– ¿Saben una cosa? -el Conde interrumpió el relato del forense y miró hacia el cadáver cubierto-. Ayer fue 6 de agosto, ¿no?
– Sí, ¿y qué? -intervino ahora el forense.
– Para que ustedes vean que haber ido al catecismo tiene sus ventajas… El 6 de agosto es la fiesta de la Transfiguración para los católicos. Según la Biblia, ese día Jesús se transformó ante tres de sus discípulos en el monte Tabor, y Dios, desde una nube de luz, les pidió a los apóstoles que lo escucharan siempre. ¿No es demasiada casualidad que aparezca un travestí muerto un 6 de agosto?
El sargento Palacios cruzó los brazos sobre su pecho de pollo mal alimentado y miró al Conde. El teniente disfrutó de aquella mirada en la que flotaba la incertidumbre de una tímida bizquera: supo que había sorprendido a su esquelético subordinado, pero a su subordinado le gustaba que él lo sorprendiera de ese modo.
– ¿Y cómo carajo tú te acuerdas de eso, Conde? Que yo sepa hace como treinta años que tú no vas a la iglesia.
– Menos, Manolo, menos. Lo que pasa es que esa historia siempre me gustó: en el catecismo me imaginaba a Dios desde la nube, iluminándolo todo, como un reflector…
– Ven acá, Conde, ¿y si Alexis se disfrazaba todos los días? -preguntó el forense, sonriendo con una interrogante triunfal que le hizo pensar al Conde en otras razones para su aversión.
– Entonces se acabó el misterio -admitió el Conde-. Pero sería una lástima, ¿no? La transfiguración de Alexis Arayán… Sonaba bien. Bueno, sigue con tu cuento.
Los vio detenerse bajo el flamboyán. Un destello de la luna, dulcemente dibujado entre el follaje, daba un tono plateado a la pareja del hombre grande y la falsa mujer, sobre los que la brisa hizo caer una lluvia de pétalos rojos. Quizá se besaron, se acariciaron tal vez, y Alexis se arrodilló, como un penitente, seguramente con la intención de satisfacer con su orificio más próximo la urgencia de su acompañante: las manchas de la hierba en sus rodillas delataban su genuflexión. Entonces se precipitó el final de la tragedia: en algún momento la banda de seda roja pasó de la cintura al cuello de Alexis y el hombre grande cortó sin piedad la respiración de aquella mujer que no lo era, hasta que sus ojos delineados desbordaron las órbitas posibles y todos los esfínteres abrieron sus compuertas, dislocados por la asfixia.
– Y esto es lo que no me cuadra bien, Conde. El grande lo mató de frente, a juzgar por las huellas, ¿verdad? Pero parece que el travestí no forcejeó, ni lo arañó, ni trató de zafarse…
– ¿Entonces no hubo pelea?
– Si la hubo fue de palabras. En las uñas del muerto no parece haber rastros de nada, aunque después te doy un informe seguro… Pero ahora viene el segundo misterio: el asesino empezó a arrastrar el cadáver hacia allá, fíjate ahí en la hierba, ¿ves?, como si fuera a lanzarlo al río… Pero apenas lo movió dos metros. ¿Por qué no lo tiró al agua si fue lo primero que pensó?
El Conde observó la hierba que señalaba el forense y la lona que ahora cubría el cuerpo de Alexis Arayán, y ocultaba la mancha de tela roja que había alarmado al corredor mañanero, que se desvió de la ruta de sufooting cotidiano para descubrir el cadáver sobre el que ya circulaban las hormigas, apresuradas por la magnitud del banquete.
– Pero lo más raro de verdad viene ahora: después de matar al travestí, el hombre grande le bajó elbloomer y con los dedos le registró el ano… Lo sé porque después se limpió en la bata. ¿Qué les parece esta historia, muchachos? Bueno, hasta ahí llega mi cuentecito. Cuando le hagan la autopsia y en el laboratorio terminen los otros análisis, tal vez tengamos algo más. Así que voy abajo, que tengo otro muertecito en la Habana Vieja…
– Que te vaya bien, Flor de Muerto -dijo el Conde, y le dio la espalda.
Miró de nuevo hacia el río sucio en cuyas aguas se había bañado una vez. En otras aguas, en realidad, pensó como Heráclito: no tan sucias, al menos, allá a la altura del puente de La Chorrera, donde con sus amigos solían pescar biajacas y hasta carpas chinas, cuando alguien decidió que aquellos peces rojos y exóticos se podían multiplicar en los ríos y presas de la isla.
– Bueno, Manolo, atrévete con las preguntas que nos dejó Flor de Muerto. ¿Por qué una persona se deja asfixiar sin resistirse? ¿Y por qué el asesino no lo tiró al agua? ¿Y para qué coño se puso a registrarle el ano?
El sargento Manuel Palacios cruzó los brazos delgadísimos sobre su pecho descarnado. En cada caso que le asignaban con el Conde siempre sucedía iguaclass="underline" él debía ser el primero en equivocarse.
– No sé, Conde -dijo entonces.
El Conde lo miró, extrañado de su cautela.
– Pero cómo que no sabes, si tú siempre sabes.
– Pero hoy no sé… Oye, Conde, ¿qué coño te pasa a ti hoy? Estás de puñeta, viejo…
El Conde volvió a mirarlo, mientras encendía un cigarro. Manuel Palacios tenía razón. ¿Qué le pasaba?
– No sé, Manolo, pero es algo malo. ¿Te imaginas que me alegré cuando me dijeron que tenía un caso de homicidio y que podía irme de la Central? Estoy jodido, compadre, alegrándome de que haya muertos. Y este forense que me pone mal, por mi madre que sí.
Manuel Palacios asintió. Ya conocía demasiado al Conde como para valorar aquellas confesiones pecaminosas, y decidió ser benévolo aquella vez.
– ¿Qué te parece un hombre respetable, casado y con hijos, que de pronto liga a una mujer, él no es un ligón y ella es preciosa, alta, y él se entusiasma con su conquista y viene con ella para el Bosque, se besan, se acarician, la mujer se arrodilla para chupársela, como dice el forense, y entonces el tipo descubre que no es una mujer, sino lo contrario? ¿O qué te parece que el grande sea también lo contrario, quiero decir, tan maricón come el muerto, y se haya vengado de Arayán por alguna vieja historia de mariconería? ¿O que el grande sea un aberrado al que le gusta estar con travestís para matarlos después, porque odia a los travestís, pues él mismo es un travestí frustrado por su tamaño y su gordura? Esa es la más bonita de todas, ¿tú no crees?
El Conde tosió, con el cigarro entre los labios.
– Cada día eres más inteligente, por tu madre que sí… Esto es extraño, Manolo. Nadie se deja asfixiar sin darle ni siquiera un arañazo al otro. Y dime, ¿qué cosa se puede llevar escondida en el recto? ¿Drogas? ¿Una joya? ¿Y cómo el otro sabía que debía buscarle ahí?… Pues porque se conocían, ¿no? Pero si el asesino decidió no tirarlo al río es porque está seguro de que nadie lo va a conectar con este lugar ni con ese travestí. ¿Y ese vestido rojo que parece sacado de no sé dónde? ¿Y por qué un travesti tan elegante anda con su carnet de identidad encima? ¿No te parece incongruente? ¿Quieres que te diga una cosa, Manolo? Esto no me gusta ni un poquito. Es que parece demasiado misterioso, y en este país hace demasiado calor y hay demasiadas jodiendas para que de contra también haya misterios. Además, nunca me han gustado los maricones, para que lo sepas. Ya estoy prejuiciado con esto…
– Verdad que sí -admitió el sargento.
– Vete al carajo, Manolo.
Lo peor de los muertos es que dejan vivos, pensó el Conde después que la mujer le confirmara: Sí, es mi hijo, ¿qué pasó ahora?, y a él le pareció tan fuerte y tan segura que le dijo, sin calmantes verbales: Es que lo mataron anoche, y entonces la mujer empezó a consumirse, era físicamente visible la reducción orgánica del cuerpo sobre el amable butacón de cuero, y de entre las manos retorcidas sobre la cara salió aquel grito indeciso…