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El carnet que llevaba encima Alexis Arayán indicaba aquella dirección como su residencia permanente: una casona de dos plantas en la Séptima Avenida de Miramar, con un jardín bien cuidado y paredes pintadas de un blanco brillante, paneles de vidrios milagrosamente enteros en la ciudad de los vidrios rotos y dos autos en elcar-porch. Un Mercedes y un Toyota, le aclaró Manuel Palacios, que sabía todo lo que es posible saber sobre carros y marcas… Era la imagen de la prosperidad, y así debía ser, pues según el carnet, Alexis era hijo de Faustino, precisamente Faustino Arayán, último representante cubano en la Unicef, diplomático de largas misiones, personaje de altas esferas, y de Matilde Rodríguez, aquella mujer que quizá llegara a unos sesenta años muy bien llevados, con el pelo de un castaño delicado y las manos tan cuidadas, y que de pronto parecía tener mucho más de sesenta años y haber perdido la petulante seguridad con que recibió a los policías.

Con el grito había aparecido una negra, silenciosamente salida de algún sitio de la mansión. Caminaba sin producir ruidos, como si sus pies no tocaran el piso. El Conde observó su mirada rojiza, que brotaba de unos ojos abultados y brillosos. Sin saludar a los policías se sentó junto a Matilde y empezó a consolarla en voz baja y con gestos casi maternales. Entonces se levantó, salió por donde había entrado y regresó con un vaso de agua y una pequeñísima píldora rosada que le entregó a Matilde. El oficio del Conde le permitió advertir un temblor fugaz en las manos de la negra cuando se acercaron a las manos descontroladas de la madre de Alexis. Todavía sin mirar al Conde o a Manolo, la negra dijo:

– Últimamente está muy mal de los nervios -y, ayudándola a ponerse de pie, se llevó a Matilde hacia las escaleras.

El Conde miró a Manuel Palacios y encendió un cigarro. Manolo alzó los hombros diciendo: Del carajo, y esperaron. El Conde decidió utilizar, mientras tanto, un cenicero azul y blanco que advertía: granada. Todo parecía limpio y perfecto en aquella casa donde, de pronto, se había instalado una inesperada tragedia. Diez minutos después bajó la negra y se sentó frente a ellos. Por fin los miró: sus ojos seguían rojos y brillantes, como los de una persona afiebrada.

– Últimamente está muy mal de los nervios -repitió, como si fuera una consigna invariable o las únicas posibilidades de su vocabulario.

– ¿Y el compañero Faustino Arayán?

– Está en el Ministerio de Relaciones Exteriores, salió temprano -dijo ella, que unió sus manos y las oprimió entre sus piernas, como si orara hacia una imagen clavada en el suelo.

– ¿Y usted trabaja aquí? -intervino Manolo.

– Sí.

– ¿Hace mucho?

– Más de treinta años.

– ¿Sabe si Alexis salió ayer de aquí?

– No.

– ¿No vivía aquí?

– No.

– Pero ésta era su casa, ¿o no?

– Sí.

– ¿Sí qué: era o no era, salió o no sabe si salió? -Sí era su casa, pero no vivía aquí y por lo tanto no salió. Desde hace meses… Pobre Alexis.

– ¿Y dónde vivía entonces?

La negra miró hacia la escalera que conducía a las habitaciones. Dudaba. ¿Necesitaba permiso? Ahora sí parecía nerviosa, mientras bajaba la mirada roja y se mordía los labios.

– En casa de otra persona… de Alberto Marqués.

– ¿Y quién es ése? -siguió Manuel Palacios, acomodando sus escasas nalgas en el borde del asiento.

La negra volvió a mirar hacia la escalera y el Conde sintió la innombrada sensación que una amiga suya, a falta de otra palabra asequible, llamaba líporis: vergüenza por el ridículo ajeno. Aquella mujer, en pleno año de 1989, arrastraba el atávico instinto de la servidumbre: era una criada y, lo peor, pensaba como una criada, envuelta quizás en los velos invisibles pero tensos de una genética moldeada por varias generaciones esclavizadas y reprimidas. La incomodidad física sustituyó entonces a la líporis, y el Conde sintió deseos de escapar de aquel mundo de brillos y esmaltes.

La negra volvió a mirar al sargento Palacios, y dijo al fin:

– Creo que es un amigo de Alexis… Un amigo con el que él vivía. Pobre Alexis, por Dios…

Cuando comprobó la existencia real de la casi imposible dirección, el Conde cerró la libreta a la que había trasladado varios datos del corpulento expediente de Alberto Marqués Basterrechea y la guardó en su bolsillo trasero. Observó las buganvillas del jardín, milagrosamente alegres bajo aquel sol insociable de las dos de la tarde. Magenta, violeta, amarillas, sus flores, como mariposas encantadas, se confundían en un breve boscaje de hojas, espinas y ramas que parecían capaces de sobrevivir a cualquier cataclismo local o universal. La sombra silvestre del jardín, sobre el que se asomaban unas arecas de penachos arrogantes, daba un toque umbrío a la casa que se levantaba unos metros detrás, exhibiendo su número 7, de la calle Milagros, entre Delicias y Buenaventura. ¿Sería un invento de Alberto Marqués aquel número y aquellos tres nombres de calles para ubicar su casa en un rincón del Paraíso Terrenal, dentro de una gloria perfecta y edénica? Sí, aquello debía de ser una de las infinitas estratagemas del demonio, pues según los informes que el Conde guardaba en su libreta, extractados del viejo pero todavía saludable expediente que le facilitó, con una espléndida sonrisa, el especialista de seguridad que atendía al Ministerio de Cultura, cualquier cosa era posible tratándose de aquel preciso y diabólico Alberto Marqués: homosexual de vasta experiencia depredadora, apático político y desviado ideológico, ser conflictivo y provocador, extranjerizante, hermético, culterano, posible consumidor de marihuana y otras drogas, protector de maricones descarriados, hombre de dudosa filiación filosófica, lleno de prejuicios pequeñoburgueses y clasistas, anotados y clasificados con la indudable ayuda de un moscovita manual de técnicas y procedimientos del realismo socialista… Aquel impresionantecurriculum vitae era el resultado de las memorias escritas, conjugadas, resumidas y hasta citadas textualmente, de varios informantes policiacos, sucesivos presidentes del Comité de Defensa de la Revolución, cuadros del remoto Consejo Nacional de Cultura y del actual Ministerio de Cultura, de la consejería política de la embajada cubana en París y hasta de un padre franciscano que en una época prehistórica fuera su confesor y de un par de amantes perversos, interrogados por causas estrictamente delictivas. ¿Dónde coño me he metido?

Tratando en vano de limpiar su mente de prejuicios -es que me encantan los prejuicios, y yo no resisto a los maricones-, el Conde atravesó el jardín y subió los cuatro escalones del portal, para oprimir el timbre que sobresalía como un pezón debajo del número 7. Lo acarició dos veces y repitió la operación, pues hasta él no llegó el sonido de la campana, y cuando lo iba a tocar otra vez, dudando si decidirse por el aldabón, sintió que la oscuridad lo asaltaba tras la puerta que se abría, lentamente, junto a la cara pálida del dramaturgo y director de teatro Alberto Marqués.

– ¿De qué se me acusa ahora? -preguntó el hombre, dotando a su voz profunda de una ironía explícita. El Conde trató de superar la sorpresa de la puerta que pareció abrirse sola, de la palidez espectacular de la cara de su anfitrión y de la pregunta con que lo atacó, y optó por sonreír.

– Busco a Alberto Marqués.

– Soy yo, señor policía -dijo el hombre, y abrió unos centímetros más la puerta, con una teatralidad marcada, como para que el Conde tuviera el placer prohibido de verlo de cuerpo entero: más que pálido, incoloro, delgado hasta la escualidez, con la cabeza apenas decorada por una lanilla lacia y desmayada. Se cubría desde el cuello a los tobillos con una bata china que pudo haber pertenecido a la dinastía Han: sí, pensó el policía, no menos de dos mil años de angustias debían de haber pasado sobre aquella seda, de colores desvaídos como la cara del hombre, raída y agreste como si ya no fuera seda, donde sobresalían, dando testimonio de tantísimas batallas, manchas que podían ser de café, de plátano, de yodo o hasta de sangre, para brindarle un nuevo estampado irregular y tristísimo a lo que quiso ser atuendo de históricos emperadores… El Conde hizo un esfuerzo por sonreír, recordó los terribles informes que llevaba pegados a la nalga y se atrevió a preguntar: