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– Tengo que llamar, Mario. Esto es una bomba, y tú lo sabes. Incluso, hasta en Ginebra puede sonar esto cuando Arayán no vaya a la conferencia sobre derechos humanos… Sí, este país se ha vuelto loco. Mira que hacer tabacos en Holguín y de contra ponerle Selectos… Me cago en la madre del Gordo Contreras…

Lo único que lamentaría el teniente Mario Conde, oficial investigador de la Central, Departamento de Homicidios, sería perderse la cara de Faustino Arayán en el momento en que lo detuvieran, acusado de haber asesinado a su hijo y condenado, mucho antes del juicio, a perder todos sus créditos y todos sus viajes, toda su historia impoluta y sus guayaberas brillantes, una embajada muy cerca del cielo y aquellos tabacos deliciosos, una mansión en Miramar y dos autos en el garaje, el sabor del caviar y del whisky -a mí que me encanta el whisky y nunca puedo tomarlo-, las amistades poderosas y la criada que, para su desgracia, le lavaba la ropa y siempre se la registraba, para acumular evidencias sobre sus veleidosas aventuras sexuales, cada vez menos estables, aquella misma criada que esta vez no había cumplido sus deberes y decidió guardar el pantalón enfangado con el lodo del río y del que pendían dos hebras de una seda roja podrida por la humedad y los años de censura… El Conde se preguntó si lo llevarían a una cárcel de presos comunes. No, seguramente no. El era Faustino Arayán, y para insatisfacción del Conde, no lo encerrarían en un reclusorio con asesinos de todas las especies y aficiones, capaces de obligarlo a limpiar sus celdas y sus atrasos sexuales y ponerle su culo rosado como un florero, sin siquiera pagarle con dos monedas de cobre… Por lo demás, se alegraba de haber terminado con la investigación y' poder regresar a su melancolía compacta y a su angustia por el café que nunca le alcanzaba, a pensar en Poly y en el próximo cuento que debía escribir, en el cumpleaños del Flaco dentro de cuatro días, a observar el desorden establecido de su casa y a pensar que siempre todo pudiera haber sido distinto: incluso que el Gordo Contreras hubiera sido distinto. ¿Qué le harían al Viejo?, se preguntó, y no quiso ni pensar en la respuesta que imaginaba.

Dos capitanes, vestidos de civil, habían llegado al filo del mediodía y el Conde les explicó los detalles del caso y les entregó las magras pruebas incriminatorias: tres tabacos destripados, una medalla con la figura calada de El Hombre Universal, dos monedas amarillas y una página con un par de capítulos bíblicos en los que se revelaba a los hombres la esencia divina del hijo putativo del carpintero José y se anunciaba el carácter de su sacrificio ingente, en el Reino de Este Mundo. Luego les señaló dónde quedaba el laboratorio en el que seguían analizando las hebras de seda y el fango del río Almendares. Los oficiales lo felicitaron por la rapidez y la eficiencia con que había conducido la investigación y le aseguraron que se revisaría su suspensión temporal, que se necesitaba gente como él. Y le explicaron -aunque estas explicaciones sobran, usted es policía y lo sabe- que aquél era un caso de connotaciones especiales y que requería un tratamiento especial. El Conde dijo que sí, y ellos no imaginaron que él, mientras abría la puerta y salía al pasillo, sólo lamentaba perderse la cara de Faustino Arayán cuando le fueran arrancando las tiras de la máscara que al final se había convertido en su propio rostro. ¿Lloraría? ¿Pediría perdón? ¿Se arrodillaría, inclinando toda su compacta petulancia? Sí, le gustaría estar presente para ver aquella escena, el derrumbe en alud de ese hombre capaz de juzgar y condenar, de clasificar y desechar, de aplastar a personas y vidas como moscas impertinentes con sus rígidos criterios morales y políticos. ¿Derechos humanos? Que se joda, se lamentó al fin, otra vez, pues se perdería aquella última escenificación después de haber trabajado tanto en toda la obra… Y entonces pensó que, en realidad, le quedaban pendientes otras lamentaciones adicionales: le hubiera gustado saber, por ejemplo, qué le había dicho Alexis a su padre, qué palabras capaces de provocar su ira homicida, y saber también todo lo que cargaba la mente de Alexis Arayán mientras vestía las galas impropias de Electra Garrigó, la noche suicida en que salió a fabricar su muerte, aunque sí sabía que aquella verdad se había perdido para siempre con los miedos, los odios y la vida misma de aquel travestí ocasional. Y le hubiera gustado saber también -y claro que lamentaba no saberlo- por qué podían ocurrir en el mundo sucesos tan terribles como aquellos en los que su oficio lo obligaba a envolverse, como en un manto trágico… ¿Y el Gordo Contreras? ¿Un policía corrupto, que se aprovechaba de su cargo, su uniforme y su placa para joder a los demás? No, dijo negándose todavía ante lo que, al parecer, ya no tenía negación posible.

Cuando salió al parqueo de la Central, el Conde sintió que todo el calor de la ciudad se le echaba encima, como debía suceder cuando se atravesaba las aguas negras del Averno, frente a las puertas sulfurosas del mundo del retorno imposible.

– ¿Ya llevaste a María Antonia? -le preguntó entonces a Manuel Palacios, mientras abordaba el auto.

– Sí, me dijo que la llevara para Miramar. Quería recoger sus cosas. Dice que esta noche va para casa de su hermano.

– Por lo menos ella va a presenciar el desenmascaramiento. Ojalá que pueda disfrutarlo… Llévame para mi casa, creo que me hace falta dormir. Tal vez soñar -citó, encendió un cigarro y escupió hacia la calle-. Qué mierda, ¿no?

– Sí, Conde, qué clase de mierda… Oye, ¿suena feo que te pida perdón por todas las estupideces que te dije el otro día?

El sudor lo despertó con una sensibilidad de anguila en la piel. Buscó las cifras rojas del reloj eléctrico y encontró la pizarra cegada. También el ventilador había dejado de girar. Pero cómo se va a ir la luz a esta hora, protestó, cuando al fin encontró su reloj de pulsera y comprobó que eran apenas las cuatro de la tarde. Penetrando la densidad de las cortinas, el reflejo del sol flotaba impertinente en su habitación, como un beneficio impuesto al que no se puede renunciar. Había pensado despertarse cuando ya hubiera oscurecido. Se levantó y fue en busca de los restos mortales del café que hiciera esa mañana. Mientras lo bebía, observó a través de la ventana las perspectivas de su futuro más inmediato y por primera vez en varios meses le parecieron levemente propicias. Fumó tranquilo y, cuando se disponía a ducharse, sonó el teléfono.

– Soy yo, Mario.

– Sí, Mayor, ¿qué pasó?

– El hombre está aquí, ya confesó.

– ¿Y cómo fue la función?

– Bueno, dice él que debió de haber sido un momento de locura, que nunca pensó hacer eso, y le echa la culpa de todo a Alexis. Dice que él salió del hotel Riviera, donde tenía una cita con un diputado italiano que es su amigo personal, y que se encontró en la calle con una mujer, al lado de su carro. Dice que en el primer momento no lo reconoció, pero que la miró porque tenía algo extraño, y se dio cuenta de que era Alexis. -La voz sin inflexiones intencionadas del mayor Rangel continuó la historia, que la mente del Conde, preparada ya para imaginarla, fue visualizando escena por escena, hasta el final trágico: el personaje del hombre grande, hasta esa mañana sin rostro, ahora tenía la cara de Faustino Arayán, que se asombra de ver a su hijo, vestido de mujer, esperándolo a la salida de un hotel-: «¿Y qué tú haces aquí con esa ropa de mujer?.

»"Nada, te estaba esperando para que me lleves a la casa. Toña me dijo que ibas a estar aquí. ¿Puedes llevarme en tu carro o te da mucha vergüenza verme así?"

»Alexis no recibe respuesta, pero su padre aborda el auto y le abre la puerta del copiloto. Faustino, molesto, enciende uno de los Montecristos que lleva en el bolsillo y el interior del auto se inunda de humo que se disipa cuando se pone en marcha.

»"¿Y qué vas a hacer en la casa, con ese vestido? ¿Tú te has vuelto loco? ¿No te da pena andar así por la calle? ¿De dónde tú vienes así?"