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El mayor Antonio Rangel se había levantado, tras su buró, y le extendía la mano al Conde. Aquel gesto, inhabitual en el Viejo, le advirtió al teniente que las cosas no andaban bien.

– ¿Cómo te ha ido allá abajo, Mario?

– Me ha ido, Mayor.

– Siéntate.

El Conde ocupó una de las butacas frente al buró y entonces no pudo contenerse.

– Viejo, ¿y dónde está Maruchi?

El Mayor no lo miró. Buscaba algo en una de sus gavetas, hasta que extrajo un tabaco. No parecía un buen habano: demasiado oscuro, con nervios evidentes, rebelde ante la llama del encendedor que le aproximaba el Viejo.

– Parece un palo -dijo al fin el Mayor, después de expulsar dos o tres bocanadas de humo, mientras miraba la marquilla como si no pudiera creerlo y el Conde esperó su confirmación-. No puedo creerlo. Oye eso, «Selectos», Hecho en Holguín. ¿Quién coño dijo que en Holguín se hacían tabacos? Este país se ha vuelto loco… A Maruchi la trasladaron. No sé todavía para dónde, ni sé por qué. Además, no me preguntes, porque no puedo decirte nada, y si pudiera tampoco lo haría… ¿Me entiendes?

– Es imposible que no lo entienda, Mayor -aceptó el Conde, mientras le decía adiós al café que siempre era posible conseguir con Maruchi-. ¿Y eso que no tiene tabacos buenos?

– No tengo y no te importa. A lo que vamos -dijo el Mayor y se reclinó en su silla. Parecía muy cansado, como si él también hubiera caído en el vacío, pensó el Conde, que siempre había admirado la vitalidad juvenil del mayor Rangel, tan lejana de sus cincuenta y ocho años reales, cultivada y regada con tandas de piscina y horas de golpear pelotas en una cancha-. Te llamé porque vas a trabajar en un caso.

El Conde sonrió levemente, y decidió aprovechar su mínima ventaja.

– ¿No va a brindarme café?

En la embocadura del tabaco el Mayor desplegó una de sus sonrisas: apenas un movimiento del labio superior.

– Ya estamos a 7, pero este mes todavía no ha llegado la cuota de café… Te pusiste fatal. Bueno, el lío es que no me alcanzan los investigadores que tengo y no me queda más remedio que levantarte provisionalmente la sanción. Necesito que tú y el sargento Manuel Palacios agarren inmediatamente este caso: un trasvesti muerto en el Bosque de La Habana.

– Un travestí.

– Eso fue lo que dije.

– No, usted dijo un «trass-vesti». Y se dice «tra-vesti».

El Mayor movió la cabeza, negando.

– ¿Tú nunca vas a cambiar, hijo mío? ¿Tú te piensas que la vida es un juego? -Su voz se había transformado: la voz del Mayor podía cambiar con el tema y la intención, con la hora y el lugar, y en ese momento era agria y calcinante.

– Discúlpame, Viejo.

– No te disculpo, Conde, no te disculpo. ¿Tú sabes cómo yo tengo la cabeza? ¿Tú crees que es fácil trabajar con un ejército de Investigaciones Internas metido aquí en la Central? ¿Sabes cuántas preguntas me hacen todos los días? ¿Sabes que ya hay dos investigadores expulsados por corrupción y otros dos que van a ser suspendidos por negligencia? ¿Y sabes acaso que todas estas historias me las apuntan también a mí? No, no te puedo disculpar… Y tú, ¿por qué andas vestido de civil? ¿No te dije que debías venir de uniforme mientras estuvieras allá abajo?

El Conde se puso de pie y miró por el ventanal de la oficina. Unos edificios, algunos árboles y el mar tan apacible, allá en el fondo, marcando la línea de tantos sueños, destinos y engaños.

– ¿Quién tiene la información del caso? -preguntó y se tocó otra vez la cintura, donde a veces solía llevar la pistola.

– Nadie, acaban de descubrirlo. Creo que ya Manolo te está esperando en tu cubículo. Sal ahora mismo.

El Conde dio media vuelta y avanzó hacia la puerta. Tomó el picaporte, y se detuvo. Se sentía extraño, no sabía si halagado o utilizado, aunque suponía que el Viejo debía de sentirse mucho más extraño que éclass="underline" que supiera, era la primera vez que el Viejo revocaba la sentencia de un subordinado.

– Es una lástima que no quieras disculparme y no puedas brindarme café. Pero como yo te quiero de verdad, si puedo te voy a conseguir un buen tabaco -dijo, y salió sin esperar respuesta a su comentario ni agradecerle al Mayor que le entregara aquel trabajo. En el último instante decidió que darle las gracias podía ser algo de muy mal gusto.

Cuando el guardia levantó la lona, el fotógrafo aprovechó para apretar una vez más el obturador, como si aún le faltara apropiarse de ese ángulo preciso de la muerte de aquel ser carnavalesco que, según su carnet de identidad, se había llamado Alexis Arayán Rodríguez. Ahora era un bulto rojo, del que salían dos piernas muy blancas, con los músculos bien delineados, que contrastaban con la hierba quemada por el sol. Un rostro de mujer, violáceo y abultado, remataba la figura. Al cuello, bien tensada, llevaba la banda de seda roja de la muerte.

El Conde bajó el brazo y el guardia soltó la tela, francamente aburrido. El Conde extrajo un cigarro y el sargento Manuel Palacios le pidió otro. El Conde se lo dio, de mala gana: Manuel Palacios decía que no fumaba pero, en realidad, lo que nunca hacía era comprar. El Conde miró hacia el río.

En la mañana, debajo de la tupida arboleda del Bosque de La Habana, se vivía la ilusión de que el verano se había extraviado, para suerte de la ciudad. Una brisa cariñosa, que arrastraba los olores oscuros del río, revolvía las ramas de los álamos y los algarrobos insolentes, de los almendros abiertos como carpas de circo y los falsos laureles llovidos de lianas finísimas que se entrecruzaban hasta formar largas trenzas colgantes. El Conde recordó que, de muchacho, había asistido a varios cumpleaños en las glorietas de alquiler del Bosque, al otro lado del puente, y que en una ocasión, encarnando a un Tarzán colgado de las lianas de los laureles, había rayado contra una piedra aquellas botas ortopédicas de estreno que su madre le había puesto para ir a la fiesta. Sobre la piel negra de sus únicos zapatos anuales quedaron dos surcos acusatorios, que le habían costado una semana de castigo, sin ver televisión, sin oír los episodios de Guaytabó ni jugar pelota. El Conde nunca lo había olvidado porque en aquella semana precisa el indio Guaytabó había conocido al viejo Apolinar Matías en la cauchería del Turco Anatolio y habían comenzado su amistad indestructible de luchadores por la justicia y contra la maldad. Y él se había perdido aquel encuentro memorable.

Mirando hacia el río, el Conde pensó que, por suerte, en la ciudad se seguía robando, asesinando, asaltando, malversando con una insistencia creciente y, para él, salvadora. Era terrible, pero era así: aquella muerte por asfixia que el médico forense trataba ahora de explicarle al teniente investigador Mario Conde y a su auxiliar, el sargento Manuel Palacios, le había permitido mitigar su vacío y sentir que su cerebro funcionaba otra vez y servía para algo más que para los dolores de cabeza de sus frecuentes resacas.

– ¿Qué te parece, Conde? Sí, es un hombre. Vestido y maquillado de mujer. Ya tenemos hasta travestís asesinados, casi somos un país desarrollado. A este ritmo ahorita fabricamos cohetes y vamos a la luna…

– No hables más mierda y sigue -dijo el Conde, y lanzó la colilla del cigarro hacia el río. A veces le gustaba hablar de ese modo y aquel forense, por alguna razón tan indefinible como inevitable, lo hacía reaccionar con brusquedad. Tal vez sólo fuera por su vulgar familiaridad con la muerte.

– Sigo, pero no hablo mierda… -ripostó el forense y, escuchándolo, el Conde trató de imaginar lo que había sucedido.

Vio a Alexis Arayán, mujer sin los beneficios de la naturaleza, toda ataviada de rojo, con un vestido largo y anticuado, los hombros cubiertos por el chai también rojo y la cintura acentuada por una banda de seda, mientras caminaba con alguien bajo la noche multiplicada del Bosque de La Habana. El Conde pensó que tal vez la brisa se había despertado entonces, y la noche era más propicia y amable que en el resto de la ciudad. Las huellas rescatadas de las sandalias de Alexis marcaban la travesía de la carretera al bosque. Las otras huellas eran de su acompañante, un hombre corpulento, que debía de mirar con sobrada fascinación el rostro de Arayán: cejas bien delineadas, párpados sombreados de púrpura leve, pestañas rizadas con rímel y aquella boca, tan esplendorosamente roja como el extraño vestido llegado de un pasado impreciso pero sin duda remoto. Quizás hubo besos, juegos de manos provocadoras, caricias de aquellos dedos finos y de uñas barnizadas de Alexis Arayán Rodríguez. Entonces se detuvieron, junto al tronco maltratado del flamboyán centenario y florecido, donde se desencadenó aquella tragedia de amor equívoco.