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Las cuatro paredes del bar Arena estaban cubiertas por papel pintado de color verde, rojo y con cuadros escoceses. El techo era de Artex, con manchas de nicotina. Aun así, era el único lugar donde estar si alguien tenía la mala suerte de alojarse en el hotel Playa Verde, porque al menos servían alcohol. Para consternación de Olivia, en la minúscula habitación que ella y Charlie compartían no había minibar; cuando llegaron, empezó a abrir todos los cajones del armario; se inclinaba para mirar dentro, sin parar de decir: «Tiene que estar en alguna parte».

Una cortina de tela que apestaba a cigarrillos y a grasa colgaba de la estrecha ventana de la habitación. No debían de haberla lavado desde hacía años. La cama que eligió Olivia, porque estaba junto al baño, se encontraba tan cerca de éste que bloqueaba la puerta; cuando Charlie tuviera que usarlo por la noche tendría que saltar por encima de la cama de su hermana. Por la tarde, cuando le echó un vistazo, descubrió dentífrico seco pegado a uno de los dos vasos de plástico que había junto al lavabo y pelos de algún desconocido atascados en el desagüe de la bañera. Hasta entonces, sin motivo aparente, la alarma contra incendios había sonado en dos ocasiones, y en cada una de ellas transcurrió más de media hora antes de que alguien tuviera el detalle de desconectarla.

– ¿Has mirado en Internet? -preguntó Olivia.

– ¿Qué crees que he estado haciendo durante las dos últimas horas?

Charlie respiró profundamente y pidió un brandy con jengibre, tras rechazar una vez más la sangría a mitad de precio y hacer asomar una falsa sonrisa a su rostro cuando el camarero le comentó que podía disfrutar de aquélla oferta especial hasta el fin de semana. Encendió un cigarrillo, pensando que, en situaciones como aquélla, fumar seguramente no sería malo para su salud, aunque si lo fuera el resto del tiempo. El fin de semana parecía estar muy, muy lejos. Así pues, disponía de mucho tiempo para suicidarse si comprobara que las cosas no mejoraban. Quizás debería suicidarse haciendo explotar una bomba en mitad de aquel maloliente hotel.

– Créeme, no habría ningún sitio al que hubieras dado el visto bueno -le dijo a Olivia.

– Entonces, ¿sí había hoteles disponibles?

– Algunos. Pero o no tenían piscina o no estaban junto al mar o no tenían aire acondicionado o sólo disponían de buffet por las noches…

Olivia negó con la cabeza.

– Si seguimos así no creo que nos haga falta el aire acondicionado ni la piscina -dijo-. Hace frío y está lloviendo. Ya te dije que era demasiado pronto para viajar a España.

Charlie empezó a sentir que una ola de calor ensanchaba su pecho.

– También dijiste que no querías hacer un vuelo largo.

Olivia había propuesto viajar en junio para evitar lo que ella llamaba «las ansias de calor». A Charlie le pareció buena idea; lo último que deseaba era ver a su hermana saltando de la cama todos los días a las seis de la mañana, corriendo hacia la ventana y lamentándose: «¡Aún no hace nada de sol!». Sin embargo, el inspector jefe Proust había echado a perder el plan. Dijo que en junio habría demasiada gente de vacaciones. Para empezar, Gibbs se iba de luna de miel. Y antes, Sellers había reservado unas vacaciones clandestinas con su novia, Suki. La versión oficial era que se iba con el resto del equipo para seguir un curso de entrenamiento; mientras tanto, Stacey, su mujer, se quedaría en Spilling, lo que ofrecía no pocas ocasiones de que coincidiera con Charlie, Simón, Gibbs y Proust, la gente con la que Sellers le había dicho que estaría por ahí colgándose de una cuerda y arrastrándose por el barro. Charlie no se acababa de creer que la doble vida de Sellers hubiera durado tanto, teniendo en cuenta la sarta de mentiras que solía contar.

– Entonces, ¿no te molestaría que fuera un hotel sin piscina y sin aire acondicionado? -preguntó Charlie, suspicaz ante lo que parecía una solución muy fácil. Tenía que haber algún pero.

– Lo que me molesta es que no haga sol y que haga más frío que en Londres. -Olivia se irguió en su taburete, cruzando las piernas. Estaba muy elegante y parecía decepcionada, como una de esas solteras a las que dejan plantadas en una de esas largas y aburridas películas que Charlie detestaba, llenas de mujeres con sombrero y de dudosa reputación-. Pero no puedo hacer nada para remediarlo; y lo que no haré es sentarme junto a una piscina mientras está lloviendo. -Su mirada se iluminó de repente-. ¿Había algo con piscina cubierta? ¿O con spa? ¡Un spa sería genial! Me muero por uno de esos tratamientos de flotación en seco.

Charlie se sintió desfallecer. ¿Por qué no podría haber sido todo perfecto, al menos por esta vez? ¿Acaso era pedir demasiado? Si las cosas salían bien, no había nada más divertido que estar con Olivia.

– No lo he mirado -dijo Charlie-. Pero no lo creo muy probable, a menos que quieras gastarte una pequeña fortuna.

– El dinero no me importa -dijo rápidamente Olivia. Charlie sintió como si hubiera un volcán en erupción en su interior, un volcán que tenía que sofocar o en caso contrario explotaría, y lo arrasaría todo.

– Bueno, por desgracia, a mí sí me importa el dinero, de modo que a menos que quieras que busque dos hoteles distintos…

Olivia tenía una posición menos acomodada que Charlie. Era periodista freelance y pagaba una hipoteca colosal por un apartamento en el barrio londinense de Muswell Hill. Siete años atrás le diagnosticaron un cáncer de ovario. La operación para extirparle los dos ovarios y la matriz se le practicó de inmediato y pudo salvar la vida. Desde entonces había despilfarrado el dinero como si fuera la hija consentida de unos aristócratas. Conducía un BMW Z5 y solía tomar taxis de una punta a otra de Londres de manera habitual. Coger el metro era una de las muchas cosas a las que afirmaba haber renunciado para siempre, así como comprometerse, planchar y envolver regalos. A veces, cuando no podía dormir, Charlie se preocupaba por la situación económica de su hermana. Debía de tener muchas deudas…, y eso era algo que Charlie detestaba.

– Si no podemos conseguir un hotel en condiciones, preferiría hacer algo completamente distinto -dijo Olivia tras reflexionar un rato.

– ¿Distinto?

Charlie estaba sorprendida. Olivia había vetado, sin demasiada ambigüedad, cualquier sitio equipado con cocina porque consideraba que requería demasiado esfuerzo, incluso después de que Charlie le aseguró que sería ella quien compraría y cocinaría lo que hiciera falta. En lo que a Charlie respectaba, no le costaba demasiado preparar unas tostadas por la mañana y una ensalada a la hora de comer. Charlie pensó que Olivia debería hacer su trabajo durante un par de días.

– Sí. Un camping o algo así.

– ¿Un camping? ¿Y eso lo dice la que no quiso ir a Glastonbury porque la señora de la limpieza no le pone una funda de ganchillo al papel higiénico?

– Mira, no es mi opción preferida. Un bonito hotel en España, en junio, eso era lo que quería. Y si no puedo tenerlo, preferiría no estar en una triste caricatura de lo que deseaba. Al menos un camping sé que es un asco. Se supone que hay que dormir en el suelo, en una tienda, y comer bolsas de patatas fritas…

– Estoy segura de que si alguna vez intentaras ir a un camping te esfumarías como la bruja de El mago de Oz

– Y, ¿qué me dices de mamá y papá? Hace siglos que no vamos a verlos. Mamá nos espera con los brazos abiertos. Siempre me preguntan cuándo vamos a volver a ir con un tono de voz que amenaza con desheredarnos.

Charlie hizo una mueca. Hacía poco que sus padres se habían instalado en Fenwick, un pueblecito de la costa de Northumberland donde habían desarrollado una obsesión por el golf que no tenía nada que ver con el carácter relajado de ese deporte. Se comportaban como si el golf fuera un trabajo a jornada completa ¿es que iban a ser despedidos si no jugaban de forma muy concienzuda. En una ocasión, Olivia los acompañó al club y luego le contó a Charlie que sus padres habían estado tan relajados como dos mulas cargadas de droga frente a los agentes de aduana de un aeropuerto.