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Por eso también recuerdo aquel día de azares concurrentes y cargado de magnetismos propiciatorios, cuando el Recio, el Otro Muchacho y yo cruzamos hacia Montparnasse, flotando sobre el último suspiro de la tarde, en busca de un restaurante griego que sólo se podía llamar La Odisea y se especializaba en ciertos platos de cabritos montañeses. Disfrutábamos del ocio y de la libertad, avanzábamos cogidos del brazo, como un ejército invencible, cuando el Recio lo vio, o la vio, para ser justos. Ella era una mujer alta, de elegancia absorbente, una mujer suprema, como debió de haber sido la dueña de la voz de Edith Piaf, si Edith no hubiera sido un simple gorrión alcohólico: una mujer inquietante en su altura, en su belleza delineada con la maestría de los afeites, en la proyección agresiva de sus senos y aquella boca como de flor metálica. En la piel sentí su soberbia: iba vestida de rojo, llamativa pero tan serena, y en su estampa descubrí la misma dignidad trágica que siempre he visto en la persistente Electra: fue una revelación, o una premonición, vestida de rojo.

– Es untravestí -dijo entonces el Recio.

Y yo (y también el Otro Muchacho, de cuyo nombre no debo ni quiero acordarme, pues sería política e ideológicamente inadecuado revelar su vieja amistad con el Recio y conmigo, en aquel París fantasmagórico donde todo era posible, incluso que yo anduviera con él por las calles), me quedé como una estatua de saclass="underline" petrificado y anonadado.

– Dios mío, ¿cómo es posible? -dijo el Otro, que hasta se permitía menciones a Dios en la lejanía libérrima de París, cuando en sus conversaciones habaneras aseguraba en público su ideología materialista dialéctica e histórica y su certidumbre de que la religión es el opio, la marihuana y hasta los Marlboros de los pueblos…

– Es perfecta -dije, pues ya sabía de aquellos travestis adelantados de París, que salían a la calle a confundirse y exhibirse, pero nunca pensé en un espectáculo así: aquella mujer hubiera arrebatado a cualquier hombre porque era más perfecta que una mujer, casi diría que era la mujer, y así lo dije.

– No. Eltravestí no imita a la mujer -comentó entonces el Recio, como si estuviera dictando una conferencia, con esa voz y esas palabras suyas de saberlo todo-todo. Siempre usaba oraciones largas, estratificadas, barrocas y lezamianas, como caricaturas del pobre Gordo-. Para él , à la limite no hay mujer, porque sabe (y su tragedia mayor es que nunca deja de saberlo) que él, es decir, ella, es una apariencia, que su reino y la fuerza de su fetiche encubren un insalvable defecto de las otras veces sabia naturaleza…

Y nos explicó su teoría de que la erección cosmética deltravestí (así lo acentuaba el Recio, travestí), la agresión resplandeciente de sus párpados temblorosos y metalizados como alas de insectos voraces, su voz desplazada, como si perteneciera a otro personaje, siempre en off, la boca pretendida, dibujada sobre su boca escondida, y su propio sexo, más presente cuanto más castrado, es todo una apariencia, algo así como una perfecta mascarada teatral, dijo, y me miró, como si debiera mirarme, como si tuviera que hacerlo.

Fue al decir aquella palabra,apariencia, cuando lo comprendí todo, cuando mi descubrimiento se armó como fragmentos a su imán y me volví alarmado para buscar al travesti. Pero ya había desaparecido en la penumbra mágica de París, como un destello fugaz… Una apariencia. Una mascarada. Allí había estado la esencia misma de la representación, desde que las danzas rituales se transformaron en teatro, cuando surgió la conciencia de la creación artística: el travesti como artista de sí mismo… Pero ya no estaba, y lo que vi fue al Otro Muchacho, estático y descontrolado, negado a moverse, flechado por aquella posibilidad de lo que él siempre quiso ser -o hacer- y nunca se atrevió…

En el restaurante griego, por una ventana acristalada, se veía el resplandor escarlata del Moulin Rouge. El Otro, que estaba en París enviado por el Consejo Nacional de Cultura porque acababa de publicar un mal libro de éxito programado en medio de la moda tercermundista y latinoa-mericanista de entonces -siempre a la caza de las oportunidades-, recibía en su cara aquel brillo sanguíneo que lo hacía parecer más excitado, mientras el Recio, que se había encabalgado en el tema, escribía en voz alta algunos párrafos de un futuro ensayo.

– Rey -a veces me llamaba así, subiéndome los grados nobiliarios-, eltravestí humano es una aparición imaginaria y la convergencia de las tres posibilidades de mimetismo -y marcó una pausa para tomarse una copa de aquel vino áspero de los Balcanes, servido en hermosas imitaciones de antiguas ánforas griegas-: primero, el travestimiento propiamente dicho, impreso en esa pulsión ilimitada de la metamorfosis, en esa transformación que no se reduce a la imitación de un modelo real y determinado, sino que se precipita en la persecución de una realidad infinita (y desde el inicio del «juego» aceptada como tal). Es una irrealidad cada vez más huidiza e inalcanzable (ser cada vez más mujer, hasta sobrepasar el límite, yendo más allá de la mujer)…

«Segundo, el camuflaje, pues nada asegura que la conversión cosmética (o incluso quirúrgica) del hombre en mujer, no tenga como finalidad oculta una especie de desaparición, de invisibilidad,d'éffacement y de tachadura del macho mismo en el clan agresivo, en la horda brutal de los machos. Y por último -dijo el Recio-, está la intimidación, pues el frecuente desajuste o la desmesura de los afeites, lo visible del artificio, la abigarrada máscara, paralizan o aterran, como ocurre con ciertos animales que utilizan su apariencia para defenderse o para cazar, para suplir defectos naturales o virtudes que no tienen: el valor o la habilidad, ¿no?

El Otro -siempre tan vulgar, «camuflado» tras una cultura que no tiene-, sin dejar de chupar sonoramente las costillas del cabrito que había devorado -pagaba el Recio-, miró por la ventana, como buscando algo.

– Pero, en fin -preguntó entonces-, ¿son locas o no?

La verdad es que nunca supe por qué el Recio insistía en llevarlo con nosotros durante aquellos recorridos sentimentales y alimentarios por París. Porque al Otro Muchacho -y eso lo sabe todo el mundo- lo único que le importa son las locas, y mientras más de carroza y de baño público, mejor. Y si el Recio necesitaba alguien con quien cruzar espadas, pues en París había miles, los había de catálogo, bellísimos y tan dulces…

– Cubanamente hablando diría que sí, que son locas -dijo al fin el Recio, que también tiene su afición descarriada por las locas-. Así como tú -y sonrió, señalando al Otro-, pero más atrevidas, ¿no? Y ya que estamos en eso, ¿quieren ir mañana sábado a un cabaret donde actúan unostravestís?

La invitación me entusiasmó tanto, que bebí sin control una de aquellas ánforas de vino, algo que nunca había hecho ni volvería a hacer en mi vida. Pero en París todo era posible: hasta tomar y no embriagarse… Regresamos a la casa, caminando por la ciudad, y fue aquella noche, en el estudio del Recio, cuando empecé a grabar unas líneas sobre un cartón, y al amanecer ya tenía diseñado el vestido rojo que usaría mi Electra Garrigó en aquella representación iluminada, pero trágicamente abortada, que le demostró al pobre Virgilio Pinera que su obra era tan genial que casi no podía creerlo.