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»"Me vestí en el baño del hotel y no me da ninguna pena… Hoy sentí que mi vida iba a cambiar. Recibí una luz, que me ordenó: Haz lo que tienes que hacer y ve a ver a tu padre."

»"Tú estás loco."

»"Estoy cuerdísimo."

»"Dime de una vez lo que quieres y no jodas más."

»"Entra ahí en el Bosque, para hablar más tranquilos."

»Faustino vuelve a pensar que su hijo ha enloquecido, que lo está provocando y que tal vez sea mejor resolverlo todo antes de llegar a la casa. Dobla a la izquierda y el auto desciende hacia el Bosque de La Habana, donde a esa hora de la noche corre una brisa que contrasta con el calor del resto de la ciudad.

»"Vamos para el río. Quiero ver el río."

»"Está bien, está bien. A ver, ¿qué me ibas a decir?"

»Y Alexis le dijo que lo odiaba, que lo despreciaba, que era un oportunista y un hipócrita, y de pronto se lanzó para golpearle la cara. Faustino soltó su tabaco y empujó a Alexis, que cayó arrodillado en la hierba, pero sólo para ponerse de pie y volver a agredirlo, y Faustino, sin explicarse cómo, se hizo con la banda de seda que se había soltado de la cintura de aquella equívoca y enfurecida mujer que a su vez lo enfurecía, lo agredía, lo volvía loco y, cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, Alexis se desplomaba, con los pulmones vacíos de oxígeno… ¿Qué te parece?

– No suena mal, pero se te olvidó contar como la mitad de la historia. Alexis le dijo otra cosa que fue lo que lo volvió como loco: lo amenazó con hacer o contar algo, yo no sé… Y creo que por eso le pagó con dos monedas.

– No estés inventando, Conde.

– No estoy inventando, Viejo. Eso de oportunista, hipócrita y el odio, ya Alexis se lo había dicho mil veces. Averigüen ahora qué sabía Alexis que podía ser muy peligroso para el padre… Y Alexis se lo dijo porque sabía que él iba a reaccionar así. Desentierren toda esta historia y verán que van a aparecer cosas terribles, como que me llamo Mario Conde. Pero tienen que apretarlo, Viejo, como a cualquier delincuente.

– Me lo imagino…

– ¿Y qué dice de las monedas?

– Dice que tuvo mucho miedo y de pronto se le ocurrió eso para despistar y se creyera que había sido cosa de homosexuales.

– Qué clase de hijo de puta, ¿no? ¿Y de la medalla qué cuenta?

– Dice que él pensó que tal vez nadie identificaría a Alexis, y por eso le quitó la medalla. Pero se le olvidó que podía llevar encima el carnet.

– Sí, a mí tampoco me parecía elegante esa mujer con un carnet de identidad encima. Así que en eso pensamos igual. Lo lamento por mí.

– Dice que él guardó la medalla en el cofrecito, esa misma noche… Ahora lo único que hace es echarle la culpa de todo a Alexis y decir que no sabe cómo pasó todo. Tú sabes cómo es eso.

– Sí, Viejo, yo sé cómo es eso, pero no se olviden de una cosa: ese tipo es un hijo de puta con marca de calidad y sello de garantía… Hay que tener una mente muy retorcida para que a uno se le ocurra eso de quitarle la medalla a un ahorcado que es su propio hijo para tratar de salvarse él y además meterle dos monedas en el culo. ¿Y por qué dice que no lo tiró al río?

– Dice que pasó una moto cerca y se asustó. Fue entonces cuando le quitó la medalla.

– Pues se puso fatal el hombre… Oye, Viejo, no tengan compasión con él…

– No te pongas así, Mario, todo se va a hacer como se debe hacer.

La voz del Mayor sonó ahora pastosa y apacible, y el Conde pensó que así era mejor: todo debía ser pastoso y apacible, y decidió empezar a quitarse de los hombros el fantasma rojo de Alexis Arayán.

– Bueno, allá él y ustedes… Viejo, ¿me das una semana de vacaciones?

– ¿Qué te pasa? No me vengas con el cuento de que vas a escribir.

– No, claro que no. Quién se acuerda de eso. Es que estoy cansado y jodido. ¿Y tú cómo estás?

El silencio flotó sobre la línea más tiempo del que era previsible con el mayor Rangel.

– Estoy aburrido, Conde. Y decepcionado… Creo que voy a colgar el sable. Pero olvídate de eso, muchacho. Cógete la semana y si puedes ponte de verdad a escribir algo. Aprende a ayudarte a ti mismo y no te lamentes más… Ven por acá el lunes que viene. Si me hace falta te llamo antes, ¿okey?

– Okey, Viejo. Cuídate. Y mira: voy a ver si te consigo unos tabacos buenos -dijo, y colgó.

Mientras se duchaba pensó que le sobraba tiempo para encontrarse con Poly y sintió la necesidad de contarle al Marqués el último capítulo de aquella historia sórdida de la que, al final, nunca se sabría toda la verdad. Pero le debía aquella versión. Trataba de imaginar el modo en que le contaría todo al dramaturgo, y supo que no hacía más que ocultarse a sí mismo la verdadera ansiedad que le producía aquella visita: le llevaría su cuento al viejo dramaturgo. ¿Le gustará?, se preguntó mientras se bañaba, cuando se vestía, al salir a la calle, y todavía se lo preguntaba cuando dejó caer por tercera vez la aldaba y esperó a que se corrieran las cortinas del teatro del mundo de Alberto Marqués.

– Es usted un hombre sorprendente, amigo señor policía. Tanto que ahora creo que usted es un falso policía. Es como otro tipo de travestimiento, ¿no? Con la diferencia de que aquí se ha desnudado… y se ve cada cosa -dijo el Marqués, moviendo como un abanico las cuartillas del cuento.

– Pero… ¿qué le parece? -suplicó el Conde, tímido desde su desnudez advertida.

El dramaturgo sonrió, sin llegar a los hipidos. Esa tarde de domingo llevaba una bata de felpa, tal vez menos decrepita que la de seda, y para poder leer había abierto todas las ventanas de la sala y se acercó las cuartillas a los ojos, como si debiera sentirlas muy cerca de las pupilas, y el Conde al fin logró armar una idea exacta de la escenografía en que se habían encontrado todos esos días. Era la imagen que siempre se tiene de un desván, o una buhardilla, o esos lugares polvorientos y mohosos, apropiados para las películas de terror y que no existen en las casas cubanas, y menos en aquellas de puntal tan remoto. Mientras el Marqués leía, el Conde se había fumado dos cigarros y se dedicó a realizar el inventario de lo que podía ser útil en aquella acumulación surrealista de objetos que nunca suelen encontrarse: fuera de los dos sillones que ocupaban, el teniente apenas creyó salvable una mesa de madera oscurecida, la pata de bronce que debió de sostener una lámpara Art Nouveau y unos platos, que parecían sanos y quizás hasta de porcelana. Todo lo demás olía a cadáveres exquisitos, pero sin opciones de resurrección: aquéllos debían de ser los restos finales de la autofagia que seguramente el Marqués había practicado con su propia casa.

– Eso de qué me parece se lo digo después. Primero quiero saber algo. ¿Últimamente ha leído a Camus o a Sartre?

El Conde buscó otro cigarro.

– No, si casi ni he leído. ¿Por qué?

– ¿ConoceEl extranjero? -el Conde afirmó y su huésped volvió a sonreír-. Bueno, es que su guagüero me recuerda al señor Meursault de El extranjero… Es hermosa esa posibilidad metafórica, ¿no? El existencialismo francés y las guaguas cubanas enlazados por la insistencia del sol -y volvió a sonreír y el Conde sintió deseos de agarrarlo por el cuello. El cabrón se está burlando.

– Entonces le parece ridículo.

– Pero no tiene título -siguió el Marqués, como si no hubiera oído el lamento del Conde, que ahora movió la cabeza: no tenía-. Pues a mí se me ocurre uno, viendo a estos personajes muertos antes de morir físicamente:La muerte en el alma. ¿Qué le parece?

– No sé, creo que me gusta.

– Pues si lo quiere, yo se lo regalo. Total, es de Sartre…

– Gracias -debió decir el Conde y pensó que no tenía sentido volver a pedirle su juicio definitivo sobre la calidad ya devaluada de aquel su cuento del alma.

– Es curioso volver a leer cuentos así… En otra época seguramente lo hubieran acusado de asumir posturas estéticas de carácter burgués y antimarxista. Imagínese usted esta lectura del cuento: no hay explicación lógica ni dialéctica al irracionalismo de sus personajes ni de su anécdota; es evidente la incapacidad de estas criaturas para explicar la desorganización de la vida humana, mientras que el detallismo naturalista del narrador no hace más que reforzar la desolación del hombre que ha recibido, no se sabe de dónde, una iluminación de su existencia. Tal estética, pudiera decirse entonces (como muchas veces se dijo), no es más que un reflejo de la degeneración espiritual de la burguesía moderna. Además, su obra no ofrece soluciones a las coyunturas sociales que plantea, por no decir lo que es más evidente: que transmite una imagen sórdida del hombre en una sociedad como la nuestra… ¿Qué le parece esa lectura? Pobre existencialismo… ¿Y qué hacemos entonces con esas obras tan horriblemente bellas de Camus y de Sartre y de Simone?… ¿Y el pobre Scott Fitzgerald y el escatológico Henry Miller y los buenos personajes de Carpentier, y el mundo oscuro de Onetti? ¿Decapitar la historia de la cultura y de las incertidumbres del hombre?… Pero sabe lo que más me sorprende: pues su capacidad de fabulación. Usted no escribió un cuento de aprendiz, amigo policía, sino el cuento de un escritor, aunque yo hubiera preferido otro finaclass="underline" que ella fuera la que matara al guagüero… Y, dígame, ¿cómo tuvo la idea de escribir este cuento? Es que siempre me fascina el misterio de la creación.