– ¡No! -la protesta de Talia retronó dentro del cuarto. Susannah oyó musitar unas palabras de enojo y Pete salió del hueco sosteniendo la banda de cinta adhesiva que antes cubría la boca de Talia.
– Por aquí estamos bien -le dijo a los agentes-. Gracias. -Cuando los policías se hubieron marchado, sacó a Talia del cuartucho. Aún llevaba las esposas y los grilletes y seguía atada. Tenía los pantalones manchados de sangre y en sus ojos se adivinaba rabia y vergüenza.
– Quítame las putas esposas -gruñó-. Por favor.
Pete hizo lo que le pedía y la colocó boca arriba.
– La ambulancia está de camino.
– No. -Talia se incorporó hasta quedar sentada-. Ya he tenido bastante con que me encerrara ahí. Saldré de aquí por mi propio pie. -Luke y Pete la asieron cada uno por un brazo y la levantaron. Ella hizo una mueca; tenía las mejillas encendidas-. Qué humillación -masculló.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Luke en tono prudente.
Talia le lanzó una mirada retadora.
– Esa perra se ha lanzado contra mí. Me ha atacado con una pistola eléctrica.
– ¿Cómo ha podido contigo? -se extrañó Pete.
Talia alzó la barbilla como advirtiéndoles de que no insistieran más.
– Tenía una cosa en el ojo.
«Lágrimas», pensó Susannah al recordar el tono con el que Talia le había ofrecido consuelo.
– Ahora esa perra está muerta -musitó Susannah-. Y Germanio también.
El aire retador de Talia se desvaneció de repente.
– Ya lo he oído. Y también la he oído a usted hablar por teléfono con Luke. Qué mente tan rápida. Luke, saca los diarios de Arthur del despacho; allí lo explica todo. Pete, ayúdame a salir de aquí, por favor; y haz que parezca que camino sola.
Pete la ayudó y vaciló un instante antes de pasar por encima del cadáver de Germanio.
– Joder, Hank -musitó-. Pondré al corriente a Chase y le preguntaré dónde andan los otros.
– ¿Qué otros? -quiso saber Susannah-. ¿Se refiere a Charles Grant? Ya lo sé todo, lo pone en los diarios de Arthur. ¿No lo habéis encontrado?
– Todavía no. ¿Puedes andar? -le preguntó Luke a Susannah.
– Sí. -Aferrada a la barandilla, Susannah pasó junto al cadáver de Bobby y se resistió al impulso de darle una patada. Luke le ayudó a bajar el escalón final, la atrajo de nuevo hacia sí y la rodeó fuerte con los brazos-. Estoy bien -susurró ella.
– Ya lo sé. -Se estremeció-. Pero no puedo dejar de imaginarla una y otra vez apuntándote con la pistola. Susannah, hemos encontrado algo que tienes que leer.
– En otro momento -dijo ella en tono cansino-. Hoy ya he leído bastante.
– Te llevaré a mi piso. Allí podrás tener un poco de paz y tranquilidad.
– No quiero tranquilidad. -Miró el cuerpo de Germanio y rápidamente apartó la vista-. No quiero pensar. Quiero… Necesito cola de contacto.
Él la miró perplejo.
– ¿Qué?
Ella levantó la cabeza.
– ¿Puedes llevarme a casa de tu madre, por favor?
Eso le hizo sonreír, a pesar de que sus ojos seguían trasluciendo preocupación.
– Sí que puedo hacerlo. Espera un momento. Iré a por los diarios de Arthur y luego te sacaré de aquí. -Avanzó por el pasillo hasta el despacho-. ¡Joder! -exclamó-. Susannah, en esta caja fuerte hay miles de dólares.
– Los diarios valen mucho más que eso -repuso ella-. Servirán para hacer justicia -añadió en un susurro, justo antes de que se le helara un grito en la garganta y una mano firme le tapara la boca. Volvían a apuntarle en la cabeza con una pistola. «Otra vez. Mierda.»
– Y por eso nunca saldrán de esta casa. -Le susurraron las palabras al oído con voz suave. «Señor Grant»-. Y por eso tú tampoco saldrás nunca de esta casa, querida.
Luke se arrodilló sobre una pierna para recoger los diarios del suelo del despacho de Arthur. De repente dejó caer los hombros. «Dios mío.» Tenía el estómago revuelto. No sabía si alguna vez sería capaz de borrar de su mente la imagen de Susannah trepando por la escalera y la de la pistola de Bobby apuntándole a la cabeza. «Está a salvo.» Oía las palabras en la mente pero su corazón seguía latiendo a un ritmo endemoniado. «Está a salvo.» Tal vez al cabo de un millón de años fuera capaz de creerlo.
Respiró hondo y se puso en pie con los diarios y los libros de cuentas en los brazos. Entonces notó un fuerte olor a gasolina y frunció el entrecejo. Se volvió, y la sangre se le heló en las venas, pero la pura furia reemplazó al instante la estupefacción de ver que volvían a apuntarle a Susannah con una pistola.
En la puerta se encontraba Charles Grant, y empuñaba su pistola contra la sien de Susannah. Tenía al lado una lata de gasolina y llevaba una mochila colgada al hombro. A través de la tela Luke distinguió con claridad la forma de las esquinas puntiagudas. Dentro de la mochila había una caja, al parecer de bastante peso. Atado con una correa a la mochila, Grant llevaba su bastón. Una rápida mirada a sus pies le reveló a Luke los mismos zapatos que había observado en la granulosa fotografía de Mansfield.
– Agente Papadopoulos -dijo el hombre con voz suave-. Siento no haber estado en casa para recibirte esta tarde. Ha sido una grosería que no me hayan anunciado tu visita.
A Luke la mente le iba a toda pastilla. «Utiliza lo que sabes.» No miró a Susannah. De haberlo hecho una sola vez se habría echado a temblar de miedo. Tenía que concentrarse en Grant.
– No nos ha hecho falta una visita guiada, ya hemos encontrado lo que buscábamos. Lo sabemos todo, señor Grant.
Charles sonrió.
– Seguro que así lo creéis.
Luke lo miró con cautela.
– Puede que tenga razón. Puede que no lo sepa todo. Por ejemplo, ¿cómo demonios ha entrado aquí? Hay coches vigilando la puerta.
– Hay un camino de acceso por detrás de la finca -explicó Susannah con un hilo de voz.
– Así es como el juez Vartanian recibía a sus visitantes nocturnos -dijo Charles.
– ¿Y así es como piensa salir de aquí? -preguntó Luke-. ¿Piensa escabullirse por la puerta de atrás como un criminal cualquiera?
– No exactamente. Suelta los diarios y deja el arma en el suelo.
«Está esperando a Paul Houston», pensó Luke, y deseó con toda su alma que Chase aún supiera dónde estaba Houston.
– Me parece que no lo voy a hacer.
– Entonces ella morirá.
– La matará de todos modos. Siempre ha querido hacerlo.
– Tú no tienes ni idea de lo que siempre he querido hacer -soltó Charles con desprecio.
– Creo que sí, porque sé bastantes más cosas que las que usted cree. -Hizo una pausa y arqueó una ceja-. Ray, ¿verdad? Ray Kraemer.
Charles se puso tenso y sus ojos emitieron un destello de rabia.
– Ahora ella tendrá una muerte dolorosa.
– Ya sé que usted sabe mucho de eso. He encontrado al juez Borenson. Es un puto cabrón.
– Entonces, no tengo nada que perder, ¿verdad? -preguntó Charles-. Me acusarán de asesinato de todos modos.
El hombre conservaba la serenidad en la voz pero la mano con que aferraba a Susannah por el hombro tenía los nudillos blancos.
– Asesinatos, Ray -repuso Luke-. Hemos encontrado sus diarios.
A Charles volvieron a centellearle los ojos, sin embargo su voz seguía siendo tranquila.
– Y, entonces, ¿qué importa uno más?
– ¿Escribía diarios? -preguntó Susannah-. ¿De verdad Arthur y usted eran tan arrogantes?
– Tal vez -respondió Charles, divertido-. Tu padre era un hombre de leyes, sus informes eran impecables. Y yo soy profesor de inglés, querida. Redactar forma parte de mi trabajo.
– Arthur no era mi padre y usted no es más que un asesino con mucha sangre fría -le espetó Susannah con aire impertérrito.
– Lo dices como si se tratase de algo malo -bromeó Charles-. Matar es un arte. Una pasión. Cuando se hace bien, resulta satisfactorio en extremo.