– Una clara -me oigo decir a mí misma.
No he tomado una clara desde hace años. Cuando estoy contigo, sólo tomo el Pinot Grigio que traes o el té de nuestra habitación del Traveltel.
El camarero asiente con la cabeza.
– Enseguida -dice.
Tiene un marcado acento de Rawndesley.
– ¿Conoce a Robert Haworth? -le suelto, demasiado ansiosa para perder el tiempo pensando en la mejor manera de abordar el asunto. Yvon parece preocupada: le dije que sería sutil.
– No. ¿Debería?
– Es un cliente habitual. Viene mucho por aquí.
– Bueno, eso creemos -me corrige Yvon.
Es mi sombra, la que razona, la que está aquí para amortiguar cualquiera que sea el efecto que yo pueda sufrir. Conmigo, a solas, es sarcástica y tajante, pero en público suele seguir las convenciones sociales. Puede que tú entendieras eso mejor que yo. A menudo, cuando pareces preocupado y ausente, pienso que libras una batalla interior en la que dos fuerzas te arrastran en direcciones opuestas. Yo nunca he sido así, ni siquiera antes de conocerte. Siempre he sido una persona sin vueltas. Y, desde que te conocí, me he sentido totalmente atraída por ti. No hay más.
– Lo es -digo, con firmeza.
Esta mañana, cuando Yvon consultó las páginas amarillas, encontró lo que ella llamó «los tres candidatos»: el Star Inn de Spilling, el Star & Gater de Combingham y el Star Bar de Silsford. Descarté de inmediato los dos últimos: Combingham está a muchas millas y es horrible, y el Star Bar lo conozco. Voy algunas veces y me tomo una taza de té de menta orgánico. Casi suelto carcajada al imaginarte sentado en uno de esos bancos bajos de cuero oyendo el menú de infusiones.
– Tengo una foto suya en el móvil -le digo al camarero-. Sabrá quién es en cuanto lo vea.
Él asiente amablemente.
– Podría ser -dice, colocando las copas sobre la barra-. Serán siete libras con veinticinco, por favor. Viene mucha gente, pero no conozco todos sus nombres.
Saco el teléfono del bolso, tratando de prepararme para lo peor, como hago a cada momento. No es fácil. En todo caso, es duro. Quiero gritar al ver que en la pantalla no hay ningún icono de un sobrecito. Sigo sin recibir ningún mensaje tuyo. Siento que una repentina punzada de miedo y dolor, mezclados con pura incredulidad, contrae mi pecho. Pienso en la inspectora Zailer y en el subinspector Waterhouse y siento deseos de machacar sus insensibles y obtusas cabezas una contra otra. Prácticamente admitieron que no iban a hacer nada.
– ¿Y qué me dice de Sean y Tony? -le suelto al camarero, pasando las fotografías del móvil mientras Yvon paga las copas-, ¿Los conoce?
Mi pregunta le arranca una risa gutural.
– ¿Sean y Tony? Me está tomando el pelo, ¿verdad?
– No.
Dejo de juguetear con el móvil y levanto la vista. El corazón se me acelera. Esos nombres le dicen algo.
– ¿No? Bueno, yo soy Sean. Y Tony también trabaja aquí, en la barra. Vendrá esta noche.
– Pero… -No sé qué decir-. Robert habló de ustedes como si…
Di por sentado que tú, Sean y Tony veníais juntos aquí. Aunque, pensándolo bien, nunca dijiste que tal cosa hubiese ocurrido. Puede que yo me lo imaginara y llegara a una conclusión equivocada.
Vienes aquí solo. Y Sean y Tony ya están porque trabajan aquí.
Vuelvo a examinar el móvil. No quiero que Yvon se dé cuenta de que estoy perpleja. ¿Cómo podría ser malo lo ocurrido? He dado con Sean y Tony. Ellos te conocen y son tus amigos. Lo único que debo hacer es enseñarle una foto a Sean, y él te reconocerá. Elijo esa en que estás en el Traveltel, frente a tu camión, y extiendo el móvil por encima de la barra.
En los ojos de Sean detecto una inmediata expresión de reconocimiento y vuelvo a respirar.
– ¡Elvis! -Se echa a reír-. Tony y yo lo llamamos Elvis. Por su cara; se parece. A él no le molesta.
Casi me echo a llorar. Sean es amigo tuyo. Incluso se refiere a ti con un apodo.
– ¿Por qué lo llaman así? -pregunta Yvon.
– ¿Acaso no es evidente?
Yvon y yo negamos con la cabeza.
– Es como una versión aumentada de Elvis Costello, ¿no? Elvis Costello después de haberse comido un montón de pasteles. -Sean se ríe de su ocurrencia-. Él sabe que le llamamos así.
– ¿No sabía que se llamaba Robert Haworth? -pregunta Yvon.
Por el rabillo del ojo veo que no está mirando a Sean, sino a mí.
– No creo que nunca nos haya dicho su nombre. Siempre ha sido Elvis. ¿Está bien? Anoche Tony y yo comentamos que no lo habíamos visto desde hacía tiempo.
– ¿Cuándo? -pregunto bruscamente-. ¿Cuándo lo vio por última vez?
Sean frunce el ceño. Debo haber parecido demasiado alterada. Lo he disuadido. Idiota.
– Por cierto, ¿quién es usted? -pregunta.
– Soy la novia de Robert.
Nunca había dicho esto hasta ahora. Ojalá pudiera decirlo una y otra vez. Ojalá pudiera decir que soy su esposa en lugar de su novia.
– ¿Alguna vez mencionó a Naomi? -pregunta Yvon.
– No.
– ¿Y a Juliet?
Sean niega con la cabeza. Empieza a parecer desconfiado.
– Mire, esto es muy importante -digo. Esta vez me aseguro de que mi voz suene tranquila y no demasiado fuerte-. Robert está en paradero desconocido desde el jueves pasado…
– Espera… -Yvon me agarra del brazo-. Eso no lo sabemos.
– Yo sí lo sé -digo, soltándome-. ¿Cuándo le vio por última vez? -le pregunto a Sean.
Está asintiendo con la cabeza.
– Pues habrá estado aquí… -dice-, el jueves o el miércoles, algo así. Pero normalmente suele venir todas las noches para tomarse una pinta y charlar; por eso, después de varias noches sin aparecer, Tony y yo empezamos a preguntarnos por él. A ver, no es algo que no suela ocurrir. Tenemos un montón de clientes así: son puntuales como un reloj durante años y luego, de pronto y sin previo aviso, ¡zas!, desaparecen y no vuelves a verles más el pelo.
– ¿Y no dijo nada de que se iba? -pregunto, aunque ya conozco la respuesta-. ¿No comentó que tenía planeado marcharse de vacaciones o algo así?
– ¿Dijo algo sobre Kent? -tercia Yvon.
Sean niega con la cabeza.
– Nada de eso. Dijo: «Nos vemos mañana», como siempre. -Se echa a reír-. A veces decía: «Nos vemos mañana, Sean…, si nos dejan». ¡Si nos dejan! Un poco pesimista, ¿no?
Me quedo mirando el suelo de madera oscura, mientras sientas la sangre latiéndome en las orejas. Nunca te he escuchado emplear esa expresión. ¿Y si la usaste con Sean por alguna razón? ¿Y si en esa ocasión no te dejaron?
Yvon está dándole las gracias a Sean por su ayuda, como si la conversación hubiera terminado.
– Un momento -digo, obligándome a salir de la oleada de pavor que me ha mantenido temporalmente en silencio-. ¿Cuál es su apellido? ¿Tony qué?
– Naomi…
Yvon parece alarmada.
– ¿Le parece bien que dé sus nombres a la policía? Puede contarles lo que acaba de decirnos, que está de acuerdo en que Robert ha desaparecido.
– Él no ha dicho eso -dice Yvon.
– No me importa. Como digo, Tony y yo pensamos que era un poco raro. El mío es Hennage, Sean Hennage. Y el de Tony es Wilder.
– Espérame aquí -le digo a Yvon, y, antes de que pueda objetar nada, estoy fuera, con el bolso y el móvil.
Me siento en una de las mesas metálicas blancas. Me pongo el abrigo y tiro de las mangas hasta cubrirme las manos. Aún falta un poco para que la gente pueda tomarse algo en la terraza. Sólo es primavera nominalmente. Veo tres cisnes deslizándose en fila por el río mientras marco el número que esta mañana me he pasado una hora buscando y que me pondrá directamente en contacto con el Departamento de Investigación Criminal de la comisaría de policía de Spilling. Quería llamar enseguida para preguntar qué es lo que están haciendo exactamente la inspectora Zailer y el subinspector Waterhouse para dar contigo, pero Yvon me ha dicho que era demasiado pronto y que debía darles una oportunidad.