Pensando en mi propia experiencia, dije, con vehemencia:
– ¿Me estás diciendo que un desconocido no puede hacerme daño?
– Si el dolor no es algo personal, no es tan malo. No se trata de ti, de la otra persona o de la relación que ambos mantenéis. Se parece más a un desastre natural, a un terremoto o a una inundación. Si me ahogara en una inundación, pensaría que es mala suerte, pero no sería una traición. El azar y las circunstancias no tienen libre albedrío; no pueden traicionarte.
Ahora, por vez primera, entiendo lo que querías decir. El subinspector Waterhouse se comporta así porque debe hacerlo; hacer su trabajo consiste en dudar de cualquier cosa que le diga. No se trata de mí. El no me conoce en absoluto.
Me pregunto qué dirías sobre los desconocidos que son amables, los que me sonríen por la calle y me dicen: «Lo siento, guapa», cuando tropiezan conmigo por casualidad. A alguien que ha sido sometido deliberadamente a algo brutal le produce una conmoción escuchar cualquier palabra amable, por pequeña que sea. Me muestro agradecida, hasta resultar patética, ante esos mínimos e insignificantes gestos de amabilidad que a la gente no le cuestan nada; me postro, inmensamente agradecida, ante alguien que piensa que merezco una sonrisa o un «lo siento». Creo que mi conmoción se debe al contraste: me admira que la pura generosidad y la pura maldad puedan coexistir en un mismo mundo y apenas seamos conscientes de ello.
Si la policía te encuentra sano y salvo te dirán de qué te he acusado, con todos los sórdidos detalles. ¿Me creerás si te digo que me lo he inventado? ¿Entenderás que sólo he manchado tu nombre porque estoy desesperada y muy preocupada por ti?
Me pregunto, y no es la primera vez que lo hago, si debería cambiar todos los detalles de la agresión, a fin de que la historia que le cuente al subinspector Waterhouse, en el caso de que me deje hacerlo, sea completamente distinta de como ocurrió. Decido que no. Sólo me sentiré segura de mí misma si tengo unos hechos a los que agarrarme. Hace días que no consigo dormir como Dios manda. Me duele todo el cuerpo y me siento como si me hubieran fundido el cerebro. No tengo fuerzas para inventar violaciones que nunca han ocurrido.
Además, ninguna historia inventada podría ser peor que mi verdadera historia. Si soy capaz de convencer al subinspector Waterhouse de que estoy diciendo la verdad, buscarte pasará a encabezar de inmediato su lista de prioridades.
Diez minutos después se abre la puerta. Waterhouse entra de nuevo en la sala sujetando varias hojas de papel. Mirándome con recelo, dice:
– ¿Le apetece una taza de té?
Eso me anima, pero finjo estar enojada.
– Ya veo. De modo que ahora que ya he probado la verdad me ofrece algo para beber. ¿Hay una escala? ¿Té para una violación, agua con gas para una agresión sexual, agua mineral para un atraco?
Sus rasgos se endurecen.
– He leído lo que escribió. Lo que me dijo que había escrito.
– ¿No me cree? -Es más testarudo de lo que creía. Me preparo para iniciar la batalla. Me encanta una buena pelea, sobre todo cuando sé que puedo ganar-. ¿Cómo iba a saber que la carta estaría allí si no la hubiera escrito? ¿Cree que las mujeres que no han sido violadas entran en páginas web sobre violaciones por diversión y luego, cuando encuentran una historia que resulta que tiene sus iniciales al final…?
– «Mi agresor fue alguien a quien nunca había visto antes y que no he vuelto a ver desde lo ocurrido».
Waterhouse lee en voz alta una de las páginas que tiene en la mano. Ha impreso mi carta. La idea de que la tenga me bloquea por completo.
Hablo deprisa, antes de que pueda seguir leyendo lo que escribí.
– En ese momento no sabía quién era; lo averigüé después. Volví a verlo. Como le dije, me tropecé con él en el área de servicio de Rawndesley East el 24 de marzo del año pasado, un jueves.
Waterhouse niega con la cabeza, ojeando los papeles.
– Usted no dijo eso -me contradice, sin ambages-. Usted dijo que ese día conoció al señor Haworth, pero no dónde lo conoció.
– Bueno, pues fue ahí donde lo vi. En el área de servicio. Pero no era la primera vez que lo veía; la primera vez fue cuando me violó.
– En el área de servicio de Rawndesley East. ¿En el Traveltel?
Me imagino que el cerebro de Waterhouse es como un ordenador. Cada cosa que le digo es un nuevo dato que almacenar.
– No. Fue en la barra del restaurante. Lo que les conté sobre el Traveltel era mentira. Sé que hay un Traveltel en el área de servicio de Rawndesley y quería que mi mentira se ajustara en la medida de lo posible a la verdad.
– ¿Y qué me dice de la habitación once? ¿Siempre la misma habitación?
Lo dice en voz más baja y con más delicadeza que todo lo que ha dicho hasta ahora. Mala señal. Me observa atentamente.
– Me lo inventé. Nunca he estado en el Traveltel ni en ninguna de sus habitaciones.
Una vez que haya oído mi historia no dudará de que estoy diciendo la verdad; no se molestará en hablar con el personal del Traveltel. Y él sabe que eso es algo que podría hacer fácilmente. De modo que ¿por qué le contaría una mentira tan arriesgada?, pensará.
– ¿Así que vio por segunda vez al señor Haworth, el hombre que la violó, el 24 de marzo del año pasado, en la barra del restaurante del área de servicio de Rawndesley East?
– Sí. Lo vi, pero él no me vio.
Waterhouse se echa hacia atrás en su silla y deja el bolígrafo encima de la mesa.
– Debió sufrir un shock al verlo así, de improviso.
No contesto.
– ¿Cómo supo cómo se llamaba y dónde vivía?
– Seguí su camión; lleva su nombre y su teléfono inscritos. Conseguí su dirección en la guía telefónica.
Puede preguntarme lo que quiera. Tendré la respuesta preparada -una buena y convincente-en cuestión de segundos. Cada vez que centra mi atención en algún detalle que espera que me haga caer en la trampa, encuentro una forma de que encaje en mi historia. Todo puede conciliarse. Lo único que debo hacer es enfocarlo de forma metódica, barajar todas las posibilidades y decidir cual se adapta mejor a mi historia.
– No lo entiendo -dice Waterhouse-. Sabía su nombre y sabía e vivía. Dijo que estaba pensando en tomarse la justicia por su cuenta. ¿Por qué no lo hizo?
– Porque habría acabado teniendo antecedentes, y eso sería otra victoria para él, ¿no? Se lo dije: quería que la policía se presentara en su casa y que se asustara. No quería… verme cara a cara con él.
– ¿Así que se inventó toda la historia sobre su aventura, lo de que se encontraban todos los jueves en la habitación once y lo de que su amiga llamó y habló con la mujer del señor Haworth?
– Sí.
Él consulta sus notas.
– ¿Tiene una amiga llamada Yvon con la que comparte casa?
Dudo.
– Sí. Yvon Cotchin.
– De modo que no todo lo que nos dijo ayer era mentira. Y eso significa que hoy ha mentido al menos en un punto. ¿Qué me dice del ataque de pánico que sufrió cuando fue a su casa? ¿Conoció a la señora Haworth?
– Todo eso es cierto. Estuve allí. Eso fue lo que me hizo pensar que no podría manejar el asunto sola. Por eso vine a verlos.
– Ayer nos dio una fotografía a mí y a la inspectora Zailer en la que usted aparece junto al señor Haworth. ¿Cómo explica eso?
Trato de evitar en mi rostro cualquier expresión de sorpresa o enfado. Debería haber pensado en eso, pero no lo he hecho. Me había olvidado por completo de la foto. Con mucha calma, digo:
– Era un montaje.
– ¿De verdad? ¿Cómo lo hizo exactamente?
– No lo hice yo. Le saqué una foto a Robert Haworth y me saqué una a mí; una amiga hizo el resto.
– ¿Dónde le sacó la foto al señor Haworth?
Lanzo un suspiro, como si eso fuera obvio.
– Se la saqué en el aparcamiento del área de servicio. El 24 de marzo del año pasado.
– No la creo -dice Waterhouse-. ¿No la vio sacándole una foto justo delante de él? ¿Y por qué llevaba una cámara encima?
– No estaba justo delante de él. Le saqué la foto desde lejos, con mi cámara digital. Mi amiga la amplió con el ordenador e hizo un zoom sobre su cabeza y sus hombros para que pareciera un primer plano…
– ¿Quién lo hizo? ¿Fue de nuevo la señorita Cotchin?
– No. Y no voy a darle su nombre, lo siento. Y, contestando a su otra pregunta, siempre llevo encima una cámara cuando voy a ver a un cliente, como ese día. Saco fotografías de sus jardines o de sus paredes; es lo que suelo hacer cuando quieren un reloj de sol; me resultan útiles en mi trabajo, son un punto de referencia.
Waterhouse parece incómodo. Veo una sombra de duda en su mirada.
– Si la historia que me está contando ahora es cierta, entonces es que su mente funciona de forma muy extraña -dice-. Y si no lo es, demostraré que está mintiendo.
– Tal vez debería dejar que le cuente lo que he venido a contarle. En cuanto haya escuchado lo que me ocurrió se dará cuenta de que cualquiera estaría hecho un lío. Y si aun después de contarle lo que me pasó sigue sin creerme, ¡puedo asegurarle que no volveré a contarle nada si cree que mentiría acerca de algo así!
Sé que el hecho de estar furiosa en vez de compungida no me ayuda a granjearme su simpatía, pero estoy muy acostumbrada a enfadarme. Soy muy buena en eso.
– En cuanto le tome declaración, esto tendrá carácter oficial. ¿Lo entiende? -dice Waterhouse.
Noto un breve espasmo de pánico en el pecho. ¿Cómo empezar? Erase una vez… Sin embargo, no estoy confesando ni revelando nada. Estoy mintiendo descaradamente…, así es como hay que enfocarlo. La verdad sólo aparecerá para servir como mentira, lo cual significa que no tengo que experimentar ninguna emoción.
– Lo entiendo -digo-. Hagámoslo oficial.