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Apenas te he hablado de mi trabajo, ¿verdad? Tú nunca hablas del tuyo, y no quiero dar la impresión de que pienso que el mío es más importante. En una ocasión cometí el error de preguntarte por qué decidiste ser camionero.

– Lo que quieres decir es que habría podido dedicarme a algo mejor -respondiste de inmediato.

No sabría decir si te ofendiste o si estabas proyectando en mi lo que sientes con respecto a tu trabajo. -No quería decir eso en absoluto -dije. No quería, de verdad. En una ocasión pensé en ello y vi todas las ventajas de hacer lo que tú haces. Trabajar por tu cuenta, para empezar. Poder escuchar los CD que quieras o la radio todo el día. Empecé a pensar que, después de todo, puede que nuestros trabajos no sean tan diferentes. Supongo que debo tener un esnobismo muy arraigado que me hizo dar por sentado que todos los camioneros eran estúpidos y ordinarios, hombres con barrigas cerveceras y pelo cortado al rape que se ponen violentos al enterarse de que va a subir el precio del carburante.

– Me gusta ir a mi aire y me gusta conducir. -Te encogiste hombros; para ti, la respuesta era simple y obvia. Luego la diste-: Y no soy ningún estúpido.

¡Como si alguna vez hubiera pensado que lo fueras! Eres la persona más inteligente que he conocido jamás. Y no estoy hablando de títulos. No sé si acabaste los estudios superiores, aunque sospecho que no. Cuando hablas, no eres pedante, como los que se las dan de listos…, más bien todo lo contrario. Tengo que arrancarte las palabras y, cuando comentas tus puntos de vista y tus preferencias, pareces hacerlo como pidiendo perdón, como si no quisieras medirte con los demás. Sólo te explayas cuando me dices lo mucho que me quieres.

– Soy mi dueño -dijiste-. Sólo yo y mi camión. Es mejor que ser comunista.

Desde que nos conocemos, ésa es la única referencia que has hecho a la política. Quería preguntarte a qué te referías, pero no lo hice porque el tiempo que pasamos juntos se estaba agotando; eran casi las siete.

– ¿Por qué preguntó por mí o por la inspectora Zailer? -dice el subinspector Waterhouse-. Pensaba que quería hablar de Robert Haworth.

– Y así es. Robert fue el hombre que me violó.

La mentira sale de mi boca. Ya no estoy nerviosa. Mi descaro se ha hecho con el control. Tengo una fuerte y absurda sensación que me dice que a partir de ahora puedo marcar las pautas. ¿Quién va a detenerme? ¿Quién tiene tanta imaginación para comprender de lo que es capaz la mía?

Soy alguien que hace cosas que nadie haría.

Me asalta una idea horrible.

– ¿Es demasiado tarde? -pregunto.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Puedo hacer la denuncia a pesar de que eso ocurrió hace mucho tiempo?

– ¿Robert Haworth la violó?

– Así es.

Waterhouse no hace ningún esfuerzo por disimular su incredulidad.

– ¿El hombre del que está enamorada y que está enamorado de usted? ¿El hombre con el que se encuentra todas las semanas en el Traveltel del área de servicio de Rawndesley East?

– Ayer mentí. Lo siento.

– ¿Todo lo que dijo era mentira? ¿Usted y el señor Haworth no tienen una relación?

He leído en varias páginas web sobre violaciones que algunas mujeres se sienten sentimental o sexualmente unidas a sus violadores después de la agresión, pero yo nunca podría ser esa clase de chalada. Eso implica que sólo puedo decir una cosa.

– Todo lo que les conté ayer era mentira, sí.

Waterhouse no me cree. Probablemente piensa que estoy demasiado serena. Odio el hecho de que la gente espere que muestres tus emociones en público.

– ¿Y a qué vino esa mentira?

Lo dice en el tono en que podría decírselo a un sospechoso.

– Al principio no estaba segura de querer denunciar la violación. -Sigo usando la palabra que he evitado durante tres años. Cada vez que la repito, me resulta más fácil decirla-. Quería asustar a Robert Haworth. Pensé que si la policía iba a verlo y mencionaba mi nombre se quedaría aterrorizado.

Waterhouse se queda mirándome fijamente en silencio. Está esperando a que me desmorone.

– ¿Y por qué ha cambiado de parecer? -me pregunta finalmente.

– Me di cuenta de que la otra idea era una estupidez. Tomarme la justicia por mi cuenta…

– Desde el 30 de marzo de 2003 ha pasado mucho tiempo. ¿Por qué esperar hasta ayer?

– Tres años no son nada. Pregunte a cualquier mujer que haya sido violada. Sufrí un shock durante mucho tiempo. No estaba en condiciones de tomar una decisión.

Contesto a todas las preguntas con rapidez, como un robot, y me doy la enhorabuena por haber tenido el sentido común de no haberme sometido a esta traumática experiencia tres años atrás.

A regañadientes, Waterhouse saca una silla de la mesa y se sienta frente a mí.

– Ayer resultaba más convincente que hoy -dice-. El señor Haworth la ha dejado, ¿no es así? ¿Es ésta su manera de castigarlo?

– No. Yo…

– ¿Es consciente de que acusar falsamente a alguien de una violación es un delito muy grave?

Mira fijamente la hoja de papel. Está llena de notas, escritas con la letra más pequeña que haya visto jamás. Soy incapaz de leer nada.

Estoy a punto de contestarle, pero me detengo. ¿Por qué debo permitirle que me acribille a preguntas? Ahora ha cogido el ritmo, como alguien que juega solo al frontón. Merezco un poco más de respeto y sensibilidad. Sólo estoy mintiendo con respecto a un detalle. Si te elimino de mi historia sobre la violación y te sustituyo por un hombre cuyo nombre ignoro, un hombre cuyo rostro aún puedo ver en horribles y sudorosas pesadillas, sería cierta al cien por cien. Todo eso implica que merezco que me traten con más consideración.

– Sí, soy consciente de ello -le digo-. Del mismo modo, debería saber que voy a presentar una queja sobre usted si no deja de mirarme y hablarme como si fuera una mierda pegada a su zapato. Hago todo lo posible por ser sincera con usted. Ya me he disculpado por haber mentido ayer y le he explicado por qué lo hice. Teniendo en cuenta que hay un orden establecido, estoy aquí para denunciar un delito más serio y no para acusar falsamente a alguien de violación, y creo que debería empezar a concentrarse en eso en lugar de en los prejuicios que tiene con respecto a mí, sean cuales sean.

El levanta la vista. No sabría decir si está enfadado, asustado o si se siente intimidado.

– ¿Por qué no me deja que nos facilite las cosas a ambos? -digo-Puedo demostrar que estoy diciendo la verdad. Hay una organización llamada Habla y Sobrevive que tiene una página web: hablaaysobrevive, sin espacios, punto org punto uk. En la página titulada «Historias de supervivientes» hay una carta que escribí con fecha del 18 de mayo de 2003. Las historias están numeradas. La mía es la número setenta y dos. Sólo firmé con mis iniciales: N.J.

Waterhouse lo está anotando todo. Cuando ha terminado, dice:

– Espere aquí.

Abandona la sala y cierra la puerta. Me quedo sola en esta diminuta jaula de color azul.

En medio del silencio, mi cabeza se llena con tus palabras. El subinspector Waterhouse no significa nada para mí; es un desconocido. Recuerdo lo que dijiste acerca de los desconocidos el día que nos conocimos, después de ponerte de mi parte en la discusión que yo tenía con un tipo llamado Bruce Doherty…, otro desconocido, un idiota.

– Tú no lo conoces y él tampoco te conoce a ti -dijiste-. Por lo tanto, no puede hacerte daño. Es la gente a la que estamos más unidos la que puede causarnos más daño-. Parecías inquieto, como si quisieras gritar algo que estaba en tu mente, algo desagradable. Por entonces no te conocía lo suficiente para preguntarte si te habían hecho mucho daño, y quién-. Créeme, lo sé -dijiste-. La gente a la que amas, los íntimos, son los que pueden hacerte daño. Pero los desconocidos no.