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– ¿Cómo sabe que soy policía? ¿Me esperaba?

Alberto Marqués parpadeó varias veces y procuró organizar las hebras mustias de su pelo.

– No hace falta ser Sherlock Holmes… Con este calor, a esta hora, con esa cara suya y en esta casa, ¿quién puede venir que no sea la policía? Además, ya sé lo del pobre Alexis…

El Conde asintió, concediendo. En los últimos tiempos era la segunda vez que le advertían de su cara de policía y estaba por creer que era verdad. Si había guagüeros con cara de guagüeros, médicos con cara de médicos y sastres con cara de sastres, no era difícil tener jeta de policía después de diez años en el oficio.

– ¿Puedo pasar?

– ¿Podría no dejarlo pasar?… Entre -agregó finalmente, y abrió la puerta a toda la oscuridad.

Allí no existía el calor, a pesar de que todas las ventanas estaban cerradas y no se sentía el murmullo de algún ventilador atenuante. En la fresca penumbra, el Conde adivinó el techo de puntal remoto y entrevió algunos muebles tan oscuros como el ambiente, dispersos sin concierto por la amplitud de la sala que estaba partida en dos por una pareja de columnas quizás dóricas en sus últimas alturas. Al fondo, a unos cinco metros, la pared se hundía hacia un corredor también sombrío. Alberto Marqués, sin cerrar la puerta, fue entonces hasta una de las paredes de la sala y abrió una puerta-ventana que desparramó la luz grosera de agosto contra el piso ajedrezado de la habitación, provocando una luminosidad agresiva y decididamente irreaclass="underline" como de una lámpara orientada hacia el escenario. Entonces el Conde lo comprendió todo: había caído en medio de la escenografía deEl precio, la obra de Arthur Miller que treinta años antes, con éxito todavía recordado (también lo decía el expediente) montara Alberto Marqués y que, hacía unos diez años, él mismo había visto en una versión preparada por uno de los discípulos más ortodoxos del dramaturgo. Había entrado a la escena en que llegan los personajes y…, claro que sí. ¿Sería posible?

– Siéntese, por favor, señor policía -dijo Alberto Marqués, indicando con desgano un sillón de caoba ennegrecida por churres y sudores fosilizados, y sólo entonces cerró la puerta.

El Conde aprovechó esos segundos para observarlo mejor: entre la bata y el suelo vio entonces dos tobillos raquíticos y filosos, tan transparentes como la cara, que se prolongaban en unas patas descalzas, como de avestruz, rematadas por unos dedos extrañamente gordos y separados, con uñas como garfios mellados. Los dedos de las manos eran, sin embargo, afilados, espatulados, como de pianista en ejercicio. ¿Y el olor? Con su olfato devastado por veinte años de práctica activa del tabaquismo, el Conde trataba de separar los olores de la humedad, del vapor de aceite requemado y un vaho conocido pero de difícil identificación, mientras observaba cómo el hombre de la bata de seda china se acomodaba en otro sillón, abría las piernas y colocaba con cuidado sus manos de esqueleto andante sobre los brazos de madera, como si quisiera abarcarlos, poseerlos, con el gesto final de doblar los dedos finísimos sobre los bordes delanteros de la madera.

– Bueno, usted dirá.

– ¿Qué sabe de lo que ocurrió con Alexis Arayán?

– El pobre… Que lo mataron en el Bosque de La Habana.

– ¿Y cómo lo supo?

– Me llamaron por teléfono esta mañana. Un amigo se enteró.

– ¿Quién es ese amigo?

– Uno que vive por allá y vio el lío. Averiguó, se enteró y me llamó.

– Pero ¿quién es?

Alberto Marqués suspiró ostensiblemente, parpadeó un poco más, pero no movió las manos de los brazos del sillón.

– Dionisio Carmona, ése es el nombre, si es lo que quiere saber. ¿Está contento? -y trató de hacer evidente que le molestaba la confesión.

El Conde pensó pedirle permiso, pero se dijo que no. Si Alberto Marqués era irónico, él sería insolente. ¿Cómo aquel maricón iba a atreverse con él, que era un policía? Encendió el cigarro y lanzó el humo en dirección a su interlocutor.

