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Charles se puso en pie.

– De todos modos yo también he de marcharme. Tengo que asistir a un funeral.

– ¿A quién entierran hoy?

– A Lisa Woolf.

– Muy bien. Jim y Marianne Woolf lo pasarán en grande. Al menos, no tendrán que pelearse con los otros periodistas porque estarán en primera fila, en el banco reservado para los familiares.

– Bobby. -Charles sacudió la cabeza fingiendo escandalizarse-. Qué cosas dices.

– Sabes que tengo razón. Jim Woolf es muy capaz de vender a su propia hermana por una exclusiva.

Con el estuche de marfil bajo el brazo, Charles se puso el sombrero y tomó su bastón.

– Puede que algún día tú hagas lo mismo.

«No -pensó Bobby mientras observaba a Charles alejarse en su coche-. No por algo tan nimio como una exclusiva. Claro que si fuera la herencia lo que estuviera en juego… Eso cambiaría del todo las cosas. Bueno; ya habrá tiempo para los sueños. Ahora tengo trabajo.»

– ¡Tanner! Ven aquí. Te necesito.

Aparentemente el anciano surgió de la nada, tal como era propio de él.

– ¿Sí?

– Tenemos invitadas no previstas; están de camino. Prepara habitaciones para seis más, por favor.

Tanner respondió con un único gesto afirmativo.

– Claro. Mientras estaba con el señor Charles ha llamado el señor Haynes. Vendrá esta noche a por compañía para el fin de semana.

Bobby sonrió. Haynes era uno de sus mejores clientes, un hombre rico de gustos perversos. Y siempre pagaba en efectivo.

– Estupendo. La tendremos a punto.

Charles detuvo el coche al final de la calle. Desde allí aún podían verse los torreones de la Casa Ridgefield. La mansión se había erigido hacía casi cien años. Se trataba de una casa fortificada, construida a la vieja usanza. Tras haber vivido en todo tipo de lugares a los que ni siquiera una rata se habría atrevido a llamar «hogar», Charles apreciaba las obras arquitectónicas de calidad.

Bobby utilizaba la casa para guardar la mercancía, y la ubicación era ideal para ese propósito. Se encontraba lejos de la carretera principal y la mayor parte de la gente ni siquiera sabía que seguía en pie. Estaba lo bastante cerca del río para cuando resultara conveniente, pero lo suficientemente lejos en caso de que el río creciera. Además, no era lo bastante grande, ni bella, ni antigua siquiera, para que ningún conservador del patrimonio se interesara por ella, lo cual la convertía en el lugar perfecto.

Durante años Bobby había desdeñado la casa por considerarla vieja y fea, indigna de tenerse en cuenta. Hasta que la madurez hizo que reparase en lo que Charles había aprendido tiempo atrás. «Las cosas demasiado atractivas llaman la atención. La garantía del verdadero éxito es la invisibilidad.» El hecho de conseguir pasar inadvertido a simple vista le había permitido manejar a los más llamativos y pretenciosos. «Ahora no son más que títeres que bailan al son de mi voluntad.»

Eso los ponía furiosos, se sentían impotentes. Claro que ellos no sabían lo que era sentirse verdaderamente impotente. Vivían con el temor de perder las posesiones que habían acumulado, y así habían vendido el orgullo, la decencia. La moralidad, lo cual no era más que la farsa de todo devoto. Algunos se habían vendido sin apenas presionarlos. A Charles esa gente le inspiraba desdén. No tenían ni idea de lo que significaba perderlo todo. Todo. Verse privado por completo del placer físico, de las necesidades más básicas del ser humano.

Los débiles temían perder sus cosas. Sin embargo, Charles no. Cuando a un hombre le arrebataban hasta la esencia de la cualidad humana… dejaba de tener miedo. Charles no tenía ningún miedo.

Lo que sí que tenía eran planes, y esos planes incluían a Bobby y a Susannah Vartanian.

Bobby estaba por encima de todos los demás. Charles había modelado su ágil mente cuando era joven y maleable y rebosaba de energía. De preguntas y de odio. Había convencido a Bobby de que llegaría el momento de vengarse, de reclamar la herencia que las circunstancias -y algunas personas- le habían negado. Sin embargo, Bobby seguía bailando al son de Charles. Este simplemente permitía que creyera que el ritmo era el propio.

Destapó el estuche de blanco marfil, extrajo la reina de la ranura y accionó el resorte oculto que hacía que debajo se abriera un cajón. Su diario se encontraba encima de todas las pertenencias sin las cuales nunca salía de casa. Pensativo, pasó las páginas hasta llegar a la primera en blanco y empezó a escribir.

Ha llegado el momento de que la persona a quien protejo se vengue porque así lo deseo yo. Planté la semilla años atrás; hoy sólo la he regado. Cuando Bobby se siente a trabajar frente al ordenador, la fotografía de Susannah Vartanian estará aguardando.

Bobby odia a Susannah porque así lo deseo yo. Pero tiene razón en una cosa: Toby Granville se vuelve más inestable cada año que pasa. A veces el poder absoluto (o la ilusión de ejercerlo) conlleva la absoluta corrupción. Cuando Toby resulte demasiado peligroso, haré que lo maten, igual que he hecho que él mate a otras personas.

Matar a alguien da mucho poder. Clavarle un cuchillo en la garganta y observar cómo su mirada va perdiendo vida… realmente da mucho poder. Claro que obligar a otra persona a hacerlo… Eso sí que da poder. Mata para mí. Es como jugar a ser Dios.

Charles sonrió.

Es muy divertido.

Sí; pronto sería necesario matar a Toby Granville. Pero otro Toby Granville lo sustituiría. Y, con el tiempo, también habría otro Bobby. «Y así sucesivamente.» Cerró el diario y lo colocó en su sitio igual que a la reina, tal como había hecho innumerables veces.

Dutton, Georgia,

viernes, 2 de febrero, 14:00 horas

Le dolía todo el cuerpo. Esa vez le habían golpeado la cabeza y le habían pateado las costillas. Monica apretó los labios resuelta y satisfecha. Había valido la pena. Conseguiría escaparse o moriría en el intento. Los obligaría a matarla antes de permitir que volvieran a utilizarla.

De ese modo perderían «un bien muy valioso». Así era como ellos la llamaban. Les había oído hablar al otro lado del muro. «Luego podrán besar tanto como quieran a su valioso bien.» Cualquier cosa, incluida la muerte, era mejor que la vida que llevaba desde hacía… ¿cuánto tiempo hacía ya?

Había perdido la cuenta de los meses transcurridos. Cinco, tal vez seis. Hasta entonces Monica siempre había creído que el infierno no existía. Ahora, sin embargo, estaba segura de que sí. ¡Vaya si existía!

Durante un tiempo había perdido las ganas de vivir, pero gracias a Becky las había recuperado. Becky había intentado escaparse muchas veces. Ellos habían tratado de impedírselo, de destrozarla. Y habían conseguido destrozar su cuerpo pero no su espíritu. En los breves instantes durante los cuales se comunicaron en voz baja a través del muro que las separaba, Monica había adquirido fuerzas de la chica a quien no había llegado a ver; la chica cuya muerte había hecho renacer en ella las ganas de vivir. O de morir en el intento.

Pretendía respirar hondo y se estremeció antes de conseguir llenar los pulmones de aire. Con toda probabilidad tenía una costilla rota. Tal vez, varias. Se preguntó qué habrían hecho con el cuerpo de Becky después de darle una paliza de muerte. Monica aún podía oír los quebrantadores golpes, porque eso era lo que ellos querían. Habían abierto todas las puertas para que pudieran oír todos y cada uno de los puñetazos y las patadas, y todos y cada uno de los gritos de Becky. Querían que todas lo oyeran. Que se asustaran. Que aprendieran la lección.

Todas las chicas de aquel lugar. Al menos eran diez, de diversos grados de «validez». Algunas acababan de iniciarse. Otras ya eran veteranas de la profesión más antigua del mundo. «Como yo. Sólo quiero volver a casa.»

Monica agitó el brazo con gesto débil y oyó el ruido metálico de la cadena que la sujetaba a la pared. Igual que a todas las chicas de aquel lugar. «Nunca conseguiré escapar. Voy a morir. Por favor, Dios mío, haz que sea pronto.»