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– María Antonia -dijo entonces, y regresó a su asiento, frente a la mujer, que ya devolvía el pañuelito a la pequeña cartera-, hace días que tengo la sensación de que usted quería decirnos algo que tal vez tenga que ver con la muerte de Alexis. ¿Estoy equivocado?

La mujer lo miró a los ojos.

– No sé por qué se imagina eso.

– Más que imaginármelo, estoy seguro, sobre todo desde ayer, cuando llamó a Alberto Marqués y le contó que había encontrado la medalla en el cofrecito de Alexis. No sé por qué, pero también estoy convencido de que usted sabía que ésa era la de Alexis y que llamó al Marqués para que él nos llamara a nosotros. ¿Estoy equivocado?

– Bueno, yo no estaba segura…

– Déjeme ayudarla, porque usted es la única que nos puede ayudar ahora, si es que sabe algo, como pienso… Oiga bien: muy cerca del cadáver de Alexis apareció un pedazo de tabaco Montecristo que, según el laboratorio, es muy probable que pertenezca a la caja que Faustino Arayán tiene en la sala… Eso y la medalla de Alexis puesta en su cofre no son pruebas de nada, pero pueden decir muchas cosas. ¿Me entiende?

Con cada palabra del Conde, la cabeza de la mujer se había hundido un poco más, como si el mundo le hubiera dejado todo el peso de la verdad sobre su cuello y ella sólo quisiera mirar, mientras cumplía el castigo, la carterita que sobaba con sus dos manos nudosas. El Conde esperó sintiendo cómo se desvanecían sus esperanzas, derrotadas por el miedo, hasta que vio cómo el peso se disipaba y la cara de María Antonia subía, para encontrarse con sus ojos suplicantes. Los de la mujer brillaban, aunque no parecía que fuera a llorar.

– En el pantalón que él usó esa noche había dos hilos de seda roja. El lo metió en la lavadora, pero yo lo saqué porque era de mezclilla azul y podía manchar la otra ropa. Me extrañó porque tenía un poco enfangados los bajos y por eso lo revisé… Me cago en la madre que lo parió -dijo, y el Conde se sorprendió con la fuerza de la voz, el brillo maligno de los ojos y la crispación homicida de las manos de María Antonia, la de los pies ligeros-. Entonces fue él. Hijo de puta -dijo, pronunciando todas las sílabas, y entonces rompió a llorar, aristocrática y desconsoladamente.

– Le traigo un regalo, pero no es para fumar -advirtió el Conde y colocó, sobre el buró del mayor Rangel, la bandeja con tres sobres transparentes en los que se veían los tabacos trucidados.

– ¿Qué coño es eso?

– Debe de ser la prueba número dos para el juicio contra Faustino Arayán por el homicidio de su hijo, Alexis Arayán.

El mayor Rangel golpeó su buró con la palma de la mano.

– Pero ¿qué es lo que tú estás diciendo?

– No se haga el sordo… El gran Faustino mató a su hijo en el Bosque de La Habana. ¿Entendió ahora?

Sin embargo, para que el mayor Rangel lograra entender, el Conde tuvo que contarle los resultados de su conversación con María Antonia Galarraga, la comprobación de que Faustino tenía sangre del grupo AB y la historia de la medalla con un reborde debajo del brazo y la existencia de dos fibras de seda roja en un pantalón enfangado de ese mismo Faustino Arayán.

– Pero lo que no entiendo todavía es por qué lo mató -se mantuvo incrédulo el mayor Rangel.

– Eso nada más lo saben él, Alexis que ya no habla y Dios, que cada vez aparece menos pero que estuvo dando vueltas por esta historia… Por lo que sé, Mayor, puedo suponer que Alexis le hizo, le dijo, le exigió o le recordó algo tan terrible a su padre que Faustino decidió matarlo. Parece que el muchacho estaba enloquecido y pensaba en el suicidio, y culpaba a Faustino de toda su tragedia personal. Mire lo que escribió en esta página de su Biblia… Entonces se vistió de mujer y fue a encontrarse con él, tuvieron una discusión y Faustino lo mató. Así de simple.

– Pero ¿este país se ha vuelto loco? -preguntó entonces el Mayor, y el Conde pensó que ése era su momento.

– Parece que sí. Debe de ser el calor. Mira lo que le hicieron a Maruchi y al Gordo Contreras…

El Viejo se puso de pie.

– No empieces, Conde, no empieces -y ahora su voz flotó cansada y amarga-. ¿Lo que le hicieron al Gordo? ¿Tú sabes por qué yo estoy ahora aquí? Pues por el capitán Contreras…, porque el capitán Contreras se cagó fuera de la taza, Mario Conde, y lo tienen cogido por todos lados.

El Conde trató de sonreír. El Viejo era un mal bromista, por eso nunca se permitía hacer un chiste. Pero ahora tenía que ser un chiste.

– ¿Y esa locura, Mayor?

– Ninguna locura, Conde. Para empezar, tráfico de divisas, soborno e investigaciones trucadas. Para seguir, extorsión y contrabando. Y tienen un montón de pruebas. ¿Qué te parece?

El teniente Mario Conde buscó un cigarro en el bolsillo y, aunque sus dedos tocaron la cajetilla, fue incapaz de sacarlo. Su amigo, el capitán Contreras, uno de los mejores policías que había conocido. No, pensó, no puede ser.

– Eso es una mierda que le quiere hacer esa gente -dijo, resistiéndose todavía.

– La mierda la hizo él, y me la hizo a mí. Por su culpa a mí me van a registrar hasta los pelos… Mira, déjame callarme -pero no se calló, sólo cambió de voz: más cansada y amarga todavía-. La cagó, Conde, la cagó, y eso no tiene perdón… Esta mañana Fiscalía les dio la orden de arresto y ya fueron a buscar a Contreras. Así van las cosas… Yo creo que tú me conoces: yo confiaba en el capitán Contreras, igual que confío en ti, y metí las manos en la candela por él, las metí hasta el hombro y dos veces impedí que lo investigaran, y puse mis grados, mi cargo y hasta mis huevos en esta mesa para prohibir hasta que se sospechara de él… Pero ellos eran los que tenían la razón, Conde, y yo no. Así que ahora me toca responder por haber confiado en Contreras. ¿Sabes lo que significa eso? Que para mí esto se acabó…

– Me voy para mi casa, Viejo -dijo el Conde, y dio media vuelta.

– Aguanta ahí, tú no te vas para ningún lado. Tú terminas este caso, ¿qué coño es lo que te pasa? ¿Tú no eres policía? Pues pórtate primero como un hombre, y luego como un policía. ¿Entendido?

Al fin el Conde pudo sacar el cigarro, lo encendió y le supo de mierda. Decidió sentarse, porque un cansancio infinito había invadido sus músculos y su mente. El Viejo seguía siendo el mismo hombre al que admiraba y respetaba, y no se merecía que él se comportara como un niño. ¿También joderían al Mayor? No, eso sí no quiero ni imaginármelo, pensó.

– Y ya que te interesa tanto el destino de Maruchi, oye esto: ella también es de Investigaciones Internas y fue el agente que sembraron aquí para que empezara toda la investigación desde ese cabrón buró que está allá fuera, delante de mi puerta y de mi oficina. ¿Te gusta esa historia?

– Es escuálida y conmovedora -se le ocurrió decir, y movió la cabeza: otra máscara que se caía-. Bueno, Viejo, vamos a terminar esto: ¿cómo resolvemos el caso? ¿Voy y lo meto preso y le doy dos patadas por el culo al Faustino ese hasta que me cuente las mil y una noches, o tienes que llamar a alguien y explicarle todo esto?

El Mayor miró con apetito los restos de tabaco guardados en los sobres. Entonces buscó en su gaveta y sacó otra de aquellas brevas negras y musculosas que había estado fumando en los últimos días.