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– Quiero ser previsora. -Juliet parecía hablar ahora en el tono de quien está conspirando. Mientras hablaba, entornó un ojo, en un gesto que era un guiño a medias-. Volverá. Si Robert no da un paso para acercarse a ella, cosa que no hará, no pasará mucho tiempo hasta que Naomi Jenkins esté viviendo en una tienda de campaña en mi jardín.

Juliet se echó a reír, como si aquella idea, más que preocupante, fuera divertida. Entonces dio un paso para entrar de nuevo en casa, pero se quedó de pie en el umbral de la puerta. Detrás de ella, en el vestíbulo, Simón vio una alfombra de color marrón claro, un teléfono rojo sobre una mesa de madera y un montón de zapatos, zapatillas de deporte y botas tirados por el suelo. Apoyado en la pared, llena de marcas y arañazos, había un espejo cuya superficie, en la parte central, estaba manchada con una especie de fijador. A la derecha del espejo había un calendario, largo y estrecho, sujeto con una chincheta; en la parte superior había una foto del castillo de Silsford y una línea con cada día del mes, aunque sin nada escrito. Ni Robert ni Juliet habían anotado nada.

– El camión del señor Haworth está aparcado ahí fuera -dijo Simón.

– Lo sé. -Juliet no hizo nada por disimular su impaciencia-. Le he dicho que Robert está en Kent. Pero no dije que su camión también estuviera allí.

– ¿Tiene otro vehículo?

– Sí, un Volvo V40. Y, para ahorrarle el trabajo, le informo de que también está aparcado ahí fuera. Robert se fue a Sissinghurst en tren. Es camionero; cuando no trabaja, intenta no conducir.

– ¿Tiene el número de teléfono del sitio donde está?

– No. -Su rostro se ensombreció-. Se llevó el móvil.

Simón creyó que aquello no era normal.

– Pensé que había dicho que estaba en casa de unos amigos. ¿No tiene su número de teléfono?

– Son amigos de Robert, no míos.

El labio fruncido de Juliet sugería que no habría querido compartir aquellas amistades ni aun cuando su marido se lo hubiera ofrecido.

– ¿Cuándo habló con Robert por última vez? -preguntó Simón.

Su contraataque había dado resultado. Viendo que Juliet estaba impaciente por que se fuera, se sintió inclinado a quedarse.

– No quisiera ser desagradable, pero ¿a usted qué le importa? Anoche, ¿vale? Me llamó anoche.

– Naomi Jenkins afirma que él no contesta al móvil.

Al parecer, a Juliet le pareció muy estimulante esa información. Su rostro se animó, y sonrió.

– Debe de estar subiéndose por las paredes. Robert, siempre tan fiable, no le devuelve las llamadas… ¡Qué vendrá después!

Simón detestaba la forma en que los celos convertían a la gente en unos salvajes. Él mismo había sido uno de esos salvajes en más de una ocasión; la humanidad se esfumaba, sustituida por la brutalidad. Se imaginó a Juliet como una depredadora, relamiéndose los labios mientras su presa moría desangrada delante de ella. Sin embargo, puede que aquello no fuera justo, puesto que Naomi Jenkins había reconocido que quería que Haworth dejara a Juliet y se casara con ella.

Ayer, Naomi le anotó el número del móvil de Robert. Más tarde, Simón le dejaría un mensaje a Haworth y le diría que lo llamara. Se aseguraría de que el tono de su voz fuera el de un hombre de mundo. «Fingiré ser Colin Sellers», se dijo.

– Hágame un favor, ¿vale? -dijo Juliet-. Dígale a Naomi que Robert se ha llevado el móvil y que no está estropeado. Quiero que sepa que él ha recibido todos sus mensajes, pero que no piensa contestárselos.

Tiró de la puerta hacia ella, impidiendo a Simón ver el interior de la casa. Lo único que podía ver ahora era la pequeña mesa semicircular en la que estaba el teléfono, justo detrás de ella.

Simón le dio su tarjeta.

– Cuando vuelva su marido, dígale que se ponga en contacto conmigo inmediatamente.

– Ya le he dicho que lo haré. Y ahora, ¿puedo irme? O, mejor dicho, ¿puede irse, por favor?

Simón podía imaginársela echándose a llorar en cuanto le hubiera cerrado la puerta. Su actitud, se dijo, era demasiado frágil y ligeramente artificial. Puro teatro. Se preguntaba si Robert Haworth habría ido a Kent para tomar su decisión finaclass="underline" Juliet o Naomi. Si había sido así, no era sorprendente que su mujer estuviera al borde de un ataque de nervios.

Simón se imaginó a Naomi sentada en su casa, tensa, intentando encontrarle una explicación lógica al hecho de que Haworth la hubiera abandonado. Sin embargo, el amor y la lujuria no respetaban la lógica, ése era el problema. Pero ¿por qué de repente a Simón le daba lástima Naomi Jenkins y no la esposa engañada?

– Naomi pensaba que yo no sabía que existía -dijo Juliet, con una sonrisa maliciosa-. ¡Estúpida zorra! Pues claro que lo sabía. Encontré una fotografía suya en el móvil de Robert. Y no estaba sola. Era una foto de los dos, abrazados, en una gasolinera. ¡Qué romántico! No estaba buscando nada…, la encontré por casualidad. Robert se había dejado el teléfono en el suelo. Estaba colocando los adornos navideños, y lo pisé sin querer. Empecé a pulsar teclas al azar, asustada, porque pensé que lo había roto, y de repente vi esa foto. Fue un shock -murmuró, más para sí misma que para Simón. Sus ojos empezaron a volverse vidriosos-. Y ahora tengo a la policía en casa. Si quiere que se lo diga, creo que Naomi Jenkins quiere pegarme un tiro.

Simón se apartó de ella. Se preguntaba cómo se las habría arreglado Robert Haworth para asistir a sus citas semanales con Naomi si Juliet conocía su aventura desde antes de Navidad. Si sólo lo hubiera sabido desde la semana pasada, eso podría explicar la precipitada marcha de Haworth para quedarse con sus amigos de Kent.

Simón había empezado a preguntarse algo mentalmente, pero antes de que pudiera darle forma, Juliet Haworth dijo: -Estoy harta de todo esto.

Y le cerró la puerta en las narices.

No era la única que estaba harta. Simón levantó la mano para llamar de nuevo al timbre, pero al final decidió no hacerlo. En ese momento, formular cualquier otra pregunta habría sido entrometerse. Con una sensación de alivio, volvió al coche, puso el motor en marcha, sintonizó Radio 4 y, al llegar al final de la calle, ya se había olvidado del pequeño y sórdido triángulo amoroso de Robert Haworth.

Charlie entró en el bar del hotel Playa Verde y colgó su bolso en el taburete que había junto al que ocupaba su hermana. Al menos Olivia había seguido sus instrucciones y la había esperado en vez de salir corriendo hacia el aeropuerto y tomar un vuelo en primera clase a Nueva York, tal y como le había amenazado con hacer. ¡Por Dios! ¡Qué ridícula estaba con ese vestido negro que le dejaba la espalda al descubierto! ¿Qué esperaba Liv? El viaje les había costado cuatrocientas libras, una oferta de última hora.

– No he encontrado nada -dijo Charlie. Se quitó las gafas y se secó las gotas de lluvia que tenía con el dobladillo de la blusa.

– ¿Cómo que no has encontrado nada? Debe de haber un millón de hoteles en España. Y no creo que no haya ninguno que no sea mejor que éste.

Olivia se quedó mirando su copa de vino para asegurarse de que estaba limpia antes de tomar un sorbo.

Ni ella ni Charlie trataban de hablar en voz más baja de lo habitual ni les importaba si el camarero las estaba escuchando. Era un hombre mayor de Swansea que llevaba dos enormes mariposas de color azul tatuadas en los antebrazos. Charlie le había oído contar antes a un cliente que se había mudado allí después de haber trabajado durante veinte años como profesor de autoescuela.

– No echo de menos Inglaterra -dijo-. El país se ha ido a la mierda.

Su única concesión a su nuevo país de residencia era contarle a toda la gente que se acercaba a la barra que la jarra de sangría estaba a mitad de precio y que la oferta seguiría vigente hasta el fin de semana.

Esa noche, Charlie y Olivia eran sus únicas clientas, aparte una obesa pareja con la piel de color naranja rodeada por un montón de maletas. Estaban encorvados sobre un cuenco plateado con seis cacahuetes que removían ocasionalmente con sus enormes dedos, como si esperaran que apareciera algo interesante debajo de ellos. You Wear It Well, de Rod Stewart, sonaba como música de fondo, aunque había que hacer un esfuerzo para poder escuchar bien la canción.