– Pues voy a tratar de averiguarlo y luego le cuento… Ah, pero sí le puedo decir una cosa que yo sé: usted es el mejor jefe de policías del mundo, digan lo que digan y hagan lo que hagan.
– Gracias, Mario, siempre es bueno saber cosas así, aunque a veces no sirva para nada.
– Sí sirve, Viejo, y usted lo sabe. Cuídese y lo veo el lunes -dijo y colgó, para marcar el número del Flaco. Sólo debió esperar tres timbrazos.
– Flaco, soy yo.
– Dime, salvaje. ¿Vienes para acá?
– No, hoy no puedo, ni mañana, ni pasado… Estoy con un culito de gorrión. Le pedí asilo por tres días.
– Oye, tú, ¿estás enamorado de la loquilla esa?
– No sé, Flaco. Pero creo que con la cabeza que piensa no estoy enamorado, y así es mejor.
– Menos mal… Pero ten cuidado con la otra cabeza, que cuando le coge el gusto a una idea…
– Oye, apunta ahí un número de teléfono. Anjá: seis, uno, tres, cuatro, cinco, seis. Eso es para ti y para la vieja Josefina, por si les hago falta, pero no se lo des ni a la muerte si te lo pide. Ni a la Fundación Guggenheim, ni a Salinger si viene a verme a La Habana, ¿está bien? Ah, se lo das a Candito el Rojo si me busca para algo…
– Oye, ¿y si te quieren ver los investigadores esos?
– Pues que se jodan, Flaco, que se jodan, o que me echen arriba los perros de busca y captura. Vamos a hacer la versión cubana deSoy un fugitivo… Ah, se me olvidaba lo más importante con tanta mierda que estoy hablando: compra dos botellas de ron para el miércoles, que yo te doy el dinero. Es mi regalo de cumpleaños. Yo voy a llamar a Andrés y al Conejo a ver qué inventamos ese día, ¿está bien?
– No hay lío. ¿Tú sabes lo que quiere hacer la vieja por mi cumpleaños? Dice que un asado argentino, con bife de chorizo, chinculines, solomillos, filetes… Ah, oye, y acuérdate que no me trajiste la fotocopia del cuento, tú.
– Pero yo te la llevo el miércoles… Oye, ¿y qué vas a hacer tú con lo de Dulcita?
El Conde sabía que debía esperar y esperó con toda su paciencia.
– Nada, Conde, ¿qué coño voy a hacer? Si viene, pues que venga, y la veo y le digo: Así es la vida, mi socia.
– Sí, eso es lo jodido, que así es la vida. Bueno, después hablamos. Un abrazo, mi hermano -y colgó.
Poly lo esperaba sentada en el borde de la cama, con un vaso de ron en cada mano, y el Conde pensó que era injusto sentirse feliz mientras el Flaco, que ya no era flaco, víctima de una guerra geopolítica en la que fue un peón destrozado, tenía vedadas todas las posibilidades de aquella satisfacción necesaria y sufría con la idea de que una de sus antiguas novias lo viera así, en el fondo del abismo. Acarició el cerquillo de Poly y escogió el vaso más lleno y, sin camisa, salió al pequeño balcón del apartamento en busca de un alivio para sus calores físicos y mentales y observó, en la noche incipiente, las azoteas de La Habana Vieja, erizadas de antenas, ansias de derrumbe e historias inabarcables. ¿Por qué carajo todo tiene que ser así? Pues porque todo es así y no de otra manera, Conde. ¿Será posible volver atrás y desfacer entuertos y errores y equivocaciones? No es posible, Conde, aunque todavía puedes ser invencible, se dijo, cuando, en medio de la oscuridad, descubrió el vuelo extravagante de aquella paloma blanca, que brotaba de un sueño o burlaba sus costumbres de animal diurno y desafiaba la noche tórrida y tomaba altura, en una vertical insistente, y después plegaba las alas y hacía unas piruetas extrañas, como si en ese instante descubriera la sensación vertiginosa de caer en el vacío, hasta que la perdía de vista, detrás de un edificio carcomido por los años. Yo soy esa paloma, pensó, y pensó que, como ella, no tenía otra cosa que hacer: sólo remontar el vuelo, hasta perderse en el cielo y en la noche.
Mantilla, 1994-1995
Leonardo Padura