A los dos meses, el Otro Muchacho publicó un texto sobre el teatro cubano contemporáneo donde no citaba mi nombre ni mis obras, como si yo no hubiera existido nunca o como si fuera imposible que yo volviera a existir… Entonces comprendí que no había nada que hacer, o que no tenía nada que hacer, más que refugiarme en mi caracol, como una babosa hostigada. Y dejé que cayera el telón. Me di por vencido y acepté todos los castigos: trabajar en la fábrica, primero, y en la biblioteca, después, olvidarme del teatro y de las publicaciones, de los viajes y las entrevistas, convertirme en nada. Y asumí mi papel de fantasma vivo, actuando con máscara y todo, tanto tiempo, que ya usted lo ve: una máscara blanca es ahora mi propio rostro.
– ¿Verdad? -le dijo el Marqués y agregó-: Pero venga ahora conmigo -y el Conde lo siguió por la sala, atravesaron el cuarto, avanzaron por el corredor y llegaron a la habitación con olor a humedad, polvos antiguos y papeles viejos. El dramaturgo encendió la luz y el policía se vio rodeado de libros, desde el piso hasta el techo altísimo, libros en cifras y calidades incalculables, en encuademaciones y volúmenes disímiles, en tamaños y colores diversos: libros.
– Mire bien, ¿qué ve?
– Bueno…, libros.
– Libros, sí, pero usted que es un escritor debe saber que está viendo algo más: está asomándose a lo eterno, a lo imborrable, a lo magnífico, a algo contra lo que nadie puede, ni siquiera el olvido. Mire, ese que está allí es la edición deEl paraíso perdido que me robé… Como usted sabe, su autor es el poeta Milton y las ilustraciones son de Gustavo Doré. Ahora le voy a preguntar algo: ¿quién podría saber cómo se llamó aquel vecino de Milton, un hombre riquísimo, muy temido en su tiempo, que quizás algún día lo acusó de cualquier barbaridad? ¿Usted no lo sabe? Claro: nadie lo sabe ni nadie debería saberlo, pero todo el mundo recuerda quién fue el poeta. ¿Y Dante, fue güelfo o gibelino? Tampoco lo sabe, ¿verdad?, pero sí sabe que escribió La Divina Comedia y que su fama es superior a la de todos los políticos de su tiempo. Pues eso es lo invencible… Y ahora le voy a decir por qué lo traje hasta aquí.
Y avanzó hasta uno de los estantes y tomó una carpeta roja, atada con cintas que alguna vez fueron blancas y ahora lucían varias capas de suciedad.
– Le voy a contar esto, amigo policía, porque creo que se lo debo, como le debía una disculpa por mis excesos con usted… Pues aquí dentro hay ocho obras de teatro escritas durante estos años de silencio y en esa otra carpeta que ve allí hay un ensayo de trescientas páginas sobre la recreación de los mitos griegos en el teatro occidental del siglo veinte. ¿Qué le parece?
El Conde hizo su gesto: movió la cabeza, negando.
– ¿Y por qué lo tiene escondido? ¿Por qué no trata de publicar todo eso?
– Por lo que le dije antes: mi personaje debe sufrir el silencio hasta el fin. Pero ése es el personaje: el actor ha hecho lo que debía hacer, y por eso seguí escribiendo, porque, como a Milton, un día van a recordar al escritor y nadie será capaz de mencionar al triste funcionario que lo hostilizó. No me dejaron publicar ni dirigir, pero nadie me podía impedir que escribiera y que pensara. Estas dos carpetas son mi mejor venganza, ¿me entiende ahora?
– Creo que sí -dijo el Conde y acarició las hojas mecanografiadas de su cuento y descubrió, en ese instante, que no sabía qué hacer con él. Tal vez sólo era una historia para tres lectores: él mismo, el Flaco Carlos y Alberto Marqués, y sin embargo, eso le resultó suficiente. No, ni siquiera le parecía necesario exhibirse más allá, ni pretender nada de la literatura: sólo hacerla, pues el Marqués tenía razón: en aquellas cuartillas estaba lo invencible.
– Yo también quería disculparme, Alberto. En algún momento debí de ser demasiado brusco con usted.
– ¡Ay, mijo! ¡Pero si tú eres un ángel! Tú no sabes lo que es ser brusco conmigo. Mira, si te cuento… Mejor no, deja.
El Conde sonrió, recordando las historias escuchadas sobre las aventuras eróticas del Marqués, en aquella misma casa. Bueno, diga lo que diga es maricón, eso sí no es mentira, pero ya me cae bien, concluyó.
– Vamos, mejor nos sentamos -propuso el Marqués y regresaron a la sala, mientras el Conde encendía un cigarro.
– He de confesar que ahora soy yo el que está anonadado -dijo el policía mientras recuperaba su asiento y su lugar en el escenario de la sala-. Pero todas estas confesiones me han reafirmado una idea que tengo desde hace dos o tres días: usted no me ha dicho algo que sabe y que puede explicar mejor la muerte de Alexis. ¿Me lo cuenta ahora o lo tengo que interrogar?
– Así que usted cree que todavía hay más… Me ha salido todo un sabueso, ¿no? ¿Entonces quiere oír más? -insistió el Marqués y, sin esperar respuesta, alzó uno de sus brazos para que la manga de su bata dejara espacio y, como un mago muy espectacular, para introducir la mano y sacar algo que le mostraría al Conde-. ¿Quiere que le diga qué fue lo que debió de decirle Alexis a Faustino para que él se pusiera así? Bueno, pues… ay, qué lengua la mía. No, no debo decírselo, porque cuando Alexis lo descubrió y me lo dijo, me hizo jurar sobre su Biblia que, pasara lo que pasara, yo no se lo diría a nadie. Y a nadie se lo he dicho… Por eso me quedé callado, ¿sabe?