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– Las cajas se quedan en el barco -contestó Rocky impaciente.

La boca del médico dibujó una mueca de desdén.

– Porque tú lo digas.

– Porque lo dice Bobby y, a menos que quieras explicarle el motivo por el cual has decidido dejar pruebas que nos comprometen a todos, cierra el pico y mata ya a esa puta para que podamos largarnos de aquí. Mansfield, ven conmigo. Granville, haz lo que te digo y date prisa. Y, por el amor de Dios, asegúrate de que todas están muertas. No quiero que griten cuando las tiremos al río. Si algún policía anda cerca, vendrá volando.

Mansfield soltó a Monica y su pierna cedió. Cayó de rodillas y se sujetó en el sucio colchón mientras Mansfield y Rocky salían de la celda y frente a ella aparecía el cañón de la pistola del médico.

– Hazlo ya -musitó Monica-. Ya has oído a la señorita. Hazlo deprisa.

La boca del médico dibujó aquella sonrisa de cobra que a Monica le revolvía las tripas.

– Te crees que va a ser rápido y que no te va a doler.

¡Pum!

Monica gritó al notar en el costado una quemazón que superaba el dolor de cabeza. Le había disparado, pero no estaba muerta. «¿Por qué no estoy muerta?»

Él le sonrió mientras ella se retorcía y trataba de que desapareciera el dolor.

– Desde que llegaste no has hecho más que joderme. Si tuviera tiempo, te haría pedazos, pero no lo tengo. Así que adiós, Monica.

Levantó la pistola, pero su cabeza cayó hacia un lado y la furia ensombreció su rostro en el momento en que otro disparo llegaba a oídos de Monica. Ella volvió a gritar al notar el ardor del fogonazo en la sien. Cerró los ojos con fuerza y esperó el siguiente disparo, pero este no llegó a producirse. Abrió los ojos arrasados en lágrimas y pestañeó para ver con nitidez.

Se había marchado y la había dejado sola. Y no estaba muerta.

«Ha fallado.» El muy cabrón había fallado. Se había ido. «Volverá.»

Pero no vio a nadie. «Vartanian llegará de un momento a otro con la policía del estado.» Se lo había oído decir a la mujer. Monica no conocía a nadie llamado Vartanian, pero fuera quien fuese se trataba de su única oportunidad de sobrevivir. «Acércate a la puerta.» Monica se puso de rodillas con esfuerzo y avanzó a gatas. Ahora una pierna, luego la otra. «Llega hasta el pasillo y es posible que logres salir de aquí.»

Oyó pasos. Una mujer llena de morados, ensangrentada y con la ropa hecha jirones se dirigía hacia ella tambaleándose. «Los otros dos», había dicho el médico. Esa era Bailey. Se había escapado. Aún había esperanzas. Monica levantó la mano.

– Ayúdame, por favor.

Bailey vaciló, luego tiró de ella hasta ponerla en pie.

– Muévete.

– ¿Bailey? -consiguió susurrar Monica.

– Sí. Ahora muévete o morirás. -Juntas recorrieron el pasillo. Al fin llegaron a una puerta y salieron a la luz del día, tan intensa que dañaba la vista.

Bailey se detuvo en seco y a Monica se le cayó el alma a los pies. Frente a ellas había un hombre apuntándoles con una pistola. Llevaba un uniforme igual al de Mansfield. En la placa prendida en su camisa se leía SHERIFF FRANK LOOMIS. No era Vartanian con la policía del estado. Era el jefe de Mansfield, y no las dejaría escapar.

Así era como terminaría todo. Las lágrimas rodaron por las mejillas de Monica y le abrasaron el rostro en carne viva mientras aguardaba el siguiente disparo.

Para su sorpresa, el sheriff Loomis se llevó el dedo a los labios.

– Seguid la hilera de árboles -susurró-. Llegaréis a la carretera. -Señaló a Monica-. ¿Cuántas más quedan ahí?

– Ninguna -musitó Bailey con voz ronca-. Las ha matado a todas. A todas menos a ella.

Loomis tragó saliva.

– Entonces marchaos. Iré a por mi coche y os recogeré en la carretera.

Bailey la aferró con fuerza.

– Vamos -susurró-. Solo un poco más.

Monica se miró los pies y deseó poder moverlos. Primero uno, luego el otro. La libertad. Iba a obtener la libertad. Y luego conseguiría que todos pagaran por lo que habían hecho. O moriría en el intento.

Dutton, Georgia,

viernes, 2 de febrero, 15:05 horas

Susannah Vartanian miró el retrovisor exterior mientras la casa donde se había criado se hacía más pequeña a cada segundo que pasaba. «Tengo que marcharme de aquí.» Mientras permaneciera allí, en esa casa, en esa ciudad, dejaría de ser la mujer en quien se había convertido. Dejaría de ser la próspera ayudante del fiscal del distrito de Nueva York que tanto respeto inspiraba. Mientras permaneciera allí, sería una niña; una niña solitaria y asustada escondida en un vestidor. Una víctima. Y Susannah estaba hasta la mismísima coronilla de ser una víctima.

– ¿Se siente bien? -La pregunta la formuló el hombre sentado ante el volante, el agente especial Luke Papadopoulos, que era compañero de trabajo de su hermano y su mejor amigo. Luke la había acercado hasta allí en su coche hacía una hora, y entonces el miedo creciente instalado en lo más profundo de sus entrañas le había hecho desear que circulara más despacio. Ahora todo había terminado, y deseaba que condujera más deprisa.

«Aléjeme de aquí, por favor.»

– Estoy bien. -No le hizo falta mirar a Papadopoulos para percatarse de que la estaba observando con atención. Notó la fuerza de su mirada en el instante mismo en que se conocieron, hacía una semana. Ella se encontraba de pie junto a su hermano, durante el funeral de sus padres, y Luke se había acercado para darles el pésame. En ese momento la miró con mucha atención. Igual que la miraba ahora.

No obstante, Susannah mantuvo la mirada fija en el retrovisor. Quiso apartar los ojos de su hogar de juventud, que empequeñecía por momentos, pero no le obedecían. La figura solitaria plantada frente a la entrada le obligaba a aguantar la mirada. Incluso desde la distancia captaba la tristeza que abatía sus anchos hombros.

Su hermano Daniel era un hombre corpulento, igual que lo había sido su padre. Las mujeres de su familia eran menudas; sin embargo, los hombres eran altos y fornidos. Unos más altos que otros. Susannah tragó saliva para eliminar el pánico que llevaba dos semanas amenazando con atorarle la garganta. «Simon está muerto; esta vez es verdad. Ya no puede hacerte ningún daño.» Sin embargo; sí que podía, y lo haría. El hecho de que fuera capaz de atormentarla incluso desde el más allá era tan irónico que a Simon le habría resultado de lo más divertido. Su hermano mayor era un gran hijo de puta.

Ahora el gran hijo de puta estaba muerto, y Susannah no había derramado por ello ni una sola lágrima. También sus padres estaban muertos; Simon los había matado. Ya sólo quedaban vivos dos miembros de la familia. «Solo Daniel y yo -pensó con amargura-. Una gran familia feliz.»

Aparte de ella, solo quedaba vivo el mayor de sus hermanos, el agente especial Daniel J. Vartanian, de la Agencia de Investigación de Georgia. Daniel era una buena persona. Había alcanzado el éxito profesional en su esfuerzo por compensar el hecho de ser hijo del juez Arthur Vartanian. «Igual que yo.»

Pensó en la desolación que reflejaba su mirada cuando se alejó y lo dejó plantado en la puerta de su viejo hogar. Habían transcurrido trece años y por fin Daniel sabía lo que había hecho; y, más importante aún, lo que no había hecho.

Quería que lo perdonara, pensó Susannah con amargura. Quería enmendar su error. Después de más de diez años de completo silencio, ahora su hermano Daniel quería recuperar la relación.

Su hermano Daniel le pedía demasiado. Tendría que aprender a vivir con lo que había hecho, y con lo que no había hecho. «Igual que yo.»

Susannah sabía por qué Daniel se había marchado hacía tanto tiempo. Detestaba aquella casa casi tanto como ella. Casi. La semana anterior, cuando tuvo lugar el entierro de sus padres, Susannah había logrado evitar volver a la casa. Se había marchado justo después del funeral y se había prometido no regresar jamás.