– Puede echar la ceniza en el piso, señor policía.

– Teniente Mario Conde.

– Puede echar la ceniza en el piso, señor policía teniente Mario Conde -dijo el hombre, y el Conde lo obedeció. Te vas a joder conmigo, pájaro de mierda, pensó.

– ¿Y qué más sabe?

Alberto Marqués levantó los hombros, mientras cerraba los ojos y expelía otro sonoro suspiro.

– Bueno… que lo ahorcaron. Ay, por Dios, pobre criatura.

Tal vez el hombre estuviera realmente afectado, pensó el Conde, y entonces atacó.

– No, técnicamente lo asfixiaron. Le apretaron el cuello hasta que se le acabó el oxígeno. Con una banda de seda roja. ¿Y sabe que iba vestido de mujer, todo de rojo, con chai y todo?

Alberto Marqués había soltado los brazos del sillón y con su mano derecha se frotaba desde los pómulos hasta la barbilla.Touché, concluyó el Conde.

– ¿Vestido de mujer? ¿Con un traje rojo? ¿Uno largo, como un batón antiguo?

– Sí -respondió el Conde-, ¿qué sabe usted de eso? Porque según sé él salió ayer de esta casa.

– Sí, salió, como a las siete de la tarde, pero le juro que yo lo vi un rato antes y no iba vestido de Electra Garrigó.

París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra… Y eso es muy cierto, aunque lo haya dicho Hemingway, que ha sido el escritor más ególatra y narcisista del siglo. Mi recuerdo de París es como una nostalgia azul, que en veinte años no he podido sacarme de encima. Porque cuando llegué a París, en aquel mes de abril de 1969, ya había despuntado una primavera tan hermosa que dolía y daba ganas de hacer algo para ser más feliz, si es que la felicidad existe, para ser más inteligente y abarcarlo todo, saberlo todo, o para ser más libre, si es que eso también existiera, existiría o existió alguna vez. Y recuerdo que sentí la magia de un sol cariñoso, como de terciopelo, bañando los Campos Elíseos, los grandes palacios napoleónicos, la frivolidad de los cafés, y entendí mejor lo que había sucedido un año antes. Todavía siento como una caricia en la piel la luz de la tarde contra la luceta frontal de Notre Dame, el rumor histórico y oscuro del Sena a la altura de laCité, y escucho a aquel negro organillero frente al Louvre, haciendo bailar a su monito africano al ritmo de un vals vienés. También recuerdo aquel recital de los Rolling Stones, cuando pretendían ser más rebeldes que los Beatles, y pude verlos a doscientos metros de distancia, bajo el cielo frío de la primavera de París, entre los gritos de adoración de aquellas rubiecitas francesas, liberadas, hijas abortadas y madres recién paridas de una revolución que pudo haber sido y no fue, aunque después de aquel mes de mayo el mundo nunca volvió a ser el mismo, porque sí se había hecho la revolución: la revolución de las costumbres y la moral, la revolución permanente del siglo veinte que Liov Davidovic Bronstein, alias León Trostky, jamás imaginó. Lo recuerdo todo, cada día, cada minuto, cada conversación con Jean-Paul Sartre y con su inevitable Simone de Beauvoir, las cenas con George Plimton mientras me entrevistaba para París Review, la búsqueda en la vida, en la cuerda locura y en los papeles de Antonin Artaud para una edición ya comprometida de El teatro y su doble, la nostalgia adquirida por la muerte de un Camus a quien no conocí y al que siempre conocí tanto, el reencuentro, guiado por los ojos y los pasos de Néstor Almendros, de la escenografía real de tanto cine francés, y la persecución, del brazo de mi amigo Cortázar, de la arqueología jazzística de entreguerras, cultivada en bares como grutas benéficas… Lo recuerdo todo porque iba a ser mi último viaje a París, casi que mi último tango, y la memoria se adelantó a la historia -sabia la memoria-, fabricó su autodefensa previsora, y por eso guardó cada instante feliz de aquel último viaje a París como si supiera que iba a ser mi último viaje a París.