron a darle trabajos fuera de Cuba. El niño estaba más tiempo conmigo y con la abuela que con los padres, y salíamos mucho, íbamos al cine, al teatro, a los museos, porque Fabiola había sido profesora en la universidad y era una mujer muy culta. Faustino dice que por culpa de nosotras él salió así, bueno, usted sabe, pero le juro que yo lo crié como hubiera criado a mi propio hijo… Es que el niño era así, tan desvalido y tan cariñoso, y Faustino lo presionó tanto y lo amenazó tanto, hasta lo golpeó más de una vez, que yo creo que Alexis se vengó de él de esa forma. Ellos tenían una relación muy difícil, para ser padre e hijo. Hasta llevaban varios años sin hablarse…

– ¿Qué piensa usted de Faustino?

María Antonia buscó un pequeño pañuelo en la cartera y se limpió el sudor del labio superior. El aire del cubículo se perfumó con el vuelo del pañuelito y al Conde le dio un poco más de lástima aún: aquella mujer tenía gestos de aristócrata, perfectamente asumidos, que resultaban incongruentes con su actitud sumisa en la casa de los Arayán. ¿Cuántas de sus verdaderas aspiraciones y aptitudes había ocultado durante años, postergando su propia vida, para seguir junto al niño ajeno que había adoptado como propio?

– Creo que no me corresponde… -fue, al fin, su respuesta.

– Dígame algo -insistió el teniente-. Todo va a quedar entre nosotros.

– Bueno, ¿qué quiere que le diga? El es una gente de mucha confianza en el gobierno, usted sabe, por eso viaja tanto y ha sido embajador y todo eso. Conmigo siempre se ha llevado bien, aunque nunca ha sido como Fabiola o Matilde, usted sabe. Y yo nunca le he perdonado a él cómo fue con el niño. El pobre muchacho llegó a tenerle miedo al padre. Por eso, cuando se fue de la casa, yo me alegré muchísimo, y habíamos decidido que si él llegaba a tener su propia casa, yo me iba a vivir con él.

Cuando vio correr las lágrimas sobre las mejillas negras de María Antonia, el Conde pensó que ese final de telenovela le desbordaría su cuota dominical de lástima. Se recriminó por haber confundido en un momento el rostro del amor con la máscara de la sumisión y trató de imaginarse la soledad sideral de aquella mujer, con una vida equivocada de tiempo y de lugar, cuya única razón para vivir debía de ser aquel travestí estrangulado al que había criado y atendido como a su propio hijo. El Conde se puso de pie y la dejó llorar: supuso que su dolor debía de tener proporciones semejantes a su inabarcable soledad. Entonces la oyó pedir perdón, justo cuando miraba el reloj y calculaba que Manuel Palacios debía de estar al llegar, y más que nunca quiso ver la V de la victoria en las manos del sargento. Por María Antonia, por el infeliz Alexis, y hasta por el Marqués y por él mismo y sus queridos prejuicios. Tanto lo deseó que la puerta del cubículo se abrió para dejar pasar el esqueleto evidente de Manuel Palacios, en cuya mano derecha se había formado una uve.