El Conde sonrió.
– ¿Y ahora usted cree en juramentos sagrados? ¿Aunque mantener ese secreto pueda salvar al asesino de Alexis o atenuar su culpa?
El Marqués se pasó la mano por la mal poblada cabeza y sonrió, diabólicamente.
– Verdad, si yo no creo en nada y ese señor es… Pero déjeme decirle que también me quedé callado porque no me imaginé que ese hombre fuera capaz de llegar a hacer lo que hizo… Pues lo que Alexis le dijo fue que se había enterado del fraude que su padre cometió en 1959, cuando falsificó unos documentos y se consiguió un par de testimonios falsos que atestiguaban que había luchado en la clandestinidad contra Batista… Así fue como Faustino se montó en el carro de la Revolución, con un pasado que le garantizaba ser considerado un hombre de confianza que merecía su recompensa… ¿Se imagina usted lo que pasaba si eso se sabía? Bueno, ya usted sabe: se le acababa la fiesta.
El Conde quiso sonreír, pero no pudo. Debe de ser otra historia de este cabrón, pensó.
– Por eso le pagó con dos monedas… ¿Y cómo Alexis se enteró de esa historia? ¿Quién se la pudo contar?
– Se la contó María Antonia…
– ¿Y por qué ella se lo contó?
– No sé, quizás porque pensaba que Alexis debía de tener esa carta en la mano, ¿no cree? El Conde sonrió por fin.
– Así que María Antonia. Cuántas cosas sabía María Antonia; y yo que creí…
– Sí, usted es un crédulo, mi amigo policía. Pero es preferible que sea así: mejor crédulo que cínico. Por eso le voy a confesar otra cosa más: muchas de las acusaciones que me hicieron son ciertas: soy autosuficiente, orgulloso, experimentalista y desde que cumplí los doce años y comprendí que estaba enamorado del novio de mi hermana, aprendí que aquello no tenía otro remedio que revolearme donde fuera con un hombre, y desde entonces lo estoy haciendo. Porque eso sí es mío, ayer, hoy y mañana, como dice el lema…
El Conde nunca pensó que pudiera oír algo así y que, además, le resultara simpático y no pensara en levantarse y patear a aquel pájaro exultante. Pero, de cualquier modo, decidió que se imponía una retirada a tiempo, y trató de atar los últimos cabos de aquella historia.
– El informe de París, ¿lo había escrito Arayán?
– ¿Quién si no? Siempre fue un mal bicho, insidioso y trepador.
– ¿Y qué ha sabido del Recio?
– Qué terrible es todo, ¿no? Supe que está muy mal, pero muy mal. Dicen que le quedan unos meses… Pobre amigo mío. El sufrió mucho con lo que me ocurrió a mí. Tal vez hasta más que yo.
– Bueno -dijo entonces el Conde, mientras se ponía de pie-, tengo que irme. Pero quiero hacerle dos últimas preguntas…
– Siempre es iguaclass="underline" dos últimas preguntas.
– ¿Quién es el Otro Muchacho?
– ¿Pero no lo adivinó? Ay, usted no es tan buen policía entonces. Mire que le di todas las pistas. Así que averígüelo usted, si piensa ser escritor y no quiere buscarse problemas. ¿Y cuál es la otra?
– El día que fui a orinar en su baño, ¿usted se puso a mirarme?
El Marqués recuperó aquel gesto de asombro que el Conde ya conocía: armó una enorme O muda en la boca y la mano derecha sobre el pecho, como dispuesto a jurar.
– ¿Yo? ¿Usted me cree capaz de eso, amigo señor policía?
– Sí.
Entonces se rió, pero sin llegar a los hipidos.
– Pues es usted muy mal pensado…
– Si usted lo dice.
– Claro que lo digo… Oiga, pero quiero pedirle un favor: guárdeme mi secreto. Usted me ha caído bien y cuando alguien me cae así, me pongo propenso a las confesiones. Pero lo que hay en esas carpetas sólo lo saben tres personas, y usted es una de ellas.
– No se preocupe. Ni siquiera le voy a preguntar quién es la otra, además del Recio… Bueno, ahora sí me voy. Gracias por todo.
– ¿Y cuándo vuelve por acá?
– Cuando escriba otro cuento o cuando maten a otro travestí. Ahí le dejo el libro del Recio que me prestó, así que no le debo nada, ¿no? Bueno, casi nada… -dijo, y le extendió la mano al Marqués, que depositó su escuálida estructura ósea sobre la palma del Conde. Si te agarra el Gordo Contreras, pensó el teniente, y oprimió levemente la mano del dramaturgo, pero enseguida la soltó, pues creyó adivinar un acercamiento peligroso que se iniciaba desde la cara del Marqués. ¿Me quiere dar un beso? No, no, ahí sí que no, pensó, y salió a la calle, donde un sol magenta remataba con delicados tonos purpúreos la agonía lánguida y aterciopelada de aquella tarde de domingo, más maricona que el propio Alberto Marqués.
Mientras se zambullía en la parte vieja de la ciudad, el Conde observaba con ojos interrogantes a cada mujer que se cruzaba en su camino: ¿Será un travestí?, se preguntaba, buscando algún detalle revelador en los afeites, las manos, la forma de los senos y la curva de las nalgas. Dos jóvenes, que caminaban con las caderas sueltas y tomadas del brazo, le resultaron levemente sospechosas de transformismo, pero la penumbra de la calle no le permitió llegar al convencimiento acusatorio. Entonces se dio cuenta de que quería encontrar a un travestí. ¿Para qué?, se preguntó, vacío de respuestas, y pensó, mientras subía hacia el apartamento de Poly, que debía sacarse todo aquel lastre de la cabeza si quería volver a elevarse y disfrutar del espectáculo de ver la andadura de una hembra, mejor si cubana, mejor si por una calle de La Habana, y pensar que aquellos senos bailarines, las nalgas inabarcables, la boca mamífera, podían ser precisamente para él.
Poly lo recibió en la puerta, apenas cubierta con una bata blanca a través de la que se revelaban la oscuridad rojiza de sus pezones y la negritud de su cabellera inferior. Sin dejarlo hablar se abalanzó sobre él y le disparó la lengua entre los labios, como una serpiente desesperada.
– Dios, qué maravilla, un heterosexual policía -dijo cuando terminó su cacheo bucal, y mientras oprimía con su mano la turgencia despabilada del Conde, que le preguntó, en el límite de su orgullo:
– ¿Me estabas esperando?
– ¿Qué tú crees, machista-estalinista? ¿Y qué traes en ese bolso? -fue ella la que preguntó entonces y trató de mirar hacia el interior de la jaba, pero el Conde se lo impidió.
– Espérate, que primero quiero preguntarte una cosa… ¿Puedo quedarme tres días aquí contigo, sin salir ni a ver el sol?
Ella sonrió, mostrando sus afilados dientecitos de gorrión.
– ¿Haciendo qué?
– Algo que no aburre nunca…
– Creo que sí.
– Bueno, coge el bolso y ponlo en la trinchera. Ahí traje diez huevos, una lata de sardinas, dos botellas de ron, cinco cajas de cigarros, un pedazo de pan y un paquete de macarrones. Con eso nos hacemos fuertes y resistimos el asedio… ¿Tú tienes café? Bueno, pues entonces sí que somos invencibles, como Milton.
– ¿Qué Milton?
– El músico brasileño… Ahora me hace falta hablar por teléfono -dijo al fin, mientras se quitaba la camisa.
Marcó el número directo del mayor Rangel y no se sorprendió de encontrarlo todavía en la Central.
– Viejo, oye esto y prepárate para caerte de culo -le dijo, sonrió, y le contó la última revelación posible sobre el enmascarado Faustino Arayán-. Bueno, ¿qué te parece?
– Lo dicho: este país se ha vuelto loco -y su voz sonó hueca de asombros o cansancios: simplemente era una voz vacía, y el Conde pensó como otras veces: su voz es el espejo de su alma.
– Bueno, me gané la semana libre, ¿no?
– Sí, te la ganaste bien. Ojalá algún día quieras ser un buen policía… Y hablando de eso, ¿me vas a decir alguna vez por qué te metiste a policía?, ¿eh, Conde?