Estoy segura de que no están haciendo nada. No creo que levanten un solo dedo para ayudarte. Creen que me has abandonado por iniciativa propia, que has preferido a Juliet antes que a mí y que estás demasiado asustado para decírmelo directamente. Sólo tú y yo sabemos hasta qué punto ésa es una idea ridícula.
El subinspector Gibbs es quien contesta al teléfono. Me dice que Zailer y Waterhouse han salido. Suena descortés, casi grosero. ¿Tanto le molesta hablar conmigo que trata de emplear el menor número de palabras posible para contestar a mis preguntas? Ésa es la impresión que me da. Es posible que haya oído hablar de ti, y piensa que soy una chalada que te acosa cuando tú preferías estar solo, y que obligo a la policía a hacer el trabajo sucio. Cuando le digo que quiero dejar un mensaje finge que tiene un bolígrafo a mano y que está apuntando los nombres de Sean y Tony, pero no es así. Lanza un gruñido y me dice «Lo tengo» demasiado pronto. Sé cuándo alguien está anotando algo; hay pausas largas y a veces repiten parte de lo que escriben entre dientes o comprueban cómo se deletrea.
El subinspector Gibbs no hace nada de todo eso. Me cuelga el teléfono cuando yo aún sigo hablando.
Paseo junto a la reja blanca que separa la terraza del pub del río. Tengo que llamar de nuevo a la comisaría y exigir que m dejen hablar con el máximo responsable -el inspector jefe o superintendente-y quejarme de la forma en que me han tratado. Soy muy buena quejándome. Era lo que estaba haciendo la primera vez que me viste, y ésa es la razón por la que te enamoraste de mí…, siempre me lo dices. No tenía ni idea de que me estuvieras observando y escuchando, de lo contrario estoy convencida de que me habría moderado un poco. Gracias a Dios no lo hice. Maravillosamente salvaje: así fue como me describiste aquel día. A ti nunca se te ocurriría protestar por nada… en beneficio propio, quiero decir, aunque sé que siempre me defenderías. Sin embargo, ésa es la razón por la que admiras mi espíritu combativo, mi convicción de que la desgracia y la miseria no deben formar parte de nuestras vidas. Te impresionó que tuviera el valor de quejarme de esa forma.
No puedo volver al pub; todavía no. Estoy demasiado alterada. Los ojos se me llenan de lágrimas de rabia, desdibujando las frías y plácidas aguas que tengo frente a mí. Me odio a mí mis cuando lloro; realmente me detesto. Y eso no me hace ningún bien. ¿Qué sentido tiene decidir no sentirse débil e indefensa de nuevo si todo lo que eres capaz de hacer cuando tu amante desaparece en medio de la nada es quedarte de pie junto a un río llorar? Es patético.
Yvon volverá a decir que le dé una oportunidad a la policía pero, ¿por qué debería hacerlo? ¿Por qué la inspectora Zailer el subinspector Waterhouse no están aquí, en el Star, preguntándole a Sean cuándo te vio por última vez? ¿Se tomarán la molestia de ir a tu casa y hablar con Juliet? Los amantes que desaparecen sin dar ninguna explicación deben figurar al final de su lista de prioridades. Sobre todo ahora, cuando por todo el país, aparentemente, hay una red de psicópatas que planea hacerse volar por los aires llevándose con ellos trenes llenos de hombres, mujeres y niños inocentes. Criminales peligrosos… Ésa es la gente que la policía quiere detener.
Siento un vuelco en el corazón cuando una idea empieza a cobrar forma en mi cabeza. Trato de ahuyentarla, pero no se va; avanza despacio entre tinieblas, poco a poco, como una figura que emerge de una oscura caverna. Me seco los ojos. No, no puedo hacerlo. El mero hecho de pensar en ello suena como una terrible traición. Lo siento, Robert. Debo estar volviéndome completamente loca. Nadie haría algo así. Además, me resultaría físicamente imposible. No sería capaz de pronunciar las palabras.
«¿Qué clase de persona hace algo así? ¡Nadie!». Eso es lo que me dijo Yvon cuando le conté cómo nos conocimos, cómo llamaste mi atención. Te dije que diría eso, ¿te acuerdas? Me sonreíste y dijiste: «Dile que soy alguien que hace cosas que nadie haría». Y se lo dije. Ella fingió que la frase le daba náuseas y se metió el dedo en la garganta.
Me agarro a la reja para sostenerme, sintiéndome vacía, como si este nuevo miedo que se ha apoderado repentinamente de mí fuera capaz de pulverizarme los huesos y los músculos. «No puedo hacerlo, Robert», susurro, consciente de que no tiene sentido. Tuve exactamente esta misma sensación cuando nos conocimos: la inquebrantable certeza de que todo lo que iba a ocurrir había sido decidido de antemano por una autoridad mucho más poderosa que yo, una autoridad que no me debía nada y a la que no me vinculaba ningún contrato, pero que, sin embargo, me obligaba a todo. Por mucho que yo lo hubiera intentado, no habría podido cambiar nada.
Y ahora ocurre lo mismo. La decisión ya ha sido tomada.
Sean me sonríe cuando entro de nuevo en el pub; es una sonrisa sosa y forzada, como si no nos hubiéramos visto antes, como si no acabáramos de ponernos de acuerdo en que has desaparecido, e que hay serios motivos para preocuparse. Yvon está sentada en la mesa más alejada de la barra, jugando con el móvil. Se ha descargado un nuevo juego al que se ha vuelto adicta. Es evidente que, en mi ausencia, ella y Sean no han estado hablando. Y eso me pone furiosa. ¿Por qué siempre debo ser yo quien tome la iniciativa?
– Tenemos que irnos -le digo a Yvon.
Aunque nunca te lo he contado, su nombre no ha sido siempre Yvon. Hay muchas cosas sobre ella que no te he contado. Dejé de hablar de ella cuando se me ocurrió que podrías sentir celos. No estoy casada y, después de ti, Yvon es la persona más importante de mi vida. Estoy más unida a ella que a cualquier miembro de mi familia. Ha vivido conmigo desde que se divorció, que es algo de lo que tampoco te he hablado.
Yvon es bajita y delgada -mide 1,52 y pesa cuarenta y cinco kilos-y tiene un pelo largo y lacio que le llega hasta la cintura. Normalmente se lo recoge en una cola de caballo que suele enroscarse alrededor del brazo cuando está trabajando o jugando en el ordenador. Cada pocos meses fuma un cigarrillo tras otro, mentolados, de la marca Consulate, durante una o dos semanas, pero luego lo vuelve a dejar. Cuando llegan a su fin, me prohíbe mencionar esos períodos de vida sana.
La bautizaron como Eleanor -Eleanor Rosamund Newman-, pero a los doce años decidió que quería llamarse Yvon. Les preguntó a sus padres si podía cambiarse el nombre y los muy tontos accedieron. Los dos son profesores de lenguas clásicas en Oxford, estrictos en cuanto a la educación, pero nada más. Ambos están convencidos de que es importante que los niños expresen su personalidad siempre y cuando eso no interfiriera en el rendimiento escolar.
– Son un par de merluzos -dice Yvon a menudo-. ¡Tenía doce años! Creía que Too Shy, de Kajagoogoo, era la mejor canción que se había escrito jamás. Y quería casarme con Limahl. Deberían haberme encerrado en un armario hasta que hubiera madurado un poco.
Cuando Yvon se casó con Ben Cotchin, ella adoptó el apellido de su marido. Sus amigos y su familia, incluida yo, nos quedamos perplejos cuando decidió conservarlo después del divorcio. «Cada vez que me cambio el nombre empeoro las cosas -dijo-. No voy a correr otra vez ese riesgo. De todos modos, me encanta tener una mierda de nombre, mal escrito, y el apellido de un alcohólico vago y consentido. Es un fantástico ejercicio de humildad. Siempre que abro un sobre dirigido a mí o relleno el impreso del censo electoral me acuerdo de lo estúpida que soy. Y eso mantiene mi viejo ego a raya».
– ¿Volvemos a casa? -me pregunta.
– No. A la comisaría de policía.
Me muero por decírselo. Siempre suelo tener en cuenta las opiniones de Yvon a la hora de tomar mis decisiones. A menudo no sé qué pienso sobre algo hasta que no sé lo que opina ella. Pero esta vez no puedo arriesgarme. Además, ésa no es la cuestión. Conozco todas las razones por las que está mal y es una locura, pero aun así voy a hacerlo